jueves, 10 de noviembre de 2016

Engañada: Capítulo 3

—Acéptalo —lo interrumpió él, mirando su reloj —. Por cierto, te he comprado un coche nuevo. Tengo aquí las llaves, así que puedes olvidarte de tu viejo cacharro.

— ¿Un coche nuevo? Pero si el Mini va muy bien, Pepe.

—Para tí sí, pero no para tu padre. Ya sabes que está enfermo y siempre anda preocupado por si tienes un accidente. Se quedará más tranquilo cuando sepa que conduces un buen coche.

Sacudiendo la cabeza, Lautaro aceptó las llaves que Pedro le ofrecía. Sabía que no se podía discutir con él y, mientras miraba la atractiva y seria cara de su hermano mayor, como orgullosamente le gustaba llamarlo, deseaba, no por primera vez, parecerse un poco más a él. El trimestre anterior, cuando Pedro había ido a visitarlo a la universidad, una compañera de clase le había dicho que su hermano era muy sexy. Emanaba un poder, una masculinidad que lo hacía diferente del resto de los hombres. Era un líder nato y poseía un algo especial que Lautaro sabía que él no tendría nunca, por muchas calificaciones académicas que consiguiera.

Cuando el joven salió del despacho, Pedro tomó la carpeta que había llevado con él y que contenía información sobre la fraudulenta inversión y la estudió con el ceño fruncido. Todo aquello no era más que papel mojado y la policía no podría hacer nada.

Con el cerebro de Lautaro, debería haberse dado cuenta de que era una estafa, pensaba. Había habido muchas advertencias en los medios de comunicación sobre ese tipo de casos, pero Lautaro estudiaba a los clásicos y Pedro dudaba que hubiera leído un periódico económico en toda su vida. Su padre era igual de ingenuo y siempre se había sentido fuera de lugar en la enorme jungla que era el colegio en el que enseñaba y en el que el propio Pedro  había sido alumno. Había entendido muy bien a su madre cuando le dijo que una de las razones por las que pensaba aceptar la proposición de matrimonio de Alfredo era porque alguien tenía que cuidar de él.

Pedro recordaba cómo sus compañeros le habían tomado el pelo cuando el tímido profesor de literatura se había convertido en su padrastro, pero pronto les había demostrado que de él no se podían reír. Él era un niño muy alto para su edad, con una lengua que podía ser tan rápida e hiriente como sus puños, cuando hacía falta. Había crecido en un ambiente en el que había que aprender a sobrevivir y esas lecciones le habían sido de mucha utilidad para sus negocios. Pero aquellos agotadores días habían terminado. No tenía por qué volver a trabajar. Se acercó a la ventana de su estudio. Debajo, el páramo de Yorkshire y, al fondo, la ciudad. La mansión de piedra que había convertido en su casa era considerada por muchos demasiado austera para vivir, pero a él le gustaba. Y  tenía opiniones muy firmes sobre las cosas. Volvió a tomar la carpeta de Lautaro y leyó dos nombres impresos en un papel. Sospechaba que J. Cox y A. Trewayne, fueran quienes fueran, habrían desaparecido. Pero la testarudez y el deseo de justicia que eran parte de su personalidad no le permitirían olvidar el asunto sin intentar hacer algo.

Como había vendido su negocio, tenía mucho tiempo libre. Aunque también tenía cosas que hacer, como controlar su patrimonio o visitar a sus padres que vivían tranquilamente en Tunbridge. También tenía interés en el taller–escuela que había montado allí para chicos que no habían podido estudiar y a los que se les enseñaba un oficio. Era un proyecto al que dedicaba una considerable parte de su tiempo. Tenía en mente la posibilidad de que, en un futuro, aquellos chavales montaran su propia empresa, saliendo así de la miseria a la que parecían destinados.

—Pedro, no puedes financiar la educación de todos los chicos de Yorkshire que no tienen medios para estudiar —le había dicho su administrador.

—Es posible, pero al menos podré darle una segunda oportunidad a algunos de ellos —había replicado él.
— ¿Y qué pasa con los que no están interesados en aprender un oficio, los que solo van allí para comer y pasar el rato? —le había preguntado el hombre.

Pedro se había encogido de hombros, unos hombros tan anchos que parecían poder soportar el egoísmo del mundo entero. Pero si su administrador o cualquier otra persona le hubiera dicho que era un idealista, un romántico que solo quería ver lo bueno en los demás, lo hubiera negado con firmeza.

Después de estudiar los papeles de Lautaro con expresión ceñuda, buscó en su agenda el número de teléfono de la discreta agencia de investigación que solía contratar cuando necesitaba datos de ciertas empresas. Como millonario y filántropo, recibía innumerables solicitudes de ayuda y, aunque era el primero en meterse la mano en el bolsillo para echar un cable a cualquiera que lo necesitara, también era suficientemente listo como para asegurarse de que la necesidad era real.

Mientras esperaba que contestasen al teléfono, unos papeles sobre su mesa llamaron su atención. Llevaban su nombre completo, una vez la pesadilla de su vida y la causa de varias peleas infantiles; donde él había crecido solo había una forma de convencer a sus compañeros de que el nombre Pedro no lo convertía en víctima de todo tipo de bromas. Pedro.

—¿Por qué? —le había preguntado una vez a su madre.

—Porque me gustaba —había sonreído ella—. Me pareció que te iba bien. Que te hacía diferente...

—Eso desde luego —había murmurado Pedro.

Pedro Alfonso. Quizá su madre había pensado que aquel nombre lo haría fuerte. Y, desde luego, lo era. Suficientemente fuerte como para asegurarse de que J. Cox y A. Trewayne devolvieran a Lautaro hasta el último céntimo que le habían estafado, aunque tuviera que ponerlos boca abajo personalmente para sacarles el dinero de los bolsillos. J. Cox y A. Trewayne iban a lamentar lo que le habían hecho a Lautaro. Podría perseguirlos legalmente, pero había decidido que se merecían un castigo más duro y rápido que un lento proceso legal. Como los matones que se metían con él en el colegio, aquel tipo de gente se aprovechaba de la vulnerabilidad y el miedo de sus víctimas. Y ese miedo hacía que nadie les hiciera pagar por sus delitos. Pero pronto descubrirían que, engañando a Lautaro, habían cometido el mayor error de sus estafadoras vidas.

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