—Pues yo diría que se ha saltado usted todas las alarmas de su cuerpo esta mañana, señor Alfonso.
Paula ya había visto otros especimenes parecidos, aunque no con un acabado tan notable como el de él, claro: un tipo de varón que se obligaba a sí mismo y a su cuerpo a ir siempre más lejos. Una fuerza de voluntad a prueba de bombas, lo cual implicaba, seguramente, la capacidad de triunfar en lo que se propusiera, pero también, inevitablemente, los peores pacientes del mundo.
—Puede que mi madre crea que necesito las atenciones de una enfermerita minifaldera...
Y, al decirlo, para infinita desazón de Paula, Alfonso procedió de nuevo a desnudarla con la mirada. Comprendía que lo hacía para alterarla, pero no pensaba dejarse desconcertar.
—... pero le aseguro que no es así. El que usted no se dé por apercibida de su despido no cambia las cosas.
No era nada fácil aguantar la mirada de aquel pedazo de arrogante, pero Paula comprendió que no podía retroceder en ese momento. No sabía cómo afrontar a alguien con un sentido tan arraigado del mando, pero no le quedaba más remedio que hacerlo.
—Soy fisioterapeuta, no enfermera.
—Si usted lo dice...
O sea, ¿que el tipo creía que se lo estaba inventando? Paula se contuvo para no salir corriendo a buscar sus títulos y siguió hablando con él.
—Tampoco el no darse por apercibido de que está sintiendo dolor le va a servir de gran cosa a usted —le contestó con serenidad.
Pedro rechinó los dientes.
—Por otra parte, con ser grosero e irracional conmigo no va a conseguir que me marche. He tenido pacientes pediátricos que eran verdaderos...
Hernán emitió en ese momento unos sonidos alarmantes, como si se estuviera ahogando. Pero
Pedro estaba demasiado asombrado para notar que su amigo se moría de risa.
—¿No estará sugiriendo que me comporto como un niño? —preguntó, incrédulo.
—Niño no lo es usted más que para su madre, señor Alfonso —le explicó ella, afablemente—. Para mí, no es usted más que otro cliente.
¡La brujita aquella le estaba perdonando la vida! El que físicamente fuera la encarnación de un sueño erótico no servía más que para acentuar que su comportamiento era digno de una niñera victoriana. ¿Qué tipo de ropa interior llevaría? ¿Casto algodón blanco, o cuero negro?
—La verdad, no entiendo cómo le han dado el alta tan pronto.
—¿Tan pronto? —volvió a escupir él, recordando todas las semanas y meses de inmovilidad transcurridos.
—No le han dado el alta ellos —aclaró Joe—. Aunque cabe sospechar que habrán dado un enorme suspiro de alivio colectivo, al perderlo de vista —y siguió, con afecto mal disimulado—. Ya sé que ahora cuesta creerlo, pero ha sido el paciente perfecto hasta hará cosa de tres semanas...
No se quejaba de nada, lo hacía todo animosamente...
—Mostraba el grado deseado de obediencia... —interrumpió Pedro, salvajemente.
—Tiene usted razón. Me cuesta creerlo.
Pedro se volvió rápidamente hacia ella. Así que la enfermerita tenía sus garras. Pues aquello la convertía en un poco menos insulsa... Un poquitín menos.
—Y entonces, prácticamente de la noche a la mañana, se acabó. Me imagino que todos tenemos nuestro límite, incluso Pedro Alfonso.
—Me parece que te estás pasando con la ironía —gruñó Pedro.
—Y a mí me parece que lo que te pasa es que te cuesta delegar. ¿No es verdad, Pedro? —le dijo Hernán, amigablemente—. Creo que, en el fondo, le duele que su imperio no se hundiera al faltar él.
Pedro miró a su viejo amigo con los mismos tiernos sentimientos que despertarían en él una cucaracha conocida. Paula no entendía muy bien de qué hablaban: suponía que aquella historia de los imperios sería una broma entre ellos. En cambio, había algo que le parecía importante. Y que la preocupaba.
—Entonces, ¿es él el que ha pedido el alta voluntaria? ¿En contra de la opinión de sus médicos? —¡de eso Drusilla no le había comentado ni media palabra!
—¿Y a usted qué más le da? —preguntó Pedro—. Y, si no es mucho pedir, ¿le importaría no hablar de mí en tercera persona? Estoy hasta aquí... —y se pegó un golpe con el canto de la mano contra la frente, cosa que no mejoró el dolor de cabeza que ya sentía y sí estuvo, en cambio, a punto de hacerle perder el equilibrio— de esa estúpida costumbre de los médicos. Ya no hay nada que ninguno de ustedes, de cualquier especialidad, pueda hacer por mí ahora. Todo lo que en adelante suceda dependerá de mí.
La expresión de preocupación de Paula se intensificó. Si Pedro no estaba dispuesto a admitir limitaciones, su recuperación se vería retrasada, quizá durante meses.
—Tengo que hablar con su médico —dijo con decisión—. ¿Cómo se llama?
—¿Qué pasa, guapita? ¿Que no te enteras? Estás despedida. Aunque, bien pensado, tampoco estabas contratada.
—Contratada por usted, no. Contratada por Ana.
—Ana —repitió Pedro, pronunciando exageradamente, con una sonrisa cínica—. Me encanta. —
—Méndez. Su médico se llama Andrés Méndez —Hernán decidió que bien valía la pena comprar una sonrisa de aquel ángel al precio de la mirada asesina que recibió de Pedro.
—¿Y la clínica se llama...?
—Con amigos como tú... —declaró Pedro sombriamente, en cuanto la presunta fisioterapeuta se marchó en busca de un teléfono.
Hernán le contestó con una amplia sonrisa.
—Perdona, chico. Oye, ¿qué tal si te sientas? A mí no tienes que convencerme de que estás hecho de acero —comentó, con toda intención, mientras Pedro se dirigía cojeando a una butaca, y prosiguió—. Oye, Pedro, eres un maniático. ¿No has dicho esta misma tarde que iba a ser un latazo tener que ir todos los días a rehabilitación al hospital?
—Sí, pero puedo contratar yo al fisioterapeuta que me dé la gana. Como la fulana esta no se marche, el que se irá seré yo. No tengo por qué quedarme aquí —siguió, una vez disparado—. Si en mi casa hay demasiadas escaleras, me compro otra. Lo que no pienso hacer es seguirle el juego a mi madre.
Hernán sonrió.
—Lo único que quiere es verte alguna vez con una buena chica.
A cambio de su sonrisa, Pedro le devolvió otra, de extremado cinismo. —Sí, elegida por ella.
—Bueno, quizá se haya cansado de esperar a ver qué encuentras tú... La verdad, no se me ocurren muchos tipos en sus cabales que se hubieran prometido con Angela.
—Ni yo estaba prometido con ella, salvo, al parecer, en su imaginación.
—Eso lo sabes tú y lo sé yo, pero hay miles de lectores de la prensa popular que te tienen un inmensa lástima.
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