— ¿Por qué iba a creerla? Podría marcharse del país, como ha hecho su socio.
— ¿Marcharme de aquí? —preguntó Paula, mirando a su perrita tumbada a los pies del extraño—. No, yo no podría hacer eso —añadió, tontamente. Pedro no sabía por qué, pero la creía. Podía haber engañado a Lautaro y a muchos otros, pero había visto amor en sus ojos al mirar al animal. No iba a abandonar a aquella bolita de pelo—. Aunque también podría darle un cheque.
— Y su banco me lo devolvería —replicó él—. No, no quiero cheques. Lo quiero en efectivo...
—Entonces tendrá que esperar hasta mañana — dijo Paula con firmeza.
—Muy bien. Estaré aquí a las nueve en punto.
— ¿A las nueve? Pero si el banco abre a las nueve...
—Por eso —la interrumpió Pedro—. Iré con usted.
—Quizá también querría quedarse esta noche y encadenarme a su lado —dijo ella, sarcástica. Pero se puso como un tomate al darse cuenta de lo que había dicho.
Pedro se sorprendió al ver que se ruborizaba. Había esperado que una mujer como ella coquetease con él, que se insinuara abiertamente en lugar de mostrarse tímida. Pero tenía que ser un truco, pensaba, uno que habría usado muchas veces en miembros más vulnerables del sexo opuesto. Podía imaginarse cómo un hombre intentaría proteger y cuidar de aquella mujer aparentemente frágil. Era tan pequeñita y, sin embargo, tan decidida y tan ridiculamente animosa.
—Si mañana no está aquí a las nueve, le prometo que la encontraré, esté donde esté —advirtió él, dándose la vuelta. Cuando se alejaba, Missie empezó a correr hacia él, ladrando alegremente y Pedro se inclinó para acariciarla—. Pobre animal. Se merece alguien digno de su lealtad y confianza, alguien que sepa el valor de esas palabras —añadió, mirando a Paula. Pero antes de que ella pudiera replicar, salió del jardín.
Menudo grosero, pensaba Paula, tomando a la perrita en brazos. Su mujer debía de ser una santa. Su mujer... la pobre debía tardar mucho en acariciar cada centímetro de aquel poderoso torso masculino. Y no podía imaginar el tiempo que podía tardar en ablandar aquella boca firme y dura. Y, en cuanto a sus principios morales... ¿Cuánto se tardaría en romper aquella barrera aparentemente infranqueable, para volverlo loco de deseo? Si aquel hombre la envolviera en sus brazos, ella se perdería, pensaba Paula. Sería como ser abrazada por un león. ¿Sería su vello tan suave y delicado al tacto como el de su oso de peluche? ¿Rugiría cuando se le apretaba...? Soltó una risita. Aquel hombre era mucho hombre. Una mujer tendría que ser muy valiente o muy tonta para enamorarse de él. Él se había portado con ella de una forma tan antagónica, tan dispuesto a creer lo peor y, sin embargo, al mismo tiempo... Se regañó a sí misma por aquellos absurdos pensamientos.
—Tengo que llamar a Flor —murmuró acariciando a Missie.
El corazón de Paula se encogió cuando escuchó el mensaje en el contestador de su amiga. Se había marchado al norte a visitar a su tía. Tenía el número de su móvil, pero cuando la llamó no hubo respuesta. Tendría que intentarlo más tarde. Pedro Alfonso había sido tan agresivo... Esperaba estar en lo cierto al pensar que el papel que él le había mostrado podría servir como prueba contra Julián Cox. Desde luego, ella nunca le había dado permiso para usar su nombre como socia y hacerlo era un fraude. Pensando en todo aquello, volvió al jardín para terminar lo que había estado haciendo antes de que Pedro le diera un susto de muerte.
Media hora después de dejar a Paula, Pedro entraba en el primer hotel que encontró en su camino. No había buscado ningún lujo, pero agradecía que fuera un hotel de cinco estrellas. Necesitaba urgentemente una ducha y una buena cena.
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