martes, 26 de enero de 2016

Sanaste Mi Corazón: Epílogo

¡Ya llega! ¡Ya llega! —gritaba Joe, pero hacía unos segundos que Paula había localizado a la alta figura que corría entre un grupo de atletas federados.

Los otros participantes en la carrera, que llevaban disfraces festivos, muchos de los cuales apenas les permitían correr, aún tardarían en llegar, pero los que corrían «en serio» estaban a punto de entrar en meta. Y, por mucho que todos fueran vestidos igual, para ella no había más que un par de piernas digno de contemplación.

Sosteniendo  con  cuidado  su  diminuta  carga  en  la  maquita,  fue  avanzando  entre  la muchedumbre hacia la línea de meta.

Pedro estaba doblado por la cintura, con las manos apoyadas en los muslos, recuperándose. Alzó la cabeza brevemente al llamarlo alguien por su nombre desde lejos.

—Anda, pero si has sudado y todo...

Al oír la cariñosa burla, se enderezó, sonriente. Así, de cerca, se veía que, en efecto, tenía el cuerpo cubierto de sudor. Pero eso era prácticamente todo lo que el ansioso y experto ojo de Paula podía descubrir como rastro de la paliza que su amado marido acababa de darse. Era un alivio: había sido muy sensato y disciplinado en su preparación, pero lanzarse a participar en la maratón de Londres transcurridos tan pocos meses desde su accidente... Paula no dudaba de que la acabaría: ¡lo interesante era saber en qué estado!

—He hecho una buena marca, ¿a que sí? —sonaba casi tan orgulloso como cuando alzó en brazos a su hijita recién nacida y pronunció por primera vez su nombre. Paula  lo miró con arrobo de enamorada mientras él se ventilaba un litro de agua.

Se les acercó una joven de uniforme, que llevaba un cobertor metalizado, para ayudarlo a conservar  al  máximo  el  calor  corporal.  Paula lo  tomó,  dándole  las  gracias,  y  se  lo  puso cuidadosamente a su marido sobre los anchos hombros.

—¿No te ha dado ningún problema?

—Ninguno —contestó alegremente, dándose una palmada en la pierna izquierda. Luego, en un tono más reflexivo, mirándola a los ojos, añadió—. Verás, ángel mío, el día que me juré a mí mismo, cuando parecía que no podría volver a andar, que participaría en la maratón, creo que parte de mí sospechaba que lo haría en silla de ruedas.

—Ya lo sé —Paula estaba a punto de llorar. Pero él borró toda solemnidad con una sonrisa pícara.

—Lo que no entraba en mis planes, te lo aseguro, es que las dos mujeres más importantes de mi vida me estuvieran esperando en la línea de meta.

El amor absoluto que brillaba en sus ojos volvió a hacer aflorar las lágrimas a los de su esposa. Él dio un paso y ella reclinó la cabeza en su hombro, mientras Pedro levantaba un poquito el ala del gorro que protegía la cabecita de su niña.

—¿Cómo ha estado? —preguntó en un susurro.

—Inquieta al principio, pero lleva dormida un buen rato.

Paula sonrió con indulgencia. Los dos seguían siendo muy protectores con su bebé. A fin de cuentas, si el embarazo hubiera llegado a término, la niña no tendría más que dos semanas de vida. Lo cierto era que estaba a punto de cumplir los tres meses. Olivia había ido directamente a la incubadora y se había pasado allí diez semanas, durante las cuales Paula había llegado a apreciar en todo su valor la fuerza del hombre con el que se había casado. Sin su amor y su continuo apoyo no habría podido superar una prueba como esa.

—Bueno, pues no falta más que pasar la gorra.

Pedro corría con el logotipo de dos asociaciones de ayuda muy caras al corazón de ambos. Una  era  la  de  lesionados  de  la  médula  espinal  y  otra  la  de  apoyo  para  padres  de  bebés prematuros.

—Ya me encargo yo de hablar con los patrocinadores.

—Pues claro: eres quien mejor me vende —afirmó él, mirando con orgullo a la preciosidad que tenía por esposa—. ¿Me das un beso, o esperamos a que me duche?

Sonriente, Paula se puso de puntillas, siempre sosteniendo con un brazo la hamaquita de Olivia.

—¿Desde cuándo —le preguntó al oído— me molesta a mí que estés acalorado y pegajoso?

Con una risa ronca, Pedro bebió de sus labios aún con más ansia que antes de la botella de agua.

—El año que viene, debemos hacerlo juntos —dijo, convencido.

—Llevamos haciéndolo juntos casi un año.

—No es eso, gamberra. La maratón.

—¿Yo?

—Te encantará —afirmó Pedro, riéndose de la expresión de horror de su mujer.

—¡No cuentes conmigo!

—Ya veremos...

No cabía duda de que acabaría por convencerla, como hacía siempre. Ojalá no fuera tan horrible: a él le gustaba... Con un suspiro, Paula echó a andar hacia los patrocinadores, acompañada de su maravilloso marido y de la hijita de ambos. Él se detuvo y, al levantar la vista, Paula vió que un equipo de televisión se les acercaba. Con una sonrisa, pensó en las desavenencias pasadas de Pedro con la prensa y luego, con orgullo, en que los tres formaban un magnífico equipo.


Le  quedaban  años  y  años  de  embarcarse  en  aventuras  con  Pedro. ¿A  quién  podría sorprenderle que se sintiera henchida de felicidad?



FIN

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