martes, 29 de noviembre de 2016

Engañada: Capítulo 32

No podía volver a casa, pensaba Paula mientras bajaba del tren, sujetando en una mano la maleta y en la otras las cestas de viaje de Missie y Whittaker. Se sentía vacía, sin emoción alguna. El largo viaje en tren, con sus innumerables paradas, le había dado tiempo para pensar y recordar... demasiadas cosas. Si volvía a su casa, tendría que responder a las preguntas de sus amigas y no podría soportarlo... Y Pedro podría intentar ponerse en contacto con ella, aunque solo fuera para cobrarle la gasolina, pensaba con irónica amargura. Había una fila de taxis esperando en la estación y entró en uno de ellos.

— ¿Dónde va, señorita? —preguntó el taxista.  ¿Dónde? Buena pregunta. Sin pensar,  le dió la dirección de Flor.

Flor estaba en la bañera, con los ojos cerrados, dándole vueltas a la cabeza. El cuarto de baño siempre había sido para ella un lugar en el que relajarse, un sitio para reunir energías. Cuando era una adolescente, intentando controlar todas las emociones y los cambios físicos de esa difícil edad, había elegido el cuarto de baño porque era el único lugar en el que podía encerrarse y quedarse a solas con sus pensamientos sin sentirse culpable por dejar solo a su padre. Los dos estaban muy unidos desde la muerte de su madre, pero con la adolescencia había llegado la sensación instintiva de que se adentraba en un territorio nuevo, en el que no había sitio para él. Hasta la adolescencia, no había necesitado más que su compañía, pero de repente Flor había empezado a necesitar amigas de su edad, chicas con las que compartir el misterio y la emoción de todas las cosas nuevas que le estaban pasando. Y, sin embargo, al mismo tiempo, sabía que su padre se sentía solo. Se había debatido durante mucho, tiempo entre su deseo de no herirlo y el de volar con sus propias alas. Y por eso había pasado tanto tiempo en el cuarto de baño, preguntándose qué debía hacer; ir a la universidad como quería o quedarse en Rye. Al final, había sido su propio padre quien había resuelto el dilema, más sabio y más comprensivo de lo que ella había creído, diciéndole lo desilusionado que se sentiría si no terminaba sus estudios. Flor estaba perdida en aquellos pensamientos cuando sonó el timbre y, al principio, se sintió tentada de ignorarlo. Después, pensando que podría ser algo importante, salió de la bañera, se puso el albornoz y fue a abrir la puerta.

— ¿Flor?

Al oír la voz de Paula, Flor abrió a toda prisa.

— ¡Pau! ¡Gracias a Dios! —exclamó, abrazándola.

Paula dejó que su amiga la tomara del brazo y la sentara en una silla de la cocina.

— Siéntate —ordenó Flor, colocando la cesta de Whittaker sobre la encimera y poniendo un plato con agua para Missie. Algo terrible le había ocurrido a Paula, de eso estaba segura—. Nos has tenido un poco preocupadas —dijo, mientras empezaba a preparar café.

El instinto le decía que esperase hasta que su amiga le contara dónde había estado, pero Paula parecía no reaccionar. Debía haber sufrido un golpe muy duro, pensaba Flor, que reconocía los signos de un choque emocional. Había cosas que no podían olvidarse, algunas experiencias se quedaban grabadas para siempre. Cuando puso la taza de café frente a Paula, esta simplemente se quedó mirando al vacío.

—Pau—murmuró, tocando su brazo—. ¿Qué te ha pasado? ¿Quieres contármelo?

Paula miró a Flor, angustiada.

—Yo... —empezó a decir.

Pero no pudo terminar la frase, porque su cuerpo se convulsionó entre sollozos. Flor la abrazó para consolarla.

—Es por Julián y el dinero —dijo, imaginando que esa era la preocupación de Paula—. ¿Verdad?

—No —murmuró ella.

—Entonces, ¿Qué te pasa? Cuéntamelo.

Paula se limpió las lágrimas con la mano. No estaba segura de por qué había ido a casa de Flor. Lo único que sabía era que no quería ir a su casa.

—Flor, he sido una idiota —murmuró—. No sé qué me ha pasado, no lo entiendo —añadió, temblando de rabia.

Pacientemente, Flor esperó, escuchando incoherencias durante algunos minutos.

—Pau, ¿Por qué no empiezas por el principio?

—Todo es tan... Flor, no sé qué voy a hacer, no sé cómo voy a olvidar...

Cómo iba a olvidar a Pedro, había estado a punto de decir, pero no lo había hecho. ¿Cuántas veces tenía que recordarse a sí misma que el Pedro que ella había creído amar sencillamente no existía? En realidad, no había ningún Pedro, no había ningún amante al que olvidar.

—Cálmate —repitió Flor suavemente.

Lenta, entrecortadamente al principio, Paula empezó a explicar lo que había ocurrido.

— ¿Que hizo qué? —Repitió Flor, incrédula, cuando  le contó cómo Pedro no la había sacado de su error cuando ella había creído que eran amantes—. ¿El hombre que unas horas antes te había amenazado te dejó creer que eran amantes?

La ira en la voz de su amiga hizo que Paula se mordiera los labios.

— Lo he pensado una y otra vez —dijo Paula—. Fui yo quien asumió que lo éramos. Es culpa mía...

— ¡Pero si tenías amnesia! —Le recordó Flor—. Él sabía perfectamente que no había relación entre ustedes. ¿Cómo ha sido capaz? Menudo canalla...

— Creí que me amaba, pero en realidad me odiaba, me despreciaba... —murmuró Paula, poniéndose, una mano en la boca para silenciar los sollozos que la hacían temblar de pies a cabeza—. No me pude imaginar... creí que...

Flor la observaba en silencio. No quería alterarla más preguntándole hasta dónde había llegado el engaño. La sorprendía saber que alguien había podido engañar a Paula de una forma tan cruel.

— ¿Qué motivo podía tener ese hombre para hacer algo tan cruel?

—Quería que le devolviera el dinero de su hermano —contestó Paula.

Estaba empezando a recuperar el control. Aunque contárselo a Flor había sido doloroso, había tenido en ella un efecto catártico y se sentía un poco más fuerte.  

— ¿Lo hizo por dinero? —preguntó Flor, incrédula.

—No solo por dinero. Yo creo que quería castigarme, vengarse...

— ¿Pero cómo ha podido...? —empezó a decir Flor, pero Paula la miró, sonriendo con amargura.
—Nosotros intentábamos hacer una cosa parecida con Julián, ¿Recuerdas?

—Pero no es lo mismo —protestó Flor—. Nadie puede compararte a tí con Julián Cox. Tú no tienes nada que ver con los manejos de ese hombre...

—Eso lo sabemos tú y yo, pero Pedro... Pedro pensó que yo era igual que él.

—Pero engañarte de esa forma...

— ¿Pretender que estaba enamorado de mí? ¿Llevarme a la cama? —rió Paula, sin pizca de alegría—. La verdad es que él insistió en que durmiéramos en camas separadas. Fui yo quien...

—Oh, Pau. Me siento tan mal por tí... Pero al menos estás bien. Eso es lo único importante. Sé que ahora te parece terrible, pero ya verás como el tiempo lo cura... te olvidarás de todo esto —intentó animarla—. ¿Qué excusa te dió cuando le dijiste que habías recuperado la memoria? ¿Intentó disculparse...?

—No le dije nada —la interrumpió Paula—. Solo... me marché dejándole una nota. No podía soportar volver a verlo. Verás, yo... —siguió diciendo, pero tuvo que secarse una lágrima—. Yo creí que lo amaba. Él era tan... era todo lo que yo había esperado. Era como si me completara de una forma que yo nunca había soñado. Incluso ahora no puedo creer que haya pasado. Es como un sueño...

— Una pesadilla, más bien —murmuró Flor, abrazándola.

Paula sonrió entre lágrimas. Era una locura, una locura humillante y peligrosa, pero sabía que siempre lo echaría de menos, que la parte de ella que Pedro había hecho vibrar siempre lo anhelaría. Por mucha rabia, por mucho dolor que sintiera, nunca podría borrar por completo el recuerdo de la dulzura que habían compartido, aunque hubiera sido una mentira. Pero ese era su secreto, la cruz que tendría que soportar durante el resto de su vida.

Engañada: Capítulo 31

—¿Seguimos sin noticias de Pau? —preguntó Flor, que había vuelto a Rye la noche anterior, en respuesta a la angustiada llamada de Sofía.

—Sí —contestó Valentina.

—Flor, ¿Tú crees que el hombre que Mary vió en su casa puede tener algo que ver con Julián Cox?

— ¿Con Julián? ¿Por qué? —preguntó Valen, sorprendida.

Flor lanzó sobre Sofía una mirada de reprobación. Habían acordado no decirle nada a Valen sobre su plan para desenmascarar a Julián. La pobre Valen había sufrido suficiente después de que aquel hombre le rompiera el corazón.

—Julián le había pedido dinero a Pau—dijo Flor por fin. Al fin y al cabo, era verdad. Valen pareció sorprendida.

—Pero eso no quiere decir... —Valen no terminó la frase—. ¿No pensarán que Julián le ha hecho daño a Pau?

—Pues no se lo pensó dos veces cuando te hizo daño a tí —le recordó Flor.

Valentina apenas había pensado en Julián desde que había vuelto de Praga y había olvidado el daño que aquel hombre le había hecho. Lo único que la preocupaba eran las copas de cristal que había comprado en la República Checa y que seguía sin recibir un mes después, a pesar de haber invertido en el pedido más del triple de lo que había pensado invertir. Y sin decirle nada a Sofía. Ignacio, su guía, había insistido en que comprara en la fábrica de su primo, pero ella había pensado que pretendía engañarla y había elegido otra fábrica. No solo para demostrarle que  tomaba sus propias decisiones, sino porque estaba harta de que los hombres intentaran aprovecharse de ella, como había hecho Julián Cox. Solo esperaba no haberse equivocado.

—¡Valen!

Valen se dió cuenta de que Sofía le había estado diciendo algo que no había escuchado y pensó, sintiéndose culpable, que debería estar preocupándose por Paula y no por sus problemas.

—Ya sé que Julián se portó muy mal conmigo, pero si Pau ha desaparecido... No, yo no creo que tenga nada que ver una cosa con otra.

Flor escuchaba en silencio. Valentina podía creer que Julián no tenía nada que ver con el asunto, pero la joven no lo conocía tan bien como ella. A Julián no le importaban nada los sentimientos de los demás. Su avaricia era tan grande que le daba igual a quién hiciera daño. Florencia había estado haciendo averiguaciones sobre su paradero y había encontrado una pista que la llevaba hasta Hong–Kong, lo cual tenía sentido porque él había hablado de Hong–Kong muchas veces, pero una vez allí la pista se perdía. ¿Se habría marchado Paula con el hombre misterioso del que había hablado Mary Charles?

—Podría ser —contestó Valen, cuando Flor hizo la pregunta en voz alta—. Pero, ¿Por qué no nos ha dicho que tenía un amante? A mí no me pega nada.

—Si no es su amante, ¿Quién puede ser? —preguntó Sofía, muy práctica.

—El marido de alguna amiga, por ejemplo — sugirió Sofía—. O un amigo de Cornwall.

—Mary insiste en que cuando Paula se lo presentó como su «amigo», lo que quería decir era exactamente eso, «su amigo».

—Quizá estamos exagerando. Quizá solo se ha marchado de viaje sin decirnos nada —dijo Valen, pero sabía que no convencería a nadie, ni siquiera a sí misma.

—El coche sigue en su casa —dijo Sofía.

—Pero dices que Missie y Whittaker tampoco están, ¿No es así? —preguntó Flor.

—Yo no los he visto por ningún lado.

— ¿No crees que puede haber ido a Cornwall a visitar a su familia?

—No. Llamé a su casa ayer y su madre no me dijo nada. No quise preguntarle por Pau para no preocuparla —dijo Valen.

 — ¿Qué vamos a hacer? —preguntó Sofía.

— Si mañana seguimos sin saber nada, tendremos que llamar a la policía — contestó Flor después de unos segundos.

— ¿Tú crees que es tan serio? —preguntó Valen.

—No lo sé —murmuró Flor, sin mirarla.

Diez minutos después, mientras volvía a su casa, se alegraba de que ni Valen ni Sofía pudieran leer sus pensamientos. Sabía que Sofía sentía curiosidad por conocer las razones de su odio contra Julián Cox y sabía también que sospechaba que había algo que no les había contado. Y tenía razón. Pero no era a Sofía, sino a Paula a quien hubiera querido contar los demonios secretos que la torturaban. Paula era una mujer muy discreta y Flor sabía que podía confiar en ella. Sabía que la gente la consideraba una mujer fuerte y fría, pero nadie sabía qué la había hecho ser así. Confiar en alguien, incluso en Paula, sería arriesgarse a hacerle daño a una persona que ella había querido mucho y no podía hacer eso, de modo que el peso que había llevado sobre su corazón durante tanto tiempo tendría que seguir allí, sin ser compartido con nadie. Y si la gente la veía como una mujer sin sentimientos, mejor que mejor. Pero en aquel momento, tenía otro peso sobre el corazón. Si algo le ocurriera a Paula, sería su responsabilidad. ¿Su desaparición tendría algo que ver con Julián Cox, como había sugerido Sofía? ¿Las cincuenta mil libras que le había estafado no habrían sido suficientes? ¿Habría vuelto por más o quizá habría enviado a su cómplice, el hombre que Mary Charles había visto en su casa?, se preguntaba, angustiada. Aunque no deseaba, por muchas razones, involucrar a la policía, sabía que no le quedaba alternativa. Seguramente la desaparición de Paula no tenía nada que ver con Julián Cox, pero tendrían que comprobarlo. Y, en cualquier caso, la desaparición de su amiga era muy extraña. ¿Cuántas veces había leído artículos en los periódicos sobre mujeres que desaparecían en extrañas circunstancias? En algunos casos, encontraban el cuerpo unos días después... En otros, nunca. Apretó las manos sobre el volante.

—Por favor, Dios mío, que no le haya pasado nada —murmuró.

Engañada: Capítulo 30

Instintivamente, movió la mano para acariciarlo, su cuerpo derritiéndose de placer al sentir el escalofrío del hombre como respuesta. Él podía odiarla, despreciarla, pero seguía deseándola. Paula sabía que esos sentimientos eran destructivos y, como para reforzar la furia que sentía contra ella misma por su debilidad, empezó a acariciar la masculinidad del hombre, tocándolo más íntima, más abiertamente de lo que lo había hecho nunca. Si había esperado que él la detuviese, se había equivocado. Pedro parecía disfrutar de que ella hubiera tomado el control, gimiendo roncamente, abriendo los ojos para mirarse en los suyos.

—Me gusta —murmuró.

Respiraba con dificultad, su cuerpo cubierto de una fina capa de sudor que olía de una forma tan erótica... Para Paula, que siempre había sido tan discreta, saber que el instinto le decía que enterrase la cara en el pecho del hombre para llenarse de aquel olor cargado de feromonas era casi tan sorprendente como saber cuánto lo deseaba, cómo su desobediente y lujurioso cuerpo deseaba la culminación de su amor con Pedro. Bajo sus dedos, la erección del hombre era dura. El cuerpo de Rafael había sido el de un hombre joven, aunque firme y fibroso. Pedro tenía una masculinidad más potente, era un hombre maduro en todos los sentidos, reconocía  mientras lo acariciaba. Quizá le debía aquello, se decía. Pedro, a pesar de todas las mentiras, le había dado más placer del que había conocido en toda su vida y aquella era su única deuda con él. En la oscuridad, Pedro gimió suavemente.

—No debería dejar que hicieras eso —murmuró—. Yo debería ser...

—Quiero hacerlo —lo interrumpió ella.

De aquella manera, al menos, tenía un cierto control. Lo que no quería admitir era que sentía un enorme placer al hacerlo, sabiendo que le estaba proporcionando placer a él. Su propio cuerpo reaccionaba como si también ella estuviera siendo acariciada.

—No, Paula, no sigas —suplicó Pedro, apartando su mano y colocándola sobre su cuerpo para besarla apasionadamente en la boca.

Paula le devolvió el beso con la misma pasión. No sabía cuál de los dos temblaba más entonces, Pedro o ella misma. Solo sabía que su cuerpo necesitaba las caricias del hombre y no necesitaba ayuda ni consejo para acomodarse a las urgentes embestidas masculinas. Su cuerpo respondía más que nunca, cerrándose a su alrededor, disfrutando de cada movimiento. Sabía que estaba mal que se sintiera tan completa con un hombre con el que no podía tener futuro. La belleza de lo que estaban creando juntos no era más que una mentira. Los jadeos de él eran otra mentira, como las palabras de amor que murmuraba mientras sus cuerpos temblaban de placer.

— Te quiero, Paula —decía él roncamente, mientras tomaba su cara entre las manos para besarla—. Te quiero.

Paula esperó hasta estar segura de que Pedro estaba dormido y después salió de la cama. Sabía lo que tenía que hacer. En la cocina, Missie y Whittaker dormían y las llaves del coche de Pedro estaban sobre la mesa. Era como si el destino hubiera decidido ayudarla. Lo último que hizo, después de meter su maleta y a sus animales en el coche, fue sacar su chequera. Un cheque de cinco mil libras era demasiado para pagar una deuda que no era suya, pero merecía la pena. Junto con el cheque, dejó una nota:

"He recuperado la memoria. Dejaré tu coche en la estación de York y te enviaré las llaves por correo. Este cheque es por el dinero que crees que le debo a tu hermano. Y espero que lo de anoche haya pagado cualquier deuda que yo pudiera tener contigo".  

Cuando arrancó el coche de Pedro, bendijo en silencio a la casa Mercedes por el silencioso motor. Lo único que le quedaba por hacer era volver a Rye.


Era una pena que Mary Charles hubiera ido a su casa cuando lo había hecho, pero lo peor no sería la sorpresa de sus amigos sino tener que vivir para siempre con la vergüenza y el dolor.   Y después vio la nota. Después de leerla, Pedro se quedó pálido. Tomó el cheque con mano temblorosa y miró su reloj. Eran las seis y media. Si había ido a York, eso significaba que pensaba tomar el tren hasta Rye. Si tuviera un coche rápido, llegaría antes que ella. Pero no tenía un coche rápido. No tenía coche en absoluto. En ese momento, sonó el teléfono y, mientras descolgaba el auricular, su corazón latía acelerado. A las seis y media de la mañana, solo podía ser Paula. Habría cambiado de opinión, se decía, se habría dado cuenta de que estaba cometiendo un error. Pero la voz que escuchó al otro lado del hilo no era la de Paula. Era la de su madre.

—Pepe, Alfredo está en el hospital —decía, llorando—. Ha sufrido un ataque al corazón y yo... tengo tanto miedo.

—No te preocupes, mamá. Iré enseguida —aseguró él.

Tendría que llamar a la compañía de taxis de York para que fueran a buscarlo. ¿Dónde demonios estaba el segundo par de llaves del coche?, se preguntaba. ¡En el cajón de su escritorio! Lo último que hizo antes de salir de su casa fue romper el cheque de Paula en pedazos.  Se despertó al amanecer, alargando el brazo automáticamente para tocarla. Cuando se dió cuenta de que estaba solo y no escuchaba ruido en el baño, saltó de la cama y bajó a la cocina. Lo primero que notó fue que las cestitas de Missie y Whittaker habían desaparecido.

Engañada: Capítulo 29

Paula tuvo que ahogar un sollozo y cerró los ojos, solo para abrirlos de nuevo cuando Pedro empezó a quitarle la ropa.

—Paula, por favor —protestó él, cuando ella se apartó.

— Puedo desvestirme sola. Cuando te hayas ido...

Pedro no pensaba discutir. Paula se portaba de una forma muy extraña, pero cuanto más tiempo permaneciera con aquella ropa mojada, más posibilidades tendría de ponerse enferma. Encogiéndose de hombros, salió del cuarto de baño y cerró la puerta.

Paula se dió cuenta de que no tenía pestillo. No tenía miedo de que él volviera a entrar o que intentara forzarla, desde luego. Después de todo, había tenido la oportunidad de hacer el amor con ella durante tres días y no la había aprovechado... Sonrió con tristeza. ¿No había final para su humillación?, pensaba. Primero, la animaba a traicionarse a sí misma de la forma más íntima posible y después la rechazaba. Amargamente, empezó a quitarse la ropa y después se metió en el agua caliente. La bañera era enorme, suficiente como para dos personas, aunque una de ellas fuera tan grande como Pedro. ¡Pedro! Cerró los ojos y dejó que las lágrimas rodaran por sus mejillas. ¿Por qué estaba llorando?, se preguntaba. Lo odiaba... lo odiaba...

— ¿Paula?

Pedro llamó a la puerta del cuarto de baño, pero no hubo respuesta. Asustado, la abrió y se quedó parado al verla  sentada en el suelo, envuelta en una toalla, profundamente dormida. Con el pelo húmedo y los ojos cerrados parecía una niña, tan vulnerable... tan deseable, tan tierna. Con un nudo en la garganta, se inclinó y la tomó en sus brazos.

—Pedro... —murmuró ella, despertándose.

— Duérmete —susurró él, dejándola sobre su cama.

Mientras la arropaba con el edredón, Pedro tuvo que enfrentarse con la verdad. La amaba y no podía dejarla marchar. Era extraño, pero después de haberse negado a sí mismo mil veces lo que sentía por ella había perdido la batalla y se sentía completamente aliviado, como si se hubiera quitado un peso de encima. Sentía una alegría tremenda al admitir que la amaba. Cuando se aseguró de que estaba dormida de nuevo, bajó a la cocina. Missie y Whittaker tenían que comer y él tenía trabajo que hacer mientras esperaba que despertase.

Durante el resto del día, Paula estuvo dormida. Pedro subió varias veces para comprobar si tenía fiebre, pero no quiso despertarla. Cenó solo en la cocina, mirando por la ventana. La niebla se había levantado y la casa estaba silenciosa, pero no vacía. Ya no. A medianoche, volvió a subir a la habitación y ella se despertó cuando Pedro se tumbó a su lado.

–Pedro.

— Buenas noches —susurró él, apretándola contra su cuerpo... un cuerpo masculino totalmente desnudo, se dió cuenta Paula. Habría querido decirle que no la tocase, que no le mintiera más, pero Pedro había empezado a besarla con una falsa ternura que hizo que sus ojos se llenaran de lágrimas—. No llores —lo oyó susurrar—. Estás a salvo conmigo, Paula. Todo está bien.

Pero nada estaba estaba bien y ella lo sabía. Aunque su cuerpo la traicionó cuando los besos de Pedro se volvieron más y más apasionados. Lo deseaba tanto... lo amaba tanto... Su corazón dió un vuelco dentro de su pecho.

—Estás temblando —murmuró Pedro con voz ronca—. ¿Tienes frío? ¿Te encuentras bien?

Paula sabía que temblaba, pero no de frío, ni de fiebre, sino por algo mucho más íntimo y cercano. De hecho, la causa de su temblor estaba tumbada a su lado, abrazándola, acariciándola como si quisiera calentarla con su cuerpo. ¿Qué tenían los hombres que les permitía comportarse de una forma tan diferente de las mujeres? El no la amaba, ni siquiera se sentía atraído hacia ella y, sin embargo, allí estaba, abrazándola, tocándola, haciéndole el amor como si... como si... Solo su orgullo la impedía decirle que había recuperado la memoria; que lo sabía todo. Su orgullo y la realización de que, si se lo decía en aquel momento, no podría evitar ponerse a llorar, no podría evitar decirle que le había roto el corazón y no quería hacerlo. Creyera Pedro lo que creyera que ella había hecho, su castigo había ido más allá de lo que cualquier ser humano se merecía.

—Pau...

Quizá si cerraba los ojos y se hacía la dormida, él dejaría de tocarla. Sabía que no podía confiar en su propia voz para decirle que no lo deseaba. Tras los párpados cerrados,  sentía que le quemaban las lágrimas. No podía mentirse a sí misma. Amaba a Pedro. Deseaba su ternura, deseaba que la tocase, deseaba su amor. ¿Cómo podía ser cuando sabía que él la había engañado, que se estaba riendo de ella?  No lo sabía; lo único que sabía era que lo que sentía por aquel hombre era tan fuerte que desafiaba toda lógica. Su cuerpo, tan sensible al roce masculino, estaba respondiendo a sus caricias y simplemente no tenía fuerza de voluntad para decirle que parase. Además, ¿Para qué?, se preguntaba a sí misma, resignada, mientras él la besaba en la boca. ¿Por qué no añadir aquel último recuerdo a los que ya tenía? ¿Por qué no castigarse a sí misma por su estupidez, por su vulnerabilidad, dejándose llevar por aquel deseo que era como un veneno? Con un suspiro, se volvió hacia Pedro. Sobre su pecho sentía el suave vello del torso masculino y su corazón empezó a latir con fuerza; era como ahogarse, como abandonarse a los sentimientos que quería combatir pero que crecían con cada aliento.

—Te he echado tanto de menos —escuchó la voz ronca de Pedro—. Estas últimas noches  sin tenerte a mi lado...

Paula sintió un involuntario estremecimiento cuando él acarició uno de sus pezones con el dedo... Pedro se inclinó para besarlo suavemente y después con menos suavidad hasta que ella se apretaba contra el cuerpo masculino, incapaz de detener el fuego que crecía dentro de ella como un incendio. Su cuerpo estaba fuera de control; su deseo, su amor, una fuerza que desafiaba cualquier lógica.

sábado, 26 de noviembre de 2016

Engañada: Capítulo 28

Pedro había tardado mucho más de lo que lo pensaba. Se había encontrado con una vieja amiga de su madre, una viuda que discutía con el mecánico por un problema en su viejo coche. El mecánico intentaba explicarle a la mujer que su coche no tenía arreglo, pero ella insistía, con lágrimas en los ojos, en que tenía que arreglarlo porque le tenía mucho cariño al viejo cacharro y no podía comprarse uno nuevo. Pedro había intentado tranquilizarla, invitándola a tomar un café y después la había llevado a su casa. Más tarde, había vuelto al taller y le había dado al mecánico algunas instrucciones.

—Ese Alfonso es un tipo muy raro —había comentado el hombre con sus compañeros cuando Pedro había desaparecido—. Me ha dicho que cambie el Mini de la señora por uno que tenemos en venta, pero quiere que lo pintemos del mismo color que ese viejo cacharro. Ya le he dicho que eso cuesta un dineral, pero dice que le da lo mismo, que él corre con todos los gastos. En fin, cada uno con sus cosas...

Pedro tenía una disculpa preparada para Paula, pero ella no estaba esperándolo en la cocina, como había imaginado. La puerta de su estudio estaba abierta y el informe que había estado leyendo la noche anterior seguía sobre su mesa. Pedro lo había leído de nuevo para recordarse a sí mismo qué clase de persona era Paula Chaves, pero no le había servido de nada. Se había ido a la cama echándola de menos, deseando volver a sentir el suave cuerpo femenino entre sus brazos. ¿Cómo era posible desarrollar esos sentimientos en un período tan corto de tiempo, cómo era posible echarla tanto de menos, despertarse continuamente en medio de la noche, como si le faltara algo? La había conocido menos de diez antes. Poco más de una semana, se recordaba a sí mismo. No era nada y, sin embargo, había cambiado su vida. Abruptamente, tomó el informe y lo rompió en pedazos, intentando liberar la rabia que sentía en su interior.

 La casa estaba en silencio... vacía, como le había gustado siempre...hasta aquel momento. Pedro empezó a llamar a Paula, pero no hubo respuesta y empezó a subir las escaleras de dos en dos. Cuando abrió la puerta de su dormitorio, vió la maleta hecha... pero ella no estaba.  La buscó por toda la casa, pero no había ni rastro de ella. ¿Dónde podía estar? Whittaker estaba tumbado en la cestita de Missie y  frunció el ceño. ¿Dónde estaba la perrita? Paula no habría salido a pasear con esa lluvia, se decía, mirando por la ventana. Pero un presentimiento lo hizo salir al patio llamándola, mientras se ponía un chubasquero. Paula se habría dado cuenta de lo peligroso que era pasear con aquella niebla, se decía. Incluso él, que conocía las colinas como la palma de su mano, se lo habría pensado dos veces. Perderse era lo más fácil del mundo... Encontró a Missie primero. La perrita corrió hacia él, ladrando emocionada. Estaba mojada y su pelo blanco manchado de barro. La abrazó con fuerza.

— ¿Dónde está Paula, Missie? —preguntó al animal, tontamente.  Cuando dejó a la perrita en el suelo, esta empezó a mover la cola—. Vamos, llévame donde está. Búscala, Missie, búscala —insistió, con un nudo en la garganta. La perrita empezó a correr tentativamente y después volvió sobre sus pasos.

Pedro sentía un peso en el corazón. Paula podría estar en cualquier parte y él no podía ver a un metro de distancia.

— ¡Paula, Paula! —empezó a llamarla a voces. Y entonces lo escuchó. Era el sonido de una risa, un sonido tan extraño que al principio creyó que lo había imaginado—. ¡Paula! —volvió a gritar, siguiendo la dirección de aquel sonido.

Pedro lanzó una maldición. A su lado, Missie empezó a ladrar. Empezó a buscar con la mirada y, de repente, vió una figura entre la niebla.  Paula. Sentada en el suelo, tan tranquila como si estuviera sentada en un cómodo salón.

— ¡Paula!

—Hola, Pedro.

— ¡Pau! ¿Qué haces aquí? ¿Qué ha pasado?

En su angustia, Pedro no se daba cuenta de que Paula estaba temblando. Ella lo había oído llamarla y sabía que, tarde o temprano, la encontraría y cuando lo hiciera... Pero le dolía tanto la cabeza, que no podía pensar. Era mucho más sencillo no decir nada y dejar que él la ayudara a levantarse, mientras le preguntaba por qué demonios había salido a dar un paseo con aquella niebla.

—No me dí cuenta —empezó a decir Paula—. Estaba siguiendo a Missie...

Paula empezó a temblar violentamente. Su cuerpo era como el hielo, pero tenía la cara ardiendo... como si tuviera fiebre.

— ¿Seguro que estás bien? —preguntó él cuando entraban en la casa—. Quizá debería llamar al médico...

 —No —lo interrumpió ella—. Estoy bien. Además, tenemos que marcharnos.

— ¿Marcharnos ahora? Primero tienes que darte un baño caliente y comer algo — dijo él, con firmeza.

—Ya he hecho la maleta —protestó ella.

—Pues la desharé. Estás empapada, Paula, así no podemos ir a ninguna parte.

 La preocupación de Pedro crecía con cada segundo. Ella parecía tan fría, tan distante, tan diferente a la mujer cálida y dulce que él conocía. No debería haberla dejado sola. Podría haberle ocurrido cualquier cosa en aquellas colinas. Paula empezó a temblar convulsivamente y Pedro maldijo en voz baja, tomándola en sus brazos.

— ¿Qué estás haciendo? —preguntó ella.

Pero él no contestó. Con los dientes apretados, subió la escalera con ella en brazos y la llevó al cuarto de baño de su habitación—. Pedro... —empezó a decir Paula mientras él abría el grifo de la bañera. Pero dejó de hablar cuando otro violento temblor la dejó helada de pies a cabeza. Pedro se había subido las mangas de la camisa para llenar la bañera de agua y, sin darse cuenta, se fijó en sus fuertes manos. Era tan masculino y ella se sentía tan segura en sus brazos...

Engañada: Capítulo 27

Se estaba cansando de tener que recordarse a sí mismo por qué estaba con ella. Después de todo, ¿Qué le importaban a él cinco mil libras? Podía perder cien veces ese dinero. Era su orgullo lo que lo había llevado a Rye. Si no hubiera estado tan decidido a hacer que Paula Chaves pagara por lo que le había hecho a Lautaro, no estaría en aquella situación. Si tuviera un poco de sentido común, se metería en el coche y la llevaría a Rye inmediatamente. Después de todo, Paula tenía amigos y una ahijada que podían cuidar de ella hasta que recuperase la memoria. No era su responsabilidad. Él no le debía nada. Ella era quien le debía cinco mil libras a su hermano. Pero, a pesar de la lógica,  sabía que tenía una obligación para con ella. Nunca debería haberla dejado creer que eran amantes y, si no hubiera estado tan furioso, tan decidido a hacer que ella admitiera que era una estafadora, nunca lo habría hecho. Su propia mentira iba a costarle mucho más que unas simples cinco mil libras. Iba a costarle toda una vida de dolor y de culpabilidad.

— ¿Pepe? —lo llamó ella.

Pedro se puso tenso al escuchar la voz de Paula tras él. Ella respiró profundamente, esperando que él se diera la vuelta. Sabía lo que tenía que decir, lo que su orgullo le exigía que dijera, pero no iba a ser fácil —. Creo que es hora de que vuelva a mi casa — anunció.

Pedro estuvo a punto de decir que no. Su instinto le decía que no la permitiera marchar... que no la permitiera abandonarlo.

—Muy bien —se escuchó decir a sí mismo secamente—. Si eso es lo que quieres.

— Sí —mintió ella.

A través de la ventana de la cocina, podía ver el patio. Estaba lloviendo y el paisaje era de color gris plomo, como los ojos de Pedro—.Voy a hacer mi equipaje —murmuró, dándose la vuelta.

—Bajaré al pueblo a poner gasolina y volveré enseguida —dijo él.

Cualquier cosa para poner distancia entre ellos. Si se quedaba, sabía que no podría evitar rogarle a Paula que se quedara.

Se trataban como si fueran extraños, pensaba Paulaangustiada mientras él tomaba sus llaves y se dirigía a la puerta. Pero, en realidad, No era eso lo que eran? Un extraño y su amante. Aunque no había sido su amante durante las tres últimas noches. Pedro había dormido en otra habitación. Su maleta estaba hecha, pero él no había vuelto del pueblo. Whittaker, aburrido, saltó de sus brazos y entró en el estudio, para explorar un poco.

— ¡Whittaker! —lo llamó ella, irritada.

Pedro había estado trabajando la noche anterior en su estudio. Estaba muy serio, poco comunicativo y Paula, al final, había decidido retirarse a su habitación. Whittaker saltó sobre el escritorio, negándose a obedecer a su dueña.

—Eres un gato malo —lo regañó ella, tomándolo en brazos.

Sin pensar, miró los papeles, más para comprobar que Whittaker no los había manchado que por curiosidad. Y se quedó helada al ver el nombre impreso en uno de ellos. Julián Cox. Ese nombre...

Paula empezó a temblar. Había perdido el dinero de Flor por culpa de ese hombre. Ese Julián Cox la había asustado con constantes llamadas telefónicaspidiéndole una suma de dinero... Había algo muy peligroso en él, como si estuviera siempre a punto de perder el control. Había querido decirle a Flor lo que pensaba, pero sabía lo importante que era para ella conseguir pruebas para denunciarlo y se había guardado sus temores para sí misma, con desastrosos resultados. Los maullidos de Whittaker la devolvieron al presente. Y entonces se dió cuenta de algo. Acababa de recordar una cosa que había ocurrido poco tiempo atrás. Estaba recuperando la memoria, se dió cuenta, temblando. Julián Cox... ¿Qué tenía que ver Julián Cox con Pedro?, se preguntaba. Era como abrir la puerta de un oscuro sótano; y lo que había dentro era algo aterrador. Se obligó a sí misma a volver a mirar los papeles y, cuando terminó de leerlos, estaba pálida como una muerta. Era un informe sobre Julián Cox y sus socios en una empresa de inversiones. Temblando, entró en la cocina con Whittaker en sus brazos. Missie dormitaba al lado del horno en su cestita y, cuando vió a su dueña, se levantó de un salto, creyendo que era la hora del paseo. Paula la miró y, sin pensar, abrió la puerta del patio. Seguía lloviendo, pero no le importaba en absoluto. Se estaba mojando, pero lo único que importaba era el caos que había en su mente. Pedro y ella no eran amantes. Él había ido a verla para reclamarle una cantidad de dinero que Julián le había estafado a su hermano. Empezaba a recordarlo todo...

Su pelo, su ropa, estaban empapados, pero Paula no se daba cuenta. El paisaje estaba cubierto por la niebla, pero ella seguía caminando, poniendo un pie detrás de otro, como un autómata. Pedro no la amaba, pero se había acostado con ella, la había dejado creer...  Tuvo que ahogar un sollozo que amenazaba con ahogarla. ¿Por qué?, se preguntaba. ¿Por qué lo había hecho? Para castigarla, para hacerle daño. Se sentía enferma. Cuando subía por un camino rodeado de árboles, Missie empezó a ladrar y un conejo salió de su escondrijo, sobresaltándola. Paula llamó a su perrita cuando empezó a correr tras el conejo, pero Missie la ignoró, su pequeño cuerpo blanco perdiéndose entre la niebla.

— ¡Missie! —volvió a llamarla.

Como recompensa, escuchó un ladrido y, dando gracias a Dios, se volvió hacia el lugar de donde provenía el sonido. Había salido del camino y la hierba le llegaba a las rodillas. Tropezó con una piedra y cayó al suelo, pero solo se magulló una mano.

— ¡Missie! —gritó. Pero el eco solo le devolvía su propia voz.

Aquello era una locura. No podía haberse alejado mucho de la casa, pero la niebla le impedía ver a un metro de distancia y no reconocía el camino. Media hora más tarde, con la ropa llena de barro, el corazón acelerado y las piernas temblorosas,  tuvo que reconocer que se había perdido. De repente, una sombra oscura apareció a su lado y lanzó un grito, sobresaltada, hasta que se dió cuenta de que era una oveja, perdida como ella, y a la que Missie, con su instinto de perro pastor, había llevado a su lado.

—Oh, Missie —la regañó  con cariño—. ¿Dónde te habías metido, perrita mala?

Le dolía terriblemente la cabeza, un dolor como un cuchillo que la hacía sentirse mareada. Missie no quería quedarse en sus brazos y saltó de ellos para volver a jugar con su lanudo juguete. Paula la llamó, pero tenía que sentarse porque no la sostenían las piernas. La hierba estaba mojada y ella estaba aterrada y empapada, pero el frío exterior no la afectaba más que la sensación helada que sentía por dentro. ¿Cómo podía haberle hecho eso Pedro? Cerró los ojos, intentando ordenar sus pensamientos. Podía recordar su primer encuentro con toda claridad. Su furia, la discusión... Podía recordarlo también en el hospital y... un gemido escapó de su garganta. Pedro la había dejado creer... Cómo debía de haber disfrutado, sabiendo lo humillada que se sentiría cuando recuperase la memoria...

Levantó los ojos. Estaba perdida, pero no le importaba. No le importaba que nadie la encontrase nunca más. De hecho, sería mejor. Ella, que había pensado que Pedro era tan maravilloso, tan dulce, tan sincero... Empezó a reírse, un sonido histérico y terrible, parcialmente apagado por el sonido de la lluvia.

Engañada: Capítulo 26

Las lámparas del techo deberían ser reemplazadas por lámparas de pared que iluminarían mejor las enormes habitaciones. El aséptico cuarto de baño blanco podría ser suavizado con toallas de algodón rizado, la moqueta marrón, reemplazada por una de un color más alegre. En la cama de matrimonio se echaba de menos un edredón esponjoso, en los sofás, cojines de colores brillantes. Las desnudas paredes parecían estar pidiendo a gritos unos cuadros, las vacías superficies de los muebles, jarrones con flores y fotografías familiares... ¡Fotografías familiares! Eso era lo que aquella casa necesitaba. Le faltaba una familia, le faltaba amor, quizá lo que Pedro buscaba cuando se habían encontrado. Paula sintió un nudo en la garganta. Lo amaba tanto... Solo había que ver su casa para darse cuenta de que Pedro  se sentía muy solo.

Cuando él vió  la expresión de ella, se dió cuenta de que la había visto antes. Los ojos de su madre habían tenido el mismo brillo de compasión cuando intentaba persuadirlo de que se mudara a vivir cerca de ellos.

—Me gusta esta casa —había dicho él.

—Pero, cariño, es tan... austera, tan fría —había suspirado su madre.

Pedro se había encogido de hombros. Podía parecer austera, pero para él era segura, tranquila y cómoda.

—Subiré tus cosas a la habitación de invitados —dijo entonces.

La habitación de invitados. Paula lo miró sorprendida. Había asumido que compartiría su dormitorio, su cama... Pedro sabía lo que estaba pensando, pero aquella vez estaba preparado. Había tenido mucho tiempo para pensar durante el camino y había decidido lo que debía hacer... y decir.

—Ecclestone es un pueblo un poco anticuado y no me gustaría que la señora Jarvis piense algo que no es —explicó.

Era, después de todo, la verdad. No quería que su ama de llaves fuera por todo el pueblo contando que el dueño de la casona de la colina tenía una novia viviendo en casa. Su madre conocía a mucha gente por allí y, tarde o temprano, le llegaría la noticia. Y él no podía permitir que ocurriera. No era ningún secreto para Pedro que su madre quería que volviera a casarse y tener una familia. Se lo decía a la menor oportunidad y, si pensaba que había una mujer en su vida, haría todo lo posible por mantenerla allí... para siempre. Además, no le gustaba ser objeto de murmuraciones. Había soportado suficientes después de la ruptura de su matrimonio.

Intentar que no hubiera murmuraciones era un detalle caballeresco por parte de Pedro , tenía que reconocer Paula, aunque ella hubiera preferido... pero cuando vió su expresión decidida se dió cuenta de que, aquella vez, no iba a cambiar de opinión. Aunque sería relativamente fácil convencerlo. Si se acercara a él y empezara a acariciarlo, a seducirlo... Pero ella no era ese tipo de mujer. Quería que él la deseara, que se sintiera orgulloso de desearla, que deseara su amor con tal fuerza que no le importara nada lo que pensaran los demás. Y, después de todo, si tan importante era para él lo que la gente pensara y sentía por ella lo que Paula creía que sentía, sería muy fácil hacer que nadie tuviera nada sobre lo que murmurar. No había nada que impidiera hacer público su compromiso. Quizá no se conocían desde hacía mucho tiempo, pero debía ser suficiente como para que estuviera segura de que si Pedro la pidiera en matrimonio, ella aceptaría sin pensarlo dos veces.

— ¿Qué quieres que hagamos mañana? Aún no te he llevado a Lindisfarne y...

— ¿Podríamos quedarnos aquí? —preguntó Paula.

Llevaban tres días en Yorkshire y, cada día, Pedro había insistido en ir de excursión. Habían estado en York, que a Paula le había encantado, y en Harrogate. Él había conducido durante horas, deleitándola con su conocimiento sobre su tierra. Habían comido en los pequeños pueblos por el camino y habían cenado en suntuosos restaurantes cuyas paredes estaban decoradas con montones de premios gastronómicos. Pero lo único que Paula realmente deseaba era estar a solas con él. El día anterior, después de una comida deliciosa, habían paseado por las colinas hasta que encontraron un lugar para descansar, una enorme piedra desde la que podían ver la casa y las colinas brumosas. Había deseado que  la tomara en sus brazos, que la besara, que le hiciera el amor como lo habían hecho en Rye y, por un segundo, había pensado que ocurriría. Ella había tropezado con una piedra y Pedro la había tomado por la cintura, protectoramente.

— ¿Te has hecho daño?

Paula se había dado cuenta de que los ojos de él estaban fijos en sus labios y su corazón había empezado a latir con fuerza. Pero él se había apartado inmediatamente, con lo que a ella le había parecido un ronco gemido de frustración. Deseaba tener valor para dar el primer paso, ser capaz de expresar su deseo por él abiertamente, pero no podía hacerlo. La amnesia era cada día más frustrante. Sin conocer la naturaleza de su relación con Pedro, no tenía ni idea de cómo podría resolver aquella situación. Él no quería que hubiera murmuraciones sobre ellos y, naturalmente, a ella le había gustado que estuviera preocupado por su reputación, pero estaba empezando a pensar que su relación existía en una especie de vacío. No tenía pasado, al menos ella no lo recordaba, y no parecía tener futuro. Paula sacudió la cabeza, intentado alejar aquellos tristes pensamientos. Quizá eran las pesadillas que estaba teniendo últimamente las que la habían puesto en tal estado de ánimo. Ninguno de sus sueños parecía tener sentido; eran una mezcla confusa de imágenes, caras, conversaciones, todo revuelto con una extraña sensación de angustia. Podía oír la voz de Pedro, furioso, pero no escuchaba sus palabras, aunque sabía que tenían algo que ver con una suma de dinero. Entre el desalentado estado de ánimo, la lluvia y la actitud distante de Pedro, estaba empezando a preguntarse si había hecho bien acompañándolo en aquel viaje.

Pedro se acercó a la ventana de la cocina. Su corazón latía con fuerza. Mantenerse apartado de Paula estaba siendo más difícil de lo que había creído. El día anterior, cuando ella había tropezado, se había sentido tentado de tomarla en sus brazos y dar rienda suelta a sus deseos. Y la expresión dolorida en los ojos de Paula cuando no lo había hecho le había partido el corazón.

Engañada: Capítulo 25

—Valen, vuelve a la tierra —sonrió Sofía.

Su amiga se puso colorada, pero intentó disimular.

— Seguro que Mary se ha equivocado — murmuró, pensativa—. El hombre que vió en su casa sería un amigo de Cornwall o algo así.

—Tiene que ser eso —dijo Sofía.


—Bruno, estoy preocupada por Pau.

Bruno levantó los ojos de los papeles que estaba estudiando para mirar la preocupada expresión de Sofía.

— ¿Por qué? —preguntó él—. ¿Está enferma?

—No, no es eso —dijo su prometida—. Es que... ha desaparecido y nadie sabe dónde está. Ayer fui a su casa y está cerrada a cal y canto. No hay rastro de ella, ni de Missie y Whittaker.

—A lo mejor se ha ido de vacaciones —sugirió Bruno, pero Sofía negó con la cabeza. — ¿Sin decírselo a nadie? — ¿Le has preguntado a Valentina si sabe algo?

—Ella no sabe nada —dijo Sofía—. Aunque, últimamente, Valen parece que vive en otro mundo. Le ocurrió algo en Praga, estoy segura. Pero cada vez que intento que me lo cuente, cambia de tema. Y, ahora, la desaparición de Pau... No es normal en ella desaparecer sin decirle nada a nadie.

Bruno se acercó a ella, preocupado por su expresión de angustia.

—Paula puede hacer lo que quiera, Sofi. Es una mujer libre —dijo suavemente.

—Sí, lo sé, y también sé que quizá me preocupo demasiado. Pero es que como Julián Cox también ha desaparecido...

—Cuanto más lejos se haya ido, mejor —dijo Bruno, con los dientes apretados.

— Bruno, ¿Tú crees que la desaparición de Pau tiene algo que ver con la de Julián? —preguntó Sofía.

Bruno levantó las cejas.

—Paula no puede haberse enamorado de él, sabiendo lo que sabe de ese hombre...

—Claro que no —lo interrumpió ella—. No he querido decir eso. Lo que quiero decir es... —pero le costaba trabajo terminar la frase, incapaz de poner en palabras sus sospechas—. Bruno, ¿Y si la ha obligado a marcharse con él? Ya sabes que Julián necesitaba dinero desesperadamente.

—Pero Paula no tiene tanto dinero, ¿no? Sé que está en una posición acomodada, pero... ¿Qué pasa, Sofi? —Preguntó, al ver la expresión angustiada de su prometida—. Hay algo que no me has dicho...

Sofía se debatía entre la lealtad hacia sus amigas y su preocupación por Paula y , al final, su preocupación ganó la batalla.

—Flor había trazado un plan para denunciar a Julián y convenció a Paula para que le hiciera creer que quería invertir una importante suma de dinero.

Bruno se quedó callado durante unos segundos.

—Eso hace que las cosas sean completamente diferentes. ¿Has hablado con Flor sobre la desaparición de Paula?

—No. Está en Northcumberland.

—Ya veo... ¿Sabes una cosa, Sofi? Me parece que tras la intención de Flor de denunciar a Julián Cox hay algo que no os ha contado.

—Yo lo he pensado algunas veces, pero...

— ¿Nunca ha hablado de ello?

—No. De hecho... bueno, Flor no suele hablar sobre su vida privada. A veces he pensado que estuvo enamorada de Julián, pero me resulta difícil creerlo.

— A mí también —asintió Bruno—. Pero lo más importante ahora es enterarnos de qué le ha pasado a Paula. ¿Quién puede saber dónde está?

— Solo Flor. Pero hay otra cosa que no te he dicho. Cuando Mary Charles fue a visitar a Pau el otro día, había un hombre en su casa.

— ¿Un hombre?

—Sí. Mary dijo que... bueno, que Pau lo había presentado como su «amigo».

— ¿Y qué significa eso?

—Significa amigo, ya sabes.

— ¿Y cómo se llama ese hombre? Si lo supiéramos, podríamos llamarlo.

—Mary dice que se llama Pedro, pero no sabe el apellido.

— Pues menuda ayuda —murmuró Bruno, exasperado.

— Si no estuviera teniendo una relación sentimental con ese hombre, no se lo habría presentado a Mary como «su amigo», ¿No te parece? Pero es tan raro. Pau no es así. Ella es muy tímida y recatada. La verdad es que estoy preocupada, Bruno. Los dos sabemos lo violento que es Julián Cox. Si ha descubierto el plan de Flor y Pau para denunciarlo...

—Bueno, lo primero que tenemos que hacer es ponernos en contacto con Flor y enterarnos de si sabe algo sobre los planes de Paula.



— Creí que habías dicho que vivías en una granja —dijo Paula, cuando Pedro paró el coche frente a una gran casona de piedra, mucho más impresionante de lo que había imaginado.

—Y lo es... bueno, lo era —dijo Pedro.

La casa era una mezcla de mansión y fortaleza, pensaba ella mientras Pedro abría la puerta del coche. Cuando salió, tuvo que cruzarse la chaqueta sobre el pecho. Hacía mucho más frío que en Rye.

—La casa fue construida por una rica familia de comerciantes de York a principios de siglo y estuvo vacía muchos años antes de que yo la comprara.

—Parece un poco aislada.

 Habían conducido durante muchos kilómetros a través de un hermoso y verde paisaje rodeado de montañas, sin una sola casa a la vista, pero Paula tenía que admitir que había algo excitante en aquella soledad y en la niebla que rodeaba las colinas.

—Pues sí. La verdad es que no suele haber muchos visitantes —dijo él.

Si hubiera sido su casa, Paula habría alegrado la austeridad del patio de piedra con plantas y árboles, pensaba mientras Pedro sacaba las maletas del coche—. Por aquí — indicó él, dirigiéndose hacia una enorme puerta de roble. El pasillo de entrada era estrecho y oscuro, con las paredes de piedra y Paula sintió un escalofrío mientras esperaba que Pedro encendiera la luz. Cuando lo hizo, vió que el interior era tan austero como el exterior. Una puerta llevaba desde el pasillo hasta una bien equipada cocina y Paula miró aliviada los armarios de madera y el antiguo horno. La habitación era muy grande y el suelo de piedra había sido suavizado con un par de alfombras.

 —Es preciosa —sonrió.

—La decoró mi madre —explicó Pedro—. Decía que nadie querría venir a trabajar aquí a menos que la adecentara un poco. Ven, voy a enseñarte la casa y después cenaremos algo.

Habían parado para comer algo de camino a Yorkshire, pero Paula estaba demasiado emocionada como para probar bocado. Media hora más tarde, su alegría se había disipado, para ser reemplazada por una mezcla de emociones. La casa de Pedro no era realmente un hogar. Ninguna de las habitaciones que le había enseñado, ni siquiera su propio dormitorio, mostraba nada sobre el carácter del hombre. Las habitaciones eran grandes, las vistas eran muy hermosas, los muebles caros y de buena calidad. Pero la casa parecía estéril. No tenía vida, no tenía calor... ni corazón y cuando miró a Pedro se sintió inmensamente triste por él. La casa estaba tan falta de amor. Si hubiera sido suya... Se permitió a sí misma soñar durante algunos segundos. El enorme dormitorio de Pedro necesitaba cortinas, nada de flores por supuesto, sino damasco, terciopelo o lino de colores claros, por ejemplo, que irían bien con el paisaje.

martes, 22 de noviembre de 2016

Engañada: Capítulo 24

-Como te decía, Pau, si la semana que vienes pudiéramos cambiar el turno y tú pudieras encargarte de la comida de los ancianos, yo...

La visita de Paula se interrumpió bruscamente al ver a Pedro entrar en la cocina.

—He cambiado la rueda de tu coche. Menos mal que me dí cuenta de que la tenías pinchada — dijo él.

—Mary, te presento a Pedro, mi... amigo —dijo Paula, interpretando la mirada de sorpresa de la otra mujer.

—Ah, ya veo. Tu amigo. No lo sabía. Bueno, tengo que irme. Encantada de conocerte... Pedro.

— ¿Qué quería? —preguntó él, cuando la mujer se había ido.

—Cambiar su turno conmigo en la asociación de voluntarias —explicó Paula.

Pedro frunció el ceño. Habían pasado tres días y ella no había mostrado señal alguna de haber recuperado la memoria. Y, por el momento, tampoco él había cumplido su promesa de alejarse. De hecho... Tuvo que sonreír, al recordar cómo Paula lo había convencido la noche anterior.

— Es una tontería que duermas solo en esa cama y yo...

—El médico dijo que tenías que descansar — había dicho él.

— ¿Y cómo vas a saber si tengo un dolor de cabeza o cualquier otro síntoma si no dormimos juntos? —había insistido ella.

Pedro no había podido hacer nada, por supuesto, y por la mañana se había despertado con el cuerpo de Paula pegado al suyo y entonces... Pero aquello no era lo que lo hacía fruncir el ceño. Más tarde o más temprano, alguien cuestionaría su presencia en casa de Paula y él no podía permitir que eso ocurriera por el momento. Cuando recuperase la memoria, tendría que enfrentarse con cualquier acusación que ella quisiera hacer y acusarla a su vez, pero hasta entonces... La mancha de aceite en su última camisa limpia le recordó otra cosa.

—Tengo que ir a casa durante unos días para hacer unas llamadas y comprobar cómo va todo...

 —Ah, sí, claro.

Aunque intentaba esconderlo, Paula sabía que sus sentimientos se veían reflejados en su cara. No podía soportar la idea de estar sin él y sabía que lo echaría terriblemente de menos.

—Me gustaría que vinieras conmigo —añadió Pedro, rápidamente.

— ¿Ir contigo? —repitió Paula, con el corazón acelerado—. Pero, ¿y Missie y Whittaker?

—Ellos también pueden venir.

Ir con él. Ver su casa. Conocer a sus amigos... el corazón de ella daba saltos de alegría.

—Me encantaría ir —sonrió.





— ¿Qué es eso de que Pau está viviendo con un hombre? —preguntó Sofía, mirando a Valentina.

— ¿Qué hombre? —preguntó su amiga, atónita—. No puede ser verdad... Pau nos lo habría contado.

A pesar de sus indudables atractivos, Paula era una mujer tímida y Valentina no podía imaginarla coqueteando con un hombre y mucho menos viviendo con él.

—Eso es lo que dice Mary Charles. Parece que Pau se lo presentó como «su amigo».


Las dos mujeres se miraron, incrédulas.


—Si es verdad, Flor tiene que saberlo.

—Es posible, pero está en Northcumberland visitando a su tía.

—Ah, claro. Se me había olvidado —murmuró Valen.

Sofía la miró, pensativa. Últimamente, su amiga se portaba de forma extraña, como si estuviera preocupada. Si no la conociera tan bien, pensaría que le estaba escondiendo algo. Pero Valen no era ese tipo de persona—. ¿Crees que deberíamos ir a verla?

Sofía hizo un gesto de desaprobación.

—La vida privada de Pau no es asunto nuestro. Es una mujer madura, Valen. Puede tomar sus propias decisiones.

—Es verdad —murmuró la joven.

Su madrina no era rica, pero sí acomodada y Valen sabía, por experiencia propia, que había hombres en el mundo que no dudaban en aprovecharse de una mujer. Ella se había engañado respecto a Julián Cox, creyendo que la amaba cuando en lo único que estaba interesado era en el dinero que creía que ella iba a heredar. Aunque había aprendido la lección y nunca volvería a cometer el mismo error. La mejor forma de tratar a los hombres era con la misma falta de emoción que ellos trataban a las mujeres, pensaba. Al fin y al cabo, no había nada malo en disfrutar del sexo de vez en cuando, en usar a un hombre de la misma forma que ellos usaban a las mujeres... Sacudió la cabeza. No, no había nada malo en ello, a pesar de lo que cierta persona pareciera pensar.

Engañada: Capítulo 23

Paula lanzó un gemido cuando Pedro cambió de marcha salvajemente.

—Lo siento —se disculpó él, evitando su mirada.

Una vez de vuelta en casa,  subió a la habitación para tomar unos analgésicos del cuarto de baño y después bajó a la cocina. Paula estaba de espaldas sacando unas chuletas del congelador—. Toma esto. Se te pasará el dolor.

De repente, los ojos de Paula se llenaron de lágrimas. No estaba acostumbrada a que nadie cuidara de ella... a que nadie la quisiera de esa forma... Para su consternación y consternación de Pedro, todo su cuerpo empezó a temblar con un sollozo incontenible y, avergonzada, salió corriendo de la cocina. Aquello era ridículo. Se estaba comportando como una cría. Pedro llegó a su lado cuando estaba entrando en el dormitorio.

—Paula, ¿Qué te pasa? ¿Qué he hecho? —preguntó, angustiado.

—No eres tú, soy yo —dijo ella, entre lágrimas—. Esta mañana, en el río... aquella mujer... yo me sentí tan celosa... y, por un momento, hubiera deseado... —Paula no podía terminar la frase—. La odiaba, Pedro —admitió por fin —. No podía soportar ver cómo le sonreías y yo...

Pedro se quedó mirándola, atónito.

— ¿Por eso te duele la cabeza? —preguntó.

Paula sonrió débilmente.

—No, la cabeza no. El corazón —admitió con total sinceridad—. Pepe, me sentía tan celosa...

Pedro respiró profundamente. Su sinceridad lo animaba a ser sincero también.

—Yo también me sentí celoso en el invernadero, cuando te ví con ese Sebastián... Él estaba tocando tu brazo y yo...

— ¿Tenías celos de Sebas? Oh, Pepe. Es un amigo y está felizmente casado... — rió Paula, entre lágrimas—. No me digas que tenías celos de él...

—Bueno, tú tenías celos de esa pobre chica...

Sin saber cómo, acabaron uno en brazos del otro y ella levantó una carita mojada de lágrimas hacia él.

— Supongo que el problema es que nuestro amor es tan nuevo que aún no estamos seguros el uno del otro. Nuestros sentimientos siguen siendo demasiado intensos, demasiado... apasionados — concluyó Paula, en un susurro, mientras Pedro acariciaba sus labios con un dedo.

Cuando ella abrió los labios para exhalar un suave y beatífico suspiro, Pedro sintió el aliento femenino y un escalofrío de placer recorrió su cuerpo. Ella capturó su dedo suavemente con la boca y empezó a chuparlo lenta, muy lentamente. Él sentía que su interior se derretía. La sinceridad era un afrodisíaco muy poderoso, pensaba.

— ¿Tienes idea de lo que me estás haciendo? — preguntó, con voz ronca.

—No. ¿Por qué no me lo dices tú? —lo invitó ella, seductoramente.

—Pues... es algo como esto —sonrió Pedro, besándola en el cuello. Paula gimió apreciativamente, cerrando los ojos—. ¿Sabes una cosa? La verdad es que llevas mucha ropa —susurró con voz ronca segundos más tarde, mientras empezaba a desabrocharle la blusa.

—Yo podría decir lo mismo de tí —asintió ella.

Si Pedro respondía tan satisfactoriamente al delicado roce de su boca en sus dedos, ¿Cómo reaccionaría sirepetía la caricia en una parte más sensible de su cuerpo?, se preguntaba, sintiéndose atrevida. Rafael y ella nunca habían experimentado con el sexo. Los dos eran demasiado inexpertos y tímidos. Pero en aquel momento empezaba a descubrir en ella un espíritu aventurero que la excitaba y la divertía. Impaciente, empezó a desabrochar la camisa de Pedro, mientras él la besaba apasionadamente en el cuello.

— Sabes muy bien —murmuró él, besando la suave curva de sus pechos.

Paula no tenía ni idea de cuánto tiempo tardaron en quitarse la ropa; solo sabía que, una vez hecho, empezó a explorar el cuerpo de Pedro. Inicialmente, él estuvo tentado de detenerla. No estaba acostumbrado a ser pasivo, pero ella era dulcemente insistente.

 —Nunca había hecho esto antes —murmuró ella.

— ¿Cómo lo sabes? Recuerda que tienes amnesia.

—Sencillamente, lo sé —afirmó ella, completamente segura.

Y, sin saber por qué, él la creyó. No había nada artificial en Paula y Pedro tuvo que controlar su deseo mientras ella exploraba tiernamente el cuerpo masculino—. Todo en tí es perfecto — susurró después, poniéndose colorada.

—Hace veinte años, habría estado tentado de creerte —rio él—. Pero ahora...

—Es verdad —insistió ella, indignada—. Eres perfecto... para mí.

—Ya...

—Pepe, ¿De verdad tenías celos de Sebas?

— De verdad —confirmó él, mirándola a los ojos—. Unos celos horribles.

Paula suspiró, feliz.

—No tienes que tener celos de nadie. Nunca he sentido lo que siento... cuando estoy contigo. ¿Y tú? ¿Has sentido alguna vez... ha habido...?

—No —contestó él.

Y era cierto.

— Pepe,  háblame de tu familia —lo animó Paula, jugando con el vello que cubría su torso.

— No hay mucho que contar —dijo Pedro.

Aquel era un tema sobre él que no quería hablar, pero ella parecía decidida.

—Háblame de tu casa —insistió—. ¿Me has llevado alguna vez?

—No.

Pedro tomó su cara entre las manos para besarla. Se había jurado a sí mismo que no volvería a cometer el mismo error que la noche anterior, pero Paula había empezado a deslizar la mano por su estómago y la tentación de sentir esa mano acariciando la parte más sensible de su cuerpo era demasiado fuerte. Era incapaz de apartarla.

—Eres tan grande —musitó ella.

—Y tú eres tan... tan tú —susurró él con voz preñada de deseo, colocándola sobre su cuerpo.

Después de eso, pasó mucho tiempo antes de que dijeran algo remotamente inteligible, aunque ninguno de los dos parecía tener dificultad para interpretar los susurros del otro.

—Oh, Pepe —musitó ella, entre lágrimas de satisfacción, mientras caía sobre el pecho del hombre, satisfecha.

—Oh, Pepe, ¿Qué? –bromeó él.

—Oh, Pepe, me gusta tanto que seas parte de mi vida. Haberte conocido, que estés conmigo... — susurró ella.

—No más que yo —dijo él.

 Apenas podía creer que lo había dicho, pero así era. Y lo que era más absurdo, era completamente cierto. Prácticamente, una declaración de amor. ¿Qué demonios estaba haciendo... sintiendo?

— ¿Pepe?

Pedro se puso tenso cuando Paula se sentó sobre la cama de repente. ¿Qué había pasado? ¿Había recuperado la memoria?

— ¿Que ocurre?


—No he dado de comer a Missie y a Whittaker. Ay, y las chuletas... las he dejado sobre la mesa y tenía que haberlas metido en el horno.

—No te muevas —dijo Pedro—. Yo lo haré.

Unos minutos más tarde volvía a la habitación, con una sonrisa en los labios.

— ¿Qué pasa? —preguntó Paula, cuando él volvió a tumbarse a su lado en la cama—. ¿Por qué sonríes así?

—Me parece que no vamos a comer chuletas — explicó él—. Ah, y Missie y Whittaker no necesitan que nadie les dé de comer.

Paula se dió cuenta de lo que había pasado.

— ¡Oh, no! ¡Se han comido las chuletas!

—Oh, sí —rió Pedro—. Parece que se habían cansado de esperar y se han servido ellos mismos.

—Pero Pepe, no tenemos nada para comer... — empezó a decir ella.

— ¿Y quién necesita comida? —susurró Pedro, acariciándola.

—Es verdad. ¿Quién necesita nada, teniendo lo que nosotros tenemos? —asintió Paula.

Engañada: Capítulo 22

Mientras paseaban uno al lado del otro por el camino rodeado de árboles, Paula se dió cuenta de que estaba empezando a molestarla el hecho de no saber nada sobre Pedro. Y su aparente enfado la había confundido profundamente. ¿Sería un hombre impaciente?, se preguntaba. Se paró un momento, observando a una joven con tres niños y dos perros que estaba cruzando el puente en ese momento y que parecía tener problemas para controlarlos a todos. Pedro se ofreció amablemente a ayudar a la agobiada mujer, que sonrió agradecida. Aquella no era la acción de un hombre impaciente, tuvo que admitir mientras se acercaba a él, tocando su mano en un gesto posesivo que a ella misma la sorprendió. La joven no quería nada de Pedro, pero a pesar de ello... Estaba atónita por la intensidad de sus sentimientos. Sus ojos lanzaron un destello de rabia cuando vió que él sonreía a la joven mamá. ¿Cómo se atrevía a sonreírle... a coquetear de esa forma delante de ella?

—Me gustaría volver a casa —dijo y, sin esperar respuesta, se dió la vuelta y empezó a caminar rápidamente, avergonzada y abrumada por sus emociones.

Una vez en el coche, Pedro pensaba que ella tenía todo el derecho a estar enfadada con él. Se había comportado de una forma estúpida en el invernadero, pero admitir sus celos significaría admitir unas emociones que no podía sentir. Estaba olvidando la razón por la que estaba en Rye. Su cuerpo lo traicionaba y lo confundía cada vez que estaba cerca de Paula.

Cuando llegaron a casa, a ella le dolía mucho la cabeza, pero un dolor de cabeza no era excusa para su comportamiento, pensaba. ¿Cómo podía haberse sentido celosa de una pobre chica que solo estaba dando un paseo con sus hijos, sin coquetear con nadie? Ordinariamente, esa emoción, los celos, le era completamente extraña y, sin embargo, la había experimentado y la había dejado confundida. Incluso asustada, tenía que admitir. El teléfono empezó a sonar cuando entraban en la casa y fue corriendo a contestar, masajeando una de sus sienes con la mano. Al otro lado del hilo, reconoció la voz de su ahijada.

— ¡Valen! ¿Cómo estás?

—Bien, ¿Y tú?

Paula pensó que no era el momento de contarle a Valen la historia del accidente y de la amnesia.

—Muy bien —contestó por fin.

—He vuelto de Cornwall esta mañana —dijo Valen—. Tus padres te mandan besos, por cierto. Y me han pedido que te recuerde que pronto celebrarán sus bodas de plata —añadió.  Paula respiró profundamente. Valen  había ido a visitar a sus padres. Ella debía haber sabido lo de ese viaje, pero no podía recordarlo—. Bueno, madrina, tengo que irme, pero te llamaré mañana, ¿De acuerdo? Antes de que Paula pudiera contestar,  había colgado.

En el salón de su departamento, Valen cerró los ojos, suspirando. Sabía que había sido un poco seca con Paua, pero su madrina era tan intuitiva que tenía miedo de que se diera cuenta... Rápidamente, buscó entre las cartas que habían llegado para ella mientras estaba en Cornwall y, cuando comprobó que había una de Praga, su corazón dió un vuelco. Intentando contener los latidos de su corazón, abrió el sobre. Dentro estaba la factura de las copas de cristal que había comprado un mes antes, durante su viaje a la República Checa. Seguía esperando que llegara el pedido y la semana anterior su socia, Sofía, había dicho que estaba impaciente por verlo.

— ¿Cuándo van a enviarlas? —había preguntado.

— Pronto —había contestado, cruzando los dedos a la espalda—. Muy pronto.

Se había dado cuenta de que Sofía miraba con cierta suspicacia, pero no había dicho nada. Se conocían desde la universidad y Valen se alegraba de que su compromiso con Bruno la mantuviera demasiado ocupada como para preocuparse demasiado sobre el retraso de  la mercancía. Todo el mundo la trataba con guantes de seda desde que Julián la había dejado... Furiosa al recordarlo,  cerró los ojos. Sus emociones estaban todavía a flor de piel. Quizá había sido un poco antipática con su madrina y tendría que arreglarlo... cuando estuviera de mejor humor. Por el momento, lo que quería era evitarla todo lo posible. Lo último que deseaba era que Paula se diera cuenta de... ¿De qué? ¿De que había vuelto a hacer el ridículo por un hombre una segunda vez?


— ¿Qué pasa? —preguntó Pedro cuando la vio masajeándose las sienes.

Paula estaba muy pálida.

—Me duele la cabeza —contestó ella.

— ¿Te encuentras mal? ¿Puedo...?

— ¡Pedro, solo me duele la cabeza! —lo interrumpió , lamentando su brusquedad al ver la expresión del hombre.

Pedro recordaba lo que había dicho el médico y la observaba preocupado. Sabía que lo último que debía hacer era asustarse, pero...

— Vamos —dijo suavemente, tomándola del brazo.

— ¿Dónde? —Protestó Paula—. Iba a preparar la comida...

—Al hospital —dijo Pedro.

— ¿Al hospital? ¿Por qué?

—El médico me alertó sobre algunos síntomas, como dolor de cabeza o visión borrosa.

—Solo es una jaqueca. Y no veo borroso —explicó ella, pero dejó que Pedro la llevara hasta el coche.

Afortunadamente, el hospital estaba relativamente tranquilo y, aún más afortunadamente, el doctor Banerman seguía de guardia.

— ¿Suele tener jaquecas? —preguntó el hombre, mientras le tomaba la tensión.

—A veces —admitió ella.

—Yo creo que esto es una simple jaqueca — diagnosticó el doctor Banerman por fin—. No parece haber signos de otra cosa. ¿Ha recordado algo desde anoche, algún detalle de su vida durante los últimos meses?

—Nada —suspiró Paula.


—Ya te dije que solo era una jaqueca —dijo ella, cuando entraban de nuevo en el coche.

—Lo sé, pero había que comprobarlo —suspiró Pedro.

Ella parecía tan triste, tan... desolada, cuando el médico le había preguntado si recordaba algo, que él había deseado abrazarla y decirle que todo iba a salir bien, que no importaba que no pudiera recordar... Que él podría...

Engañada: Capítulo 21

Pedro sospechaba de la razón por la que ella no seguía hablando del asunto. ¿Habría recordado? Instintivamente, sabía que no podía ser, pero ¿Quién podía saber hasta dónde llegaban en el pasado sus turbios asuntos? ¿Quién podía saber desde cuándo engañaba y estafaba a la gente?


—Ya hemos llegado; gira a la izquierda —dijo Paula entonces, señalando la entrada del invernadero.  

A sugerencia de Paula , Pedro se quedó en el coche con Missie mientras ella iba a comprar las semillas. Aunque no se lo había dicho, el comentario de Pedro sobre las inversiones la había molestado y su actitud hacia él se había vuelto un poco fría. Pedro se había dado cuenta. Pero también sabía que ella no era mujer que descendiera a discutir agriamente, sino que prefería apartarse un poco hasta que las cosas se calmaran, meditaba admirando el aire de dignidad con el que cerraba la puerta del coche y se alejaba sin mirar atrás. Todo en ella hablaba de dignidad y elegancia, de una mujer que ponía las necesidades de los otros por encima de las suyas, una mujer cuyo comportamiento era gobernado por un código moral que no estaba de moda, un código muy similar al suyo, tenía que reconocer. Y, sin embargo, era socia de Julián Cox en sus fraudulentas actividades. Mientras la observaba acercarse al invernadero,  no se sorprendió al ver que se paraba a ayudar a una pareja de ancianos que tenía dificultades para meter un enorme tiesto en el maletero del coche. Miró su reloj. Paula llevaba casi media hora en el invernadero, aunque le había dicho que solo tardaría diez minutos. Missie estaba dormida sobre una manta en el asiento trasero y, después de comprobar que dejaba una ventana ligeramente abierta para que la perrita pudiera respirar,  salió del coche. Encontró a Paula cinco minutos después, en un puesto de plantas. Estaba de espaldas a él, hablando con un hombre que, por su expresión, parecía encantado de estar con ella. Se estaba riendo en aquel momento y el sonido de su risa hizo que Pedro sintiera tal desagrado por su acompañante masculino que, por un momento, se quedó sin respiración.   Irritado, se decía a sí mismo que lo que sentía era debido a su aprensión de que el desconocido le hubiera contado algo que la hiciera sospechar de su relación con él, estropeando sus planes para castigarla. Se decía que no tenía nada que ver con sentimientos personales por ella. Rápidamente se dirigió hacia ellos, pero entonces el hombre la tomó del brazo para dejar pasar a una pareja cargada con tiestos y sintió deseos de estrangularlo. De dos zancadas, se colocó a su lado, mirando al hombre como si quisiera retarlo a muerte.

— ¡Pepe! —exclamó ella. Su aparición la había sobresaltado y, sin saber por qué, la había hecho sentir tontamente culpable—. Siento haber tardado tanto. Había mucha gente comprando semillas y... después me encontré con Sebastián —explicó, sorprendida al ver la expresión furiosa de Pedro.

Paula presentó a los dos hombres y Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para portarse de forma civilizada. Sabía por la actitud de ella que aquel Sebastián no le había dicho nada que la hiciera sospechar, pero era incapaz de contener su furia. ¿Qué le estaba pasando?, se preguntaba a sí mismo. Cualquiera diría que estaba celoso. Celoso. La idea era ridícula... imposible. Él no había sentido celos en toda su vida.

—Perdona que haya tardado tanto —volvió a disculparse Paula cuando estuvieron solos. Después de eso se quedó callada hasta que llegaron al coche, pero Pedro se daba cuenta de que lo observaba por el rabillo del ojo.

—Solo he ido a buscarte porque Missie se estaba poniendo nerviosa —mintió él.

Diez minutos después, mientras paseaban por la orilla del río, Missie tirando impaciente de su correa, Pedro se dió cuenta de que había hecho el ridículo. Si la situación fuera diferente, si fueran una pareja de verdad, podría haber dejado a un lado su orgullo y admitir que se había puesto celoso, pero ¿Cómo podía admitir que sentía celos por una mujer de la que, por supuesto, no estaba enamorado? Era su instinto masculino, se decía a sí mismo.

sábado, 19 de noviembre de 2016

Engañada: Capítulo 20

había visto en su rostro habían hecho que se sintiera avergonzado. Pero ella no era la persona que parecía ser en aquel momento, se repetía a sí mismo. En realidad, sus palabras no significaban nada; las emociones que había expresado no existían, no podían existir en la mujer que él sabía que era. Pero, ¿Cómo podía inventarse una personalidad tan diferente de la que él intuía? Tenía que admitir que no lo sabía y que, quizá, debería haber preguntado al médico en profundidad. Sabía que lo último que debía hacer en aquel momento era brindar por su relación con ella, por un amor que sencillamente no existía. Pero cuando la  miró, se dió cuenta de que no podía decepcionarla. Tomaron el desayuno en el invernadero, con Missie durmiendo en su cesta y Whittaker tumbado al sol.

—Te ayudaré a limpiar todo esto —dijo Pedro cuando terminaron.

Paula se levantó y, sonriendo, se inclinó para besarlo. No fue un beso apasionado, solo un suave roce de sus labios, se decía Pedro, irritado consigo mismo. No había razón para anudar su brazo en la cintura femenina y sentarla sobre sus rodillas mientras la besaba apasionadamente en la boca. Ella creía que iba a desmayarse de placer. Cuando se había inclinado para besarlo, esperaba que él respondiera, por supuesto, pero la intensidad de su respuesta había excedido sus esperanzas. Olvidó que tenía treinta y siete años, que era una mujer cuyos deseos eran más cerebrales que físicos y, abriendo los labios, dejó que su lengua se enredara sensualmente con la lengua masculina. Bajo la mano que había colocado sobre el torso del hombre podía sentir su corazón acelerado. El aire del invernadero se llenaba del sonido de sus respiraciones y de las palabras cariñosas que Paula susurraba sobre la boca de Pedro. De nuevo su cuerpo empezaba a desear ardientemente el cuerpo del hombre. Todos los sentimientos que había experimentado unas horas antes despertaban de nuevo. El suave peso del cuerpo femenino, combinado con el murmullo erótico de su voz, era demasiado para el auto control de Pedro. Su mente podía deplorar lo que estaba haciendo, pero su cuerpo le pedía otra cosa. Le temblaba la mano mientras desabrochaba los botones de la camisa de Paula y la deslizaba por su hombro para besarla. La piel de gallina traicionaba la reacción femenina y, a través del casi transparente sujetador, Pedro podía ver la oscura sombra de sus pezones. Ella sintió un escalofrío de placer al notar el cálido aliento masculino sobre sus pechos. Cuando él se inclinó, un rayo de sol iluminó su cabello oscuro. Él era tan masculino y, a la vez, tan vulnerable, que sus ojos se llenaron de lágrimas de emoción. Suavemente, acarició su cuello, casi como una madre acariciaría a su hijo. Madre e hijo... inmediatamente las imágenes que conjuraban aquellos pensamientos la hicieron sentir un escalofrío. ¿Cómo habría sido Pedro de niño? ¿Cómo sería un hijo de los dos?

Pedro apartó la tela del sujetador con la boca, acariciando la punta del pezón con la lengua. Paula tembló violentamente al sentir la caricia, cualquier otro pensamiento olvidado por completo. La boca del hombre cubría su pezón, ardiente, húmeda, tirando urgentemente de su carne. En aquel momento, Anna necesitaba un contacto más íntimo.

 —Pepe... —susurró en su oído—. Vamos a la cama.

El sonido de su voz hizo que Pedro volviera a la realidad. ¿Qué demonios estaba haciendo? ¿Qué le estaba haciendo ella?, protestaba su cuerpo mientras se apartaba y volvía a cubrir su pecho con el sujetador. Cuando Paula se levantó temblorosa,  sabía que tenía que hacer algo, decir algo, y rápido, porque una vez en la habitación... Su cuerpo estaba protestando enérgicamente. Deseaba a Paula donde la había tenido un segundo antes, o mejor, donde la había tenido por la noche, en la cama, entre sus brazos, su cuerpo cubierto solo por el calor y el deseo que ambos generaban. Pero no podía permitir que su cuerpo decidiera por él, aunque lo estuviera pidiendo a gritos.

—Paula... —empezó a decir. Cuando ella lo miraba de aquella forma, olvidaba todo lo demás—. No puedo...

¡No podía! Paula abrió los ojos como platos. ¿Por qué...? De repente, se puso colorada, al darse cuenta de lo que quería decir. No eran una pareja de veinte años en la cumbre de su sexualidad y la noche anterior lo había dejado... Era diferente para una mujer. Ella no necesitaba descansar. Pero él...

Pedro se dió cuenta de lo que  estaba pensando. Irónicamente, pensaba cómo reaccionaría ella si le dijera que no solo era perfectamente capaz de volver a hacer el amor, sino que si la llevaba a la cama en aquel momento, dudaba de que una vez pudiera satisfacer el deseo incandescente que sentía. La barrera que le impedía acostarse con ella no era física sino moral. Pero no podía decírselo.

—Hace un día precioso. ¿No te apetece hacer algo, ir a dar un paseo en coche por ejemplo? — preguntó, cuando terminaron de limpiar la mesa.

—Podríamos ir a comprar semillas. Mientras estabas fuera esta mañana, me he dado cuenta de que había estado plantando antes del accidente. Al otro lado de la ciudad hay un invernadero estupendo y, como está cerca del río, podríamos dar un paseo por la orilla. Al oír la palabra «paseo», Missie se levantó de su cesta y empezó a ladrar alegremente.

—Me parece que la decisión ya está tomada — sonrió Pedro.

— ¿Qué cosas te gusta hacer? —preguntó Paula media hora más tarde, cuando estaban sentados en el coche.

—Trabajar, trabajar y trabajar —contestó Pedro sinceramente —. Y pasear — añadió—. Pero me temo que no lo hago mucho, a pesar de que mi granja está situada en una colina preciosa.

—Te gusta trabajar, pero me has dicho que estás retirado —dijo Paula, confusa.

—Vendí mi negocio, pero sigo involucrado con muchas otras cosas.

—Antes mencionaste inversiones —recordó ella, sintiendo un escalofrío.  Por alguna razón, esa palabra la hacía ponerse tensa, como si una enorme nube ocultara el sol que brillaba en el cielo. Pedro la miró de reojo. ¿Empezaría a recordar entonces? ¿Y qué pasaría si lo hiciera? Cuando ocurriera, se sentiría aliviado porque entonces podría insistir en que le devolviera el dinero de Lautaro y, una vez hecho eso, podría marcharse y olvidarse de ella—. ¿Es así como nos conocimos? ¿Me aconsejabas sobre inversiones? —volvió a preguntar, como había hecho por la mañana. No entendía por qué el tema la hacía sentirse tan angustiada.

—No —contestó él secamente—. Consejos sobre inversiones es lo último que tú necesitas.

Confusa, Paula estaba a punto de pedirle que le explicara ese comentario, cuando se dió cuenta de que habían llegado a un cruce y tendría que indicarle qué dirección tomar. Una voz interior le decía que había cosas que, como la caja de Pandora, era mejor no tocar. Quizá Pedro y ella habían discutido sobre alguna inversión; quizá él le había ofrecido consejo y ella lo había rechazado. Fuera lo que fuera, lo tratarían cuando hubiera recobrado la memoria, se decía a sí misma.

Engañada: Capítulo 19

Pedro salía del hotel con el periódico bajo el brazo cuando un quiosco de flores llamó su atención. Dudó un momento y pasó de largo. Pero después cambió de opinión y volvió sobre sus pasos. Cinco minutos más tarde abría el maletero del coche para guardar la maleta, el periódico y un enorme ramo de flores. No tenía ni idea de qué clase de flores le gustaban a Paula, pero el ramo de capullos de rosa blanca, artísticamente decorado con hiedra y lilas de varios tonos, era una obra de arte. Solo cuando conducía en dirección a casa de ella, empezó a preguntarse qué estaba haciendo. ¿Comprar un ramo de flores para una mujer a la que supuestamente, despreciaba?   Las había comprado porque era el tipo de gesto que ella esperaría, se decía a sí mismo defensivamente. Eso era todo. No había ningún sentimiento personal en ello. Después de todo, no le había comprado rosas rojas sino blancas. Y su acción no había sido inspirada por ningún sentimiento de ternura hacia ella. Eso era imposible... ¿O no? La idea de que hubiera empezado a albergar esa clase de sentimientos por Paula Chaves le parecía ridícula. Quince minutos después, mientras sacaba las cosas del maletero, seguía enfadado consigo mismo.

Paula se había puesto unos amplios pantalones de terciopelo y una camisa blanca y había empezado a preparar el desayuno cuando sonó el timbre de la puerta. Cuando abrió, sonriente, lo primero que Pedro notó fue el aroma a café recién hecho; y lo segundo, el perfume de Paula. Aquel perfume de rosas que lo había vuelto loco la noche anterior y que seguía volviéndolo loco...

—¡Flores! Son preciosas, Pepe. Y has comprado mis favoritas —sonrió ella, mirándolo con ternura.

Pedro se dió la vuelta para que ella no pudiera ver su expresión. Debería sentirse feliz de que Paula estuviera en una posición en la que podría humillarla cuando hubiera recuperado la memoria. Pero, por alguna razón desconocida, lo que sentía era una extraña mezcla de rabia y pena; rabia porque ella se estaba poniendo en manos de un extraño y pena....  No tenía ni idea de por qué sentía pena por Paula y no quería saberlo—. Podrías haber usado tu llave —estaba diciendo ella, mientras se dirigía a la cocina con el ramo de flores en la mano.  ¡Su llave! Pedro abrió la boca para decir que no tenía llave, pero volvió a cerrarla a tiempo—. Tienes tiempo de ducharte y afeitarte antes de desayunar.

Paula  estaba segura de que un hombre del tamaño de Pedro no se sentiría satisfecho con un yogur y un poco de fruta. Pero en la nevera había cereales y huevos y, para su alivio, en el congelador había encontrado un poco de salmón ahumado y unas chuletas de cordero que servirían para el almuerzo. El asunto de la amnesia era raro. Sabía, por ejemplo, dónde estaban las cosas en la cocina, pero no tenía ni idea de qué solía desayunar Pedro.

—Comeré lo que haya —dijo él bruscamente, mientras subía la escalera.

Mientras él subía a ducharse, colocó las flores en un jarrón, canturreando por lo bajo. Arriba, en el dormitorio que habían compartido la noche anterior, Pedro seguía sin entender cómo había podido comportarse de la forma que lo había hecho. Pensar simplemente que la oportunidad que tenía ante él era demasiado tentadora como para dejarla pasar era demasiado sencillo. Él siempre había sido un hombre orgulloso de su autocontrol. De su madre y su padrastro había aprendido el valor de respetarse a sí mismo y respetar a los demás. El sexo de una noche, una vez pasada la adolescencia, nunca había sido algo que lo atrajera. Tuvo que tragar saliva mientras entraba en el cuarto de baño. Recordar la última noche lo hacía sentir... lo hacía desear... apretó los dientes. La noche anterior había sido un error que no iba a repetirse. Pero ella creía que eran amantes y esperaría compartir la cama de nuevo, se recordó a sí mismo. Quizá, pero eso no quería decir que tuviera que tocarla. No quería decir que tuviera que acariciar su piel de seda o besar sus labios; no quería decir... ¡Demonios! ¿Por qué estaba pensando en eso? Había sido un accidente, un error de juicio, algo que no debería haber ocurrido y que, desde luego, no volvería a ocurrir.

—Espero que te guste el salmón ahumado con huevos revueltos —dijo Paula cuando él entraba en la cocina. Estaba tan guapo recién afeitado, oliendo a jabón y a una discreta colonia masculina que la excitaba, como la había excitado por la noche. Se puso colorada al recordar lo que había pasado entre ellos por la noche, pero si Pedro sugiriese que olvidaran el desayuno y se comieran el uno al otro, no lo dudaría un segundo. La noche anterior había sido sorprendente para ella misma y tenía que confesar que, una vez pasada la sorpresa por el incontrolable deseo que Pedro despertaba en ella, había disfrutado de la liberadora experiencia de explorar su propia sensualidad.

Salmón ahumado y huevos revueltos. Los ojos de Pedro se iluminaron y se le hizo la boca agua.  Era uno de sus desayunos favoritos.

—Maravilloso —sonrió, incapaz de apartar los ojos de la cara de Paula. Ella era tan feliz que se sentía tentada de romper un hábito de toda la vida y tomar la iniciativa, sugiriendo abiertamente que se llevaran el desayuno a la cama.

— He encontrado también... una botella de champaña —murmuró.

Pedro  levantó las cejas.

—¿Champaña?

 Quizá estaba siendo demasiado extravagante, pensaba Paula. Era tan frustrante no recordar lo que a él le gustaba, no tener experiencia previa del hombre, no poder entender sus reacciones...

—Bueno, si no quieres... —empezó a decir, insegura—. Quería que hoy fuera un día especial. Memorable. Anoche compartimos algo tan especial... Puede que no recuerde otras noches, que no recuerde los momentos especiales que hemos compartido juntos, Pepe, pero al menos puedo intentar que, a partir de ahora, sea igual de hermoso. Para mí, esta mañana será la primera celebración de nuestro amor. Aunque quizá la champaña sea un poco excesivo. Si no te apetece...

Engañada: Capítulo 18

—Me gusta lo que te guste a tí, lo que tú quieras —dijo Pedro suavemente, y mientras decía esas palabras se daba cuenta de que lo decía de verdad.  

—Vas a tener que... enseñarme —le advirtió Paula, pero pronto descubrieron que no hacía falta. Paula parecía saber por instinto qué partes de su cuerpo eran más sensibles y Pedro sentía crecer el deseo mientras ella lo besaba apasionadamente. Sus propios pezones se volvieron duros cuando ella empezó a chuparlos, pero cuando ella inclinó la cabeza para crear un círculo húmedo alrededor de su ombligo, él  la detuvo, con el aliento torturado y ronco.

—Ven aquí —susurró—. Eres una bruja, ¿Lo sabes? Nadie me ha hecho sentir como tú... nunca he deseado a una mujer como te deseo a tí —gimió, mientras la colocaba debajo de él, temblando violentamente.

Había tal generosidad en ella, tal sensualidad que Pedro estaba completamente embrujado.

—Si soy una bruja, tú eres un mago —susurró Paula unos segundo después cuando su cuerpo empezaba a seguir el ritmo frenético que él marcaba. El sexo que Rafael y ella habían compartido había sido dulce, agradable, pero nada como aquello... nada en absoluto. Ella había oído cosas, leído, pero nunca lo había sentido... nunca. ¿Cómo podía haber olvidado aquello? ¿Cómo podía haber desaparecido de su memoria? Estaba segura de que pensaría en Pedro cuando el último aliento escapara de su cuerpo.  Unos minutos después,  llegaba al clímax y casi inmediatamente sintió el ardiente chorro de lava masculina entrando sensualmente en su cuerpo.

—Eres la más... —empezó a decir Pedro, besándola en el cuello. Cuando paró, Paula lo miró sonriendo a través de las lágrimas.

—Aún sigo sin creer que estamos juntos —dijo, emocionada—. Sigo sin creer que sea real, que nos tenemos el uno al otro. Es tan maravilloso, tan mágico... y me siento tan... no sé —añadió, rozando los labios del hombre con un dedo—. Necesitas un afeitado —sonrió, acariciando su cara.

— Sí —murmuró él, poniéndose alerta—. He dejado mis cosas en el coche. Y, ya que tengo que ir a buscarlas, aprovecharé para ir a comprar el periódico.

— ¿No las subiste anoche?

— Sí, pero olvidé la maquinilla —mintió Pedro.

— Bueno, si vas a ir a comprar el periódico, puedo ir contigo...

— ¡No!... —protestó él.

Eso era lo último que quería. Ir a comprar el periódico no había sido más que una excusa para ir al hotel a buscar sus cosas—. No. El médico ha dicho que tenías que descansar —le recordó suavemente—. Iré a buscar el periódico y después desayunaremos juntos.

— ¿Qué día es hoy? —preguntó Paula entonces.

— Domingo —contestó Pedro, alegrándose de poder decir la verdad por primera vez en muchas horas.

—Ah, entonces no tienes que ir a trabajar. ¿En qué trabajas, Pepe?

—No trabajo —contestó él—. Bueno, en realidad, vendí mi negocio hace algún tiempo y ahora tengo inversiones...

— Inversiones. Eso me suena —dijo Paula, frunciendo el ceño. Pedro esperaba ansioso—. No, no me acuerdo. ¿Es así como nos conocimos? ¿Me aconsejabas sobre alguna inversión? Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para esconder su reacción.

—No voy a decirte nada. Recuerda lo que dijo el médico...

—Lo sé... que volveré a recordar las cosas de forma gradual —suspiró ella—. Bueno, ve a comprar el periódico, pero no tardes.

Aquello se estaba convirtiendo en una telaraña de mentiras, pensaba Pedro mientras saltaba de la cama.

Engañada: Capítulo 17

—Buenos días.

Pedro se había sentado en la cama e intentaba recordar los acontecimientos de la noche anterior.

—Llevo mucho tiempo despierta —dijo Paula, sentándose también.

Pedro ahogó un gemido cuando la sábana se deslizó, dejando sus pechos al descubierto. Habría deseado cubrir su desnudez, pero ella no parecía inhibida y lo besaba con tanta naturalidad que él no pudo hacer nada.

—Deberías haberme despertado —dijo, con sequedad, devolviéndole el beso tan rápido como pudo—. Voy a hacer un café. ¿Cómo te encuentras?

—Mejor que nunca. Vamos a dejar el café para más tarde —sonrió ella, acurrucándose a su lado—. Todo esto es tan nuevo para mí —murmuró. Sus ojos se habían oscurecido de repente—. Pepe, no puedo creer que... que he tenido la suerte de conocerte. Sé que debo haberte dicho esto antes, pero después de la muerte de Rafael tenía tanto miedo que... no quería dejar que nadie entrase en mi vida por si... El dolor cuando perdí a Rafa fue horrible. Y, además, me sentía culpable. Él era tan joven... estaba tan vivo y, de repente, se fue. Pensé que lo mejor era no volver a arriesgarme con nadie. Yo solía ir con él en el barco, pero aquel día me quedé en casa —añadió, con voz temblorosa.  Pedro la escuchaba sin interrumpirla, dándose cuenta de que ella deseaba hacerle esa confesión—. Los guardacostas dijeron que debió ser golpeado por una ola. Rafa era un marinero experto y cuidadoso. Nunca se arriesgaba, íbamos a cenar en casa de sus padres esa noche y yo lo esperé y lo esperé y... —Paula volvió a hacer una pausa y Pedro frunció el ceño.  Lo que ella acababa de contarle era bien diferente a lo que él había creído que había sido su vida y la emoción que había en su voz era auténtica—. No sé cómo nos conocimos o por qué cambié de opinión. Siempre he protegido mucho mis... emociones — sonrió ella entonces –.Bueno, ahora puedo entender cómo me convenciste —añadió, poniéndose colorada—. Pero lo que no entiendo es cómo llegamos a empezar la relación. Yo nunca... ¿Cómo nos conocimos, Pepe?

—El médico dijo que deberíamos dejar que recuperases la memoria de forma gradual —dijo él, después de aclararse la garganta. Lo que Paula acababa de decir había tenido en él un efecto mucho más profundo de lo que le gustaría reconocer—. Debías amar mucho a Rafael —se oyó decir a sí mismo.

Pero era preferible que hablase de Rafael, antes de que siguiera cuestionándole sobre su relación.

—Ahora me parece que ha pasado tanto tiempo y éramos tan jóvenes entonces... Crecimos juntos y, bueno, todo el mundo esperaba que nos casáramos —siguió diciendo ella, como si necesitara desahogarse —.No me interpretes mal. Nos queríamos mucho y éramos felices juntos, pero no había... no era como contigo — añadió, con voz ronca —. ¿Y tú? ¿Has estado casado, Pepe?

—Sí, brevemente —contestó él—. Pero mi matrimonio fue un error.

— ¿Sigues queriéndola? —preguntó Paula, ansiosa.

— ¿Si sigo queriéndola? —rió Pedro, amargamente—. No. Durante algún tiempo, después del divorcio, la odiaba, pero ya no siento nada por ella. Ni siquiera rencor. Fue culpa mía. No me di cuenta de que era una mujer egoísta, preocupada solo por sus caprichos, incapaz de entender que yo tenía que trabajar quince horas al día y no tenía tiempo de gastarme el dinero alegremente. La verdad es que los dos nos casamos con personas que no existían. Yo he aceptado que ella no era la mujer que yo creía que era hace mucho tiempo.

—La has perdonado por su parte en la ruptura del matrimonio —murmuró Paula—. Pero  me parece que no te has perdonado a tí mismo.

Pedro estaba atónito. Era una afirmación simple, pero nadie hasta el momento se había dado cuenta de eso, nadie había visto lo culpable que se sentía por aquel matrimonio equivocado.

—Al menos no tuvimos hijos.

— ¿No los querías? —preguntó Paula.

—Ella no los quería.

 —Rafa y yo éramos tan jóvenes... y, al principio, después de su muerte, yo lamentaba profundamente no haber tenido un hijo. Incluso ahora... — Paula sonrió con tristeza —. Pero tengo a mi ahijada, Valentina. Vive aquí, en Rye. Bueno, claro, supongo que la conocerás —añadió.

Pedro la miró, sin saber qué decir. Si Paula tenía familiares en Rye, no tardaría mucho en ponerse en contacto con ellos. Y entonces, ¿Qué iba a hacer?—. Pasa mucho tiempo fuera de la ciudad comprando material para la tienda y yo suelo ayudarla, pero últimamente no he podido hacerlo por mis otras obligaciones... Sus otras obligaciones.

El pulso de Pedro se aceleró. ¿Se refería a su negocio con Julián Cox? ¿Cómo podía interrogarla sin despertar sus sospechas?

—Ya sé que estás muy ocupada —murmuró.

Paula frunció el ceño.

— ¿Sí? —preguntó, confusa—. Oh, Pepe, no tengo ni idea... no puedo recordarlo —murmuró.  Pedro detectaba una nota de pánico en su voz—. Lo último que recuerdo fue hace unos meses... Era la semana antes de Pascua y Valen me había invitado a cenar en su casa... —las lágrimas habían empezado a asomar a sus ojos y Pedro, por instinto, la tomó en sus brazos para consolarla. Ella respondió escondiendo la cara en su pecho—. Pepe, abrázame, por favor —murmuró, temblando—. Me siento tan rara... mi cabeza... mis recuerdos...

—No pienses —aconsejó él.

—No pensar —murmuró ella, levantando la cara para mirarlo a los ojos—. No pensar... ¿Qué puedo hacer entonces? —era una pregunta totalmente innecesaria porque lo estaba haciendo; lo estaba besando con tal fervor que a él se le formó un nudo en la garganta. Nadie lo había tratado nunca de ese modo, nadie lo había tocado de esa forma, ni física ni emocionalmente—. Sabes muy bien.

—Tú también —respondió él con voz ronca. Podía sentir los pezones de ella endureciéndose y su propio cuerpo endureciéndose a la vez. Cerrando los ojos,  se dejó llevar por el deseo que lo quemaba como lava ardiente, rompiendo la barrera de su auto control. Aquella vez, sabía exactamente cómo tocarla y excitarla.

Ella murmuró algo cuando la besó en el cuello pero cuando fue su turno de tocarlo, parecía tímida.

—No recuerdo qué es lo que te gusta —dijo, insegura.

jueves, 17 de noviembre de 2016

Engañada: Capítulo 16

Pedro  sintió que sucumbía. Paula era tan pequeña, tan frágil que tenía miedo de hacerle daño y, tomándola por la cintura, la colocó sobre él, sin separar sus bocas un momento. Incapaz de detenerse, deslizó la mano por sus nalgas, afianzándola más sobre su cuerpo. Paula se movía sabiamente sobre él. Aquello era como estar en el cielo, maravilloso, increíble. Las manos de él se deslizaron hasta los pechos de ella, sin que él pudiera detenerlas. Estaban duros, tensos de deseo. Como si supiera lo que ella sentía, Pedro la atrajo hacia él, chupando primero una aureola y luego otra, haciendo que  gimiera de placer, que temblase de pies a cabeza, en éxtasis.

—Sí, Pepe, sigue —lo animó, cuando él empezó a besar sus pezones, la sensación recorriendo su cuerpo como nada que hubiera experimentado antes.

Levantó la pelvis, sintiendo una sensación que llegaba de dentro, de muy dentro, y empezaba a crecer a un ritmo al que ella, instintivamente, empezó a responder; todo su cuerpo moviéndose contra el duro cuerpo de Pedro. Él sabía que había perdido el control por completo. Allí estaba, cuarenta y dos años y, por primera vez en su vida, sabía lo que era experimentar un abandono total, un deseo urgente e imposible.  Quería poseerla, absorberla completamente, devorarla. Perdido en esas sensaciones, seguía chupando sus pezones y la oyó gritar cuando, accidentalmente, la mordió en aquella parte tan sensible. Maldiciendo en voz baja, empezó a apartarse, pero ella lo miró a los ojos—. No pares —murmuró, apasionadamente. Sus ojos eran del azul más cálido que había visto nunca.

Pedro lanzó un gemido ronco y tomó su cara entre las manos para besarla. Mientras lo hacía, Paula hizo lo que había estado deseando hacer desde que lo había visto en el hospital. Cuando Pedro sintió los dedos de ella cerrándose sobre su masculinidad, tuvo que cerrar los ojos. Un gemido de placer inundó su garganta. Sabía que debería apartarse, pararla, pero también sabía que no iba a hacerlo. Había algo tan insoportablemente erótico en que ella guiara su cuerpo dentro del suyo, algo tan dulce en la expresión absorta de su cara mientras lo hacía, que su voluntad se disolvió. Era un momento de placer total, caliente, húmedo, salvaje... Paula lanzó un gemido de placer al tenerlo dentro. Se movía expertamente y contuvo el aliento cuando él la tomó por las caderas para guiarla. Era el turno del hombre para tomar el control, para marcar el paso, para moverla con el ritmo de su deseo y ella no podía creer cuánto le gustaba que hiciera aquello, cuánto disfrutaba de cada oleada de placer, de cada uno de los movimientos del hombre dentro de ella. Lentamente al principio, más rápido después, más fuerte, más profundamente... hasta que...

—Pepe, Pepe — Paula sollozaba su nombre mientras llegaba al orgasmo y sentía la caliente, poderosa liberación masculina dejándola mareada de satisfacción. Exhausta, apoyó la cabeza sobre su pecho y cerró los ojos mientras sentía que él la envolvía en sus brazos.

¿Qué había hecho?, se preguntaba Pedro, furioso consigo mismo. ¿Qué había sido de su fuerza de voluntad, qué había sido del hombre que siempre sujetaba sus emociones con mano de hierro? Había perdido la cuenta de las veces que había rechazado la posibilidad de una breve aventura. Las cicatrices dejadas por su matrimonio lo habían decepcionado tanto que no quena arriesgarse a un segundo fracaso. Su orgullo y sus principios morales le habían impedido tener relaciones sexuales en mucho tiempo... Y, sin embargo, allí estaba, relajado y en paz, aún sintiendo los suaves ecos del placer que la mujer que dormía a su lado le había proporcionado. Y, peor aún, ese placer había despertado la clase de respuesta que sabía era una ironía. Sentía deseos de protegerla, sentía ternura por ella; deseaba abrazarla, deseaba seguir sintiendo aquel cuerpo suave sobre el suyo. ¿Cómo podía ser, si la despreciaba, si ella sería la última mujer en el mundo a la que él podría amar? Era imposible que su amnesia fuera fingida, la enfermera se lo había dicho, pero él no sufría amnesia y sabía perfectamente que, a pesar de la animosidad que sentían el uno por el otro, desde el principio había habido una corriente de atracción física entre los dos. También sospechaba que era eso lo que había hecho que Paula creyera que compartían una relación, un pasado y... una cama. Pero eso no explicaba cómo una mujer que él sabía una estafadora sin escrúpulos se había metamorfoseado de repente en una mujer tan tierna, generosa y amante que lo había dejado sin aliento. Nadie le había dicho las cosas que ella le había dicho mientras hacían el amor, mostrándole abiertamente que era deseado y amado. ¡Amado! Contuvo el aliento. ¿Qué demonios iba a hacer con aquella mujer?