martes, 29 de noviembre de 2016

Engañada: Capítulo 30

Instintivamente, movió la mano para acariciarlo, su cuerpo derritiéndose de placer al sentir el escalofrío del hombre como respuesta. Él podía odiarla, despreciarla, pero seguía deseándola. Paula sabía que esos sentimientos eran destructivos y, como para reforzar la furia que sentía contra ella misma por su debilidad, empezó a acariciar la masculinidad del hombre, tocándolo más íntima, más abiertamente de lo que lo había hecho nunca. Si había esperado que él la detuviese, se había equivocado. Pedro parecía disfrutar de que ella hubiera tomado el control, gimiendo roncamente, abriendo los ojos para mirarse en los suyos.

—Me gusta —murmuró.

Respiraba con dificultad, su cuerpo cubierto de una fina capa de sudor que olía de una forma tan erótica... Para Paula, que siempre había sido tan discreta, saber que el instinto le decía que enterrase la cara en el pecho del hombre para llenarse de aquel olor cargado de feromonas era casi tan sorprendente como saber cuánto lo deseaba, cómo su desobediente y lujurioso cuerpo deseaba la culminación de su amor con Pedro. Bajo sus dedos, la erección del hombre era dura. El cuerpo de Rafael había sido el de un hombre joven, aunque firme y fibroso. Pedro tenía una masculinidad más potente, era un hombre maduro en todos los sentidos, reconocía  mientras lo acariciaba. Quizá le debía aquello, se decía. Pedro, a pesar de todas las mentiras, le había dado más placer del que había conocido en toda su vida y aquella era su única deuda con él. En la oscuridad, Pedro gimió suavemente.

—No debería dejar que hicieras eso —murmuró—. Yo debería ser...

—Quiero hacerlo —lo interrumpió ella.

De aquella manera, al menos, tenía un cierto control. Lo que no quería admitir era que sentía un enorme placer al hacerlo, sabiendo que le estaba proporcionando placer a él. Su propio cuerpo reaccionaba como si también ella estuviera siendo acariciada.

—No, Paula, no sigas —suplicó Pedro, apartando su mano y colocándola sobre su cuerpo para besarla apasionadamente en la boca.

Paula le devolvió el beso con la misma pasión. No sabía cuál de los dos temblaba más entonces, Pedro o ella misma. Solo sabía que su cuerpo necesitaba las caricias del hombre y no necesitaba ayuda ni consejo para acomodarse a las urgentes embestidas masculinas. Su cuerpo respondía más que nunca, cerrándose a su alrededor, disfrutando de cada movimiento. Sabía que estaba mal que se sintiera tan completa con un hombre con el que no podía tener futuro. La belleza de lo que estaban creando juntos no era más que una mentira. Los jadeos de él eran otra mentira, como las palabras de amor que murmuraba mientras sus cuerpos temblaban de placer.

— Te quiero, Paula —decía él roncamente, mientras tomaba su cara entre las manos para besarla—. Te quiero.

Paula esperó hasta estar segura de que Pedro estaba dormido y después salió de la cama. Sabía lo que tenía que hacer. En la cocina, Missie y Whittaker dormían y las llaves del coche de Pedro estaban sobre la mesa. Era como si el destino hubiera decidido ayudarla. Lo último que hizo, después de meter su maleta y a sus animales en el coche, fue sacar su chequera. Un cheque de cinco mil libras era demasiado para pagar una deuda que no era suya, pero merecía la pena. Junto con el cheque, dejó una nota:

"He recuperado la memoria. Dejaré tu coche en la estación de York y te enviaré las llaves por correo. Este cheque es por el dinero que crees que le debo a tu hermano. Y espero que lo de anoche haya pagado cualquier deuda que yo pudiera tener contigo".  

Cuando arrancó el coche de Pedro, bendijo en silencio a la casa Mercedes por el silencioso motor. Lo único que le quedaba por hacer era volver a Rye.


Era una pena que Mary Charles hubiera ido a su casa cuando lo había hecho, pero lo peor no sería la sorpresa de sus amigos sino tener que vivir para siempre con la vergüenza y el dolor.   Y después vio la nota. Después de leerla, Pedro se quedó pálido. Tomó el cheque con mano temblorosa y miró su reloj. Eran las seis y media. Si había ido a York, eso significaba que pensaba tomar el tren hasta Rye. Si tuviera un coche rápido, llegaría antes que ella. Pero no tenía un coche rápido. No tenía coche en absoluto. En ese momento, sonó el teléfono y, mientras descolgaba el auricular, su corazón latía acelerado. A las seis y media de la mañana, solo podía ser Paula. Habría cambiado de opinión, se decía, se habría dado cuenta de que estaba cometiendo un error. Pero la voz que escuchó al otro lado del hilo no era la de Paula. Era la de su madre.

—Pepe, Alfredo está en el hospital —decía, llorando—. Ha sufrido un ataque al corazón y yo... tengo tanto miedo.

—No te preocupes, mamá. Iré enseguida —aseguró él.

Tendría que llamar a la compañía de taxis de York para que fueran a buscarlo. ¿Dónde demonios estaba el segundo par de llaves del coche?, se preguntaba. ¡En el cajón de su escritorio! Lo último que hizo antes de salir de su casa fue romper el cheque de Paula en pedazos.  Se despertó al amanecer, alargando el brazo automáticamente para tocarla. Cuando se dió cuenta de que estaba solo y no escuchaba ruido en el baño, saltó de la cama y bajó a la cocina. Lo primero que notó fue que las cestitas de Missie y Whittaker habían desaparecido.

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