martes, 12 de enero de 2016

Sanaste Mi Corazón: Capítulo 11

—Quería preguntarle, señorita, si quiere que le traiga una bandeja para cenar aquí, en su habitación. Yo voy a cenar ahora, en el office, ¿quizá le apetecería cenar conmigo?

Paula se sintió aliviada. No tenía por qué haberse preocupado por que Pedro quisiera que cenara con él.

—Llámeme de tú, por favor. Mis amigos me llaman Pau—le dijo cordialmente, apreciando la amabilidad de la señora.

Se alegró de no haberse cambiado de ropa por si era convocada a cenar con Pedro. A fin de cuentas, era una empleada, ¡y muy contenta de estar con sus compañeros! ¿Qué chica sensata querría quitarse los vaqueros y ponerse un vestidito de tirantes para cenar con el hombre más guapo del mundo?

—Encantada  de  cenar  con  usted.  Estaba  empezando  a  sentirme  un  poco  sola  —había llegado la ocasión de sincerarse—. Verá, no estoy acostumbrada a esta organización, ya sabe, arriba y abajo...

—Ah, no te preocupes, querida —contestó la otra, saliendo al pasillo—. No tienes por qué quedarte encerrada en tu cuarto. Aquí no gastamos ceremonias...

Paula  pensó que eso dependía de con qué se comparase.

—La señora Alfonso  ha organizado una casa muy sencilla. No estamos más que el señor Sosa y yo, dos chiquitas del pueblo y los jardineros, claro: a la señora Alfonso le encanta el jardín. La cocinera ya se jubiló, pero vive en una casita, dentro de la finca, y viene a echarnos una mano siempre que tenemos invitados. Se enfadaría si llamásemos a otras personas.

—Sí, desde luego, el jardín es muy hermoso —acertó a responder a Paula y, después de carraspear, preguntó, con toda la naturalidad que pudo—. ¿Vendrá Ana... la señora Alfonso  esta noche?

El ama de llaves empezó a descender la escalera, de peldaños amplios y de poca altura.

—No creo. La señora Alfonso siempre avisa con tiempo, cuando tiene intención de venir.

—Pero —Paula se agarró con fuerza al pasamanos de la escalera—, yo creía...

Al ver que su interlocutora, que se había detenido para esperarla, la miraba con curiosidad, tuvo que hacer un esfuerzo para sobreponerse. ¡Solo faltaba que en la casa se enterasen de que ella sentía necesidad de carabina!

—Creía que esta casa era suya.

—Y lo es... nominalmente, pero en realidad fue el señor Alfonso el que se crió aquí —explicó volublemente  el  ama  de  llaves.  Luego  echó  un  vistazo  para  comprobar  que  no  había  nadie escuchando y dijo—. Yo creo que debió de ser por cuestión de impuestos por lo que puso la casa a nombre de la señora Alfonso—dijo, como si fuera un grave secreto.

—O  sea,  que  la  señora  Alfonso no  vive  aquí  —para  Paula era  incomprensible  que  alguien mantuviera una casa como aquella, con empleados, y vacía.

—Ah, no, no. Ellos viven en el castillo.

Ah, claro, eso lo explicaba todo: en el castillo. ¿Dónde, si no? Paula trató de sonreír, pero no le quedaban fuerzas. ¡A ella la habían traído a este sitio con engaños!

Su indignación no le impedía reconocer que, si contaba que la habían traído a una mansión para trabajar con un hombre que encarnaba las fantasías sexuales de las dos terceras partes del género femenino y pagándole una pequeña fortuna por ello, no iba a encontrar mucha gente que la compadeciera.

Por primera vez, se dio cuenta de que la opinión de Pedro sobre las maquinaciones de Ana podía no ser completamente infundada.

—Aquí es donde pasaban la mayor parte de las vacaciones escolares cuando el joven señor Pedro era pequeño. Y la señora Alfonso tenía unas normas muy estrictas entonces: no se podía hablar de negocios. No sé qué diría de esto —con un bufido de desaprobación, se volvió a mirar la puerta de la biblioteca, cerrada a cal y canto.

—¿Es que el señor Alfonso sigue ahí?

La otra asintió y Paula se sintió exasperada.

«¡Este hombre tiene la inteligencia de un mosquito kamikaze!»

—Llevan encerrados toda la tarde. Pidieron unos sandwiches. Te aseguro que la cocinera se ha llevado un disgusto —Paula empezaba a recelar de por qué no avanzaban más allá de la magnífica puerta de roble—. Y él tiene cara de estar muerto de cansancio.

—¿Sí? —no le gustaba nada cómo la miraba la señora Nuñez.

—Si yo trato de advertirlo, me mandará a paseo.

—¡Pero a mí no me haría ni caso! —protestó Paula.

—Tú eres como un médico —era evidente que al ama de llaves ese argumento le parecía irrebatible.

Paula se resignó a lo inevitable. Estaba enfadada, no con la buena señora, sino con Pedro, por obligarla a ejercer de niñera. Y, a todo esto, ¿desde cuándo tenían los pilotos de helicóptero reuniones de negocios que duraban horas? A lo mejor, se dijo al levantar la mano para llamar a la puerta, era una reunión de amigos lo que iba a interrumpir. Bueno, mala suerte: Pedro debería organizar mejor las cosas.

Dió unos golpecitos de aviso e inmediatamente entró, con más seguridad de lo que parecía posible. Era una auténtica biblioteca. Nunca había conocido a nadie cuya biblioteca supusiera más de un par de estanterías llenas de libros de bolsillo. Tal vez no fuera técnicamente la biblioteca de Pedro Alfonso, pero, indudablemente, a él se lo veía acostumbrado a utilizarla. También se lo veía, como bien había dicho la señora Nuñez, cadavérico.

Desde  donde  ella  estaba  lo  veía  de  perfil,  pero  se  apreciaban  las  profundas  ojeras,  en violento contraste con la extremada palidez del rostro. Paula experimentó dos impulsos absurdos: el de sacudirle duramente en la cabeza, a ver si así le entraba algo de sensatez en la sesera; y el de envolverlo en algodones, para que no lo alcanzara siquiera la corriente de aire al abrir la puerta.

Estaba, a Dios gracias, sentado en un sillón de cuero giratorio, con un ordenador portátil encendido  sobre  el  enorme  escritorio  de  caoba  y  pilas  de  papeles  por  todas  partes.  Lo acompañaban un hombre y una mujer que, en pie a uno y otro lado del escritorio, leían absortos en ese momento. Ninguno de los tres levantó la cabeza.

—Dígale a la cocinera que los sandwiches estaban deliciosos.

Y Paula lo vió mover disimuladamente unos papeles para tapar el plato, que seguía casi lleno.

Al fin alzó la vista, con una sonrisa que debía de costarle un poco.

Al verla, su reacción fue de asombro y de algo que puso bastante nerviosa a Paula.

—¡Paula! —la profunda arruga que se le había formado en la frente en esas horas se acentuó— ¿Qué haces aquí?

—Rescatarte de Pedro Alfonso—contestó ella, con cara de pocos amigos.

—¿Figura eso en el contrato? —inquirió él, amablemente.

En ese momento se escurrió un papel y Paula se inclinó automáticamente para recogerlo. Lo hizo antes de que llegara al suelo y lo devolvió a la pila a la que pertenecía, pero no pudo evitar en el intervalo ver el logotipo. Era muy llamativo, y ella había volado con Vuelo—libre en sus últimas vacaciones  en  el  extranjero.  Una  vez  identificado,  su  vista  se  dirigió  irremediablemente  al siguiente detalle más voluminoso del escrito: una firma grande y segura, como el hombre cuyo nombre figuraba bajo el cargo de Director General.

—Gracias.

¡Qué iba a ser un piloto! ¡Era el jefe de la compañía! Paula se quedó un rato mirando al vacío, sin  poder  reaccionar.  Y  no  podía  decir  que  hubieran  faltado  indicios,  pero  no  había  sabido apreciarlos.  Era  el  jefe  de  una  empresa  que  había  alterado  todas  las  reglas  del  mercado  y triunfado: desde luego, el perfil encajaba.

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