martes, 26 de enero de 2016

Sanaste Mi corazón: Capítulo 37

—Paula, yo estoy acostumbrado a ver mi vida, mejor dicho, un culebrón remotamente parecido a mi vida, expuesto en los diarios sensacionalistas. Y tú sabes perfectamente que, en este mundo moderno, sigue habiendo un doble rasero para hombres y mujeres.

Paula no pudo sostener su mirada de cinismo.

—Y, suponiendo que lo que dices sea cierto, ¿cómo piensas solucionarlo?

Mientras ella preguntaba, él ya había empezado a abrir sus cajones.

—Me voy a casar contigo, por supuesto —dijo, mientras sacaba un puñado de prendas... todas de lencería, por cierto. Paula se había lanzado hacia él para cerrar el cajón y obligarlo a soltar lo que sacaba, pero al oírlo se detuvo y de sus dedos sin fuerza se escapó el gracioso sujetador de color rosa que había conseguido arrancarle.

—¡Por supuesto!

Tanto  como  la  emocionaban  las  cinco  primeras  palabras  de  la  respuesta  de  Pedro la enfurecían las dos últimas. ¡Por supuesto! Debía de creer que, porque ella había sido su juguete en la cama, iba a serlo siempre.

Acordarse airada de aquello abrió la puerta a una marea de imágenes eróticas. Hizo un esfuerzo por apartar la vista de la provocativa boca de él.

—¿Y  no  te  parece  que  tu  solución  es...  cómo  diríamos...  un  poquito  extremada?  —le preguntó con sarcasmo.

Nada podía repugnarla más que el que Pedro quisiera casarse con ella por un falso sentido de culpa. ¿Acaso esperaba él que eso la satisficiera? Por supuesto que quería estar con Pedro, más que nada en el mundo, pero no lo quería a cualquier precio. El deber no podía reemplazar al amor. Y si él la hubiera amado, no habría esperado tanto para buscarla.

—Hubo un tiempo en que esa idea no te parecía ridícula —le recordó él.

—¿Acaso me ves reírme?

Pedro  contrajo la mandíbula. Cada vez le costaba más controlarse. Dominar su ira y, sobre todo, el deseo físico que ella despertaba.

—Piénsalo, Paula, es lo más sensato.

—¡Será para tí! —saltó ella—. ¿Cuánto se supone que iba a durar el tal matrimonio? ¿Hasta que mi buen nombre quede restablecido? Me parece que no has pensado en las consecuencias de ese paso. No soy ninguna flor de invernadero que no pueda soportar unos cuantos cotilleos. Y, además, entra en mis planes irme al extranjero —hasta la fecha, lo único que había hecho era un par de preguntas en dos sitios oficiales, pero no consideró oportuno darle tantas precisiones.

—¿Cuándo hiciste esos planes?

¡Lo que faltaba! ¿Pretendería que lo consultara, alguien que no se había preocupado de ella en un mes? ¿O es que lo molestaba que a su dispositivo de vigilancia se le hubiera escapado eso?

—¡Desde que no tengo por qué contar con nadie! —le explicó, con cordialidad—. Eso es lo bueno de ser libre —siguió, fingiendo entusiasmo—: No creo que mi notoriedad me siga fuera del país.

El graznido de frustración de Pedro la habría hecho reírse en cualquier otra situación.

—¿Y a dónde se supone que vas?

—A Australia —improvisó ella.

¿Y por qué no? Puestos a emigrar... ¡A las antípodas!

Pedro soltó un juramento.

—¿Y cuándo?

—En diciembre —no se atrevió a dar una fecha más próxima.

—¡Pero si faltan cuatro meses! ¿Y hasta entonces qué vas a hacer?

Paula irguió la cabeza y sonrió.

—Pasar olímpicamente de los cotilleos.

—No te hagas la dura conmigo —le contestó, con tanta repentina dulzura que la animosidad de Paula desapareció en un momento—. Yo sé que no es así como te sientes —siguió él—. No querrás que me crea que no te has sentido ultrajada al verte en ese panfleto.

«Yo misma no lo habría podido describir mejor».

Pedro  le tomó la cara entre sus manos y la hizo levantarla.

—Mírame a la cara, Paula.

Ella reprimió un sollozo e hizo lo que él ordenaba. Con suavidad, Pedro le apartó un mechón de pelo y el roce de sus dedos la exacerbó aún más. Lo que se leía en aquellos ojos azul ultramar aceleró su corazón. No, no podía ser, se dijo. Era compasión, había venido a verla por pena. Si de verdad le importara, la habría buscado en cuanto se enterase de la verdad.

—Como es lógico, ya me he enterado de lo que sucedió al morir tu madre —dijo él en ese momento, sobresaltándola una vez más.

Y entonces hizo algo que la sorprendió mucho: bajó la vista, como si no pudiera sostener su mirada, vaciló, cerró los ojos un momento y, tras unos instantes de manifiesta lucha por recuperar la compostura, dijo:

—Me porté como un cerdo contigo.

—¡No! ¡Eso no! —protestó ella instintivamente, aunque le había dedicado peores adjetivos en las largas noches en las que permanecía despierta, consumida de añoranza por él. Pedro se quedó, a su vez, sorprendido. Ella enrojeció.

—Bueno —dijo más tranquila—, sí, lo fuiste. Pero hubo circunstancias atenuantes.

—¿Tú crees? Bien, déjame que te las explique —contestó él, con la voz ronca.

Y, al mismo tiempo, en un gesto casi automático, Paula lo vió llevarse a la cara el breve trozo de seda color rosa que aún tenía en la mano y aspirar profundamente. La temperatura del cuerpo de Paula subió varios grados de golpe. Era evidente que él apenas conservaba el control de todos sus actos: aquello lo había hecho casi inconscientemente. Y eso lo volvía aún más erótico. Kat se sentía derretir. Si en ese momento hubiera repetido su propuesta, le habría contestado que sí y que sí y que mil veces sí.

—Al principio —estaba relatando Pedro, despiadado consigo mismo—, yo era el tipo que tenía ideas, más o menos novedosas —ante la intensidad con la que él hablaba, Paula sacudió la cabeza para despejar la confusión provocada por el deseo—. Además, tenía contactos: me pasaba el tiempo recorriendo el país y viajando a otros países para conseguir clientes, asociados, apoyos. Y de la administración se encargaba Damián.

—¿Del dinero? —preguntó ella, con suavidad. —Del dinero —corroboró él con fuerza—.

¡Qué idiota fui!

—¡Pero si era amigo tuyo!

—No, escúchame, y tal vez cambies de opinión sobre mi amistad. Al descubrirse al fin que Damián  prácticamente  se  había  jugado  el  patrimonio  de  la  compañía,  tuvimos  una  fuerte discusión.

A Paula le parecía lo más natural, pero, por lo que se veía, para él era algo doloroso. Con las mandíbulas  tan  apretadas  que  tenía  que  resultarle  casi  imposible  hablar,  los  ojos  de  Pedro buscaron los suyos. Paula sintió miedo y se dio cuenta entonces de que había empezado a acariciarle los brazos, con amplios movimientos que buscaban tranquilizarlo.

—De allí se marchó directamente a suicidarse, Paula.

—Eso es... —dijo ella, al cabo de un silencio— espantoso, Pedro, pero no fue culpa tuya.

—¿No? Era uno de mis mejores amigos y yo no hice nada por ayudarlo. Lo único en lo que podía  pensar  y  lo  único  que  repetía  era  que  me  había  traicionado,  que  había  hundido prácticamente la empresa, puesto en peligro los empleos de mucha gente... No hablaba más que de mí y de mis proyectos. A él le hacía falta ayuda y yo lo fallé. Lo que pensaba hace un mes era: ¿y si también le fallo a ella? Mejor para tí si me abandonabas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario