jueves, 10 de noviembre de 2016

Engañada: Capítulo 1

Dolor, rabia, culpabilidad... Pedro Alfonso sentía todas aquellas emociones mientras escuchaba a Lautaro, su joven e ingenuo hermanastro.

— ¿Por qué no me llamaste si necesitabas dinero? —preguntó.

La luz que entraba por la estrecha, casi monástica, ventana del estudio de Pedro se reflejaba en el cabello de Lautaro, haciéndolo brillar como el oro.

— Porque ya has hecho suficiente por mí — contestó el joven con la voz suave y modulada que tanto le recordaba a Alfredo, el padre de Lautaro y padrastro de Pedro— . No quería pedirte nada más, pero el master en Estados Unidos sería de gran valor para mi carrera —añadió, tímidamente. Después siguió hablando y el entusiasmo por sus estudios hizo que olvidara la vergüenza que sentía cada vez que tenía que pedirle dinero a Pedro.

Mientras lo escuchaba, Pedro lo miraba fijamente. Sus ojos eran de color gris acero, heredados del joven obrero que le había dado la vida cuarenta y dos años atrás y que había muerto en un accidente laboral cuando él era un niño. En realidad, el responsable del accidente había sido un avaricioso empresario al que no importaban las normas de seguridad en el trabajo. Había ocurrido en los tiempos en los que ese tipo de accidente no llamaba la atención de los medios de comunicación, cuando la compensación a la familia por la pérdida de una vida, de un padre, de un marido, se dejaba a la discreción del empresario y no había leyes que lo regulasen.

La madre de Pedro no había recibido nada; menos que nada. Tras la muerte de su marido, había tenido que abandonar la casa, propiedad de la empresa, y marcharse con su hijo a casa de sus padres. Pedro se quedaba con su abuela, mientras su madre aceptaba cualquier trabajo para poder mantenerlo. Había sido trabajando como limpiadora en el colegio de él donde conoció a su segundo marido, un bondadoso profesor de literatura. Ninguno de los dos había esperado que su matrimonio diera como resultado un hijo y Pedro  entendía bien por qué estaban tan entusiasmados con el pequeño Lautaro.

Lautaro era igual que su padre. Amable, bien educado, estudioso, ingenuo y fácil de engañar, no por falta de inteligencia sino porque ni él ni su padrastro entendían la avaricia y el egoísmo de los demás. Esos eran defectos que ellos, sencillamente, no tenían. Había sido gracias al cariño y el cuidado de Alfredo por lo que Pedro había podido abrir su propio negocio. Era, como le gustaba decir a la gente, un hombre hecho a sí mismo. Un millonario que podría costearse cualquier capricho porque su empresa había sido comprada por una gran corporación norteamericana, pero él  prefería vivir sencilla, casi monásticamente. Era un hombre alto y fuerte como un león, con hombros anchos y una constitución de hierro, heredada de su padre. Un hombre cuya presencia y dotes de mando temían los otros nombres y, en cuanto a las mujeres...

La semana anterior,  había tenido que dejarle claro a la esposa de uno de sus colegas que no estaba interesado en lo que ella tan abiertamente le ofrecía. Había crecido con una madre que era todo lo que él admiraba en una mujer: tierna, sacrificada, dulce y leal. Había sido una sorpresa  descubrir que ese tipo de mujer era difícil de encontrar. Su esposa, la chica de la que se había enamorado y con la que se había casado a los veintidós años, se lo había demostrado, abandonándolo un año después de la boda porque prefería un hombre con el que pudiera divertirse, un hombre que tuviera tiempo y dinero para gastarlo con ella. Para entonces,  estaba tan desilusionado con el matrimonio como ella, cansado de volver a casa y no encontrar a nadie y, sobre todo, harto de una mujer que no aportaba nada a la relación pero que, egoístamente, lo pedía todo. A pesar de ello, no había sentido placer alguno cuando, cinco años después, el segundo marido de su esposa fue a suplicarle que le diera trabajo porque estaban en la ruina.

Más por desprecio que por otra cosa, Pedro le había hecho a la pareja un préstamo que no tendrían que devolver nunca. Aún recordaba la mirada de avaricia en los ojos de su ex mujer cuando los había recibido en su nueva casa. Parecía estar tasando la propiedad, recriminándose a sí misma por haber perdido algo que podría haber sido suyo. No era extraño que hubiera tenido la poca vergüenza de insinuarse cuando su marido no podía verla, diciéndole que siempre lo había amado, que su divorcio había sido un error. Aunque  hubiera tenido la desgracia de seguir amándola, no la habría aceptado. Estaba en sus genes, en su herencia y en su tradición valorar la honestidad y la lealtad por encima de todo. Su matrimonio estaba muerto, le había dicho secamente, y también lo estaba cualquier emoción que hubiera sentido por ella alguna vez. Desde el fracaso de su matrimonio, había optado por una vida sin mujeres.

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