—¿Te lo has pensado mejor entre la puerta y la cama?
Buena pregunta, Puala.
—Dí: ¿es eso?
Había llegado el momento de recordar para qué estaba en esa habitación. Era una cuestión sexual, sin más adornos. Si se quedaba, tenía que recordarlo, no podía permitirse usarlo como base para construir una fantasía en la que ella era importante para Pedro. A la larga, sería menos doloroso así, se dijo con tristeza.
Por una vez fue él quien sintió la necesidad de romper el silencio.
—Me doy cuenta de que no te acostarás con hombres que necesiten, literalmente, tu apoyo para llegar a la cama —su risa no era divertida y la mirada que echó a su pierna izquierda era de profundo desprecio por su propia debilidad—. Eso sí, en cuanto alcance la horizontal, creo que no te decepcionaré.
Su fanfarronería molestó a Paula bastante menos que su actitud hacia su lesión y la estúpida preocupación que al parecer le atribuía a ella por su agilidad.
—Eso ya se verá —le contestó, con una voz clara y llena de confianza.
Bien: solucionada la cuestión de la compasión de sí mismo. Viendo su desconcierto, Paula se alegraba de haber conseguido descolocarlo. Ese era el momento que tenía que aprovechar, si quería decirle cuatro cosas.
—¿Desde cuándo —le sermoneó— hacer el amor es cuestión de estar en forma? Y, además, ¿cómo sabes si yo no te prefiero débil, y a mi merced?
Sus ojos azules se iluminaron.
—Entonces, soy tu hombre.
—Deja de decir frivolidades.
—Hablaba en serio. Además, tienes razón.
—¿Ah, sí? —eso sí que no se lo esperaba.
—Una mujer hermosa tendida sobre mi cama siempre tiene razón.
Pedro trasladó su considerable anatomía a la cama, junto a ella y sus largos dedos aprisionaron la barbilla de Paula, impidiéndole que apartara la mirada.
—Porque tú eres hermosa, esta es mi cama...
Aunque hubiera querido discutirle cualquiera de esos axiomas, no habría podido, porque lo que brillaba en sus ojos azules la estaba haciendo encogerse por dentro.
Él recorrió con el dedo las exquisitas líneas del óvalo de Kat. Notó cómo se estremecía y sus ojos se ensombrecieron.
—Y yo llevo pensando en cómo meterte en ella casi desde el primer momento que te ví—y, en un tono que era pura persuasión felina—. Estaba escrito, Paula.
Paula no necesitaba que la persuadieran.
—¿Escrito en tu agenda? —Paula era muy consciente de su propia debilidad. Inició una breve carcajada, que se convirtió en un gritito agudo cuando él le plantó bruscamente una mano en el pecho y la empujó.
—¡Ay! Soy una mujer caída.
La risa de Pedro era como una caricia.
—Qué prometedor suena eso...
Las miradas se cruzaron y los dos dejaron de sonreír. Sin mediar más palabras, Pedro le levantó las piernas, colocándola entera sobre el lecho. Actuaba con una urgencia muy halagadora y a ella no se le ocurrió recomendarle que tuviera cuidado con sus movimientos. Parecía saber muy bien lo que hacía.
«Menos mal que al menos uno de los dos lo sabe».
Con el pulso acelerado, Paula se mantuvo inmóvil mientras él se tendía a su lado, sobre el costado. Sin pensar qué hacía, levantó ambas manos y le pasó los dedos por la cara. Pedro le besó la palma de la mano.
—Eres una auténtica belleza —musitó, con reverencia, y se sintió inmediatamente liberada de una pesada carga, al poder decirlo en voz alta.
El esbozó una sonrisa tierna y feroz al mismo tiempo.
—Una belleza maltratada, ¿no? —y se llevó la mano a la cicatriz de la mejilla.
—Quiero besarte las cicatrices. Una a una.
Él siguió besándole la palma, trazando los contornos de su relieve, y extendiéndose luego hacia la no menos sensible cara interna de la muñeca. Dió un gemido y apretó la cara contra la mano abierta de Paula.
—No puedes hacerte idea de lo que ha sido el que tú me tocaras, sin tocarme. ¿Me entiendes?
Su mano se deslizó suavemente bajo la fina tela del vestido. Paula dió un respingo.
—Qué suave es tu piel —murmuró, pasándole la mano por la pierna.
Cuando alcanzó el muslo, la respiración de Paula se aceleró. Cuando los dedos se escabulleron por debajo del encaje y tocaron el pubis, a ella se le escapó una exclamación.
—¿No te gusta? —Pedro sabía perfectamente que sí, pero quería oírselo decir. —¡Sí, sí!
Paula abrió los ojos, que tenía entrecerrados. Las lágrimas afloraron.
—¡No te pares! —suplicó.
Quería que no hubiera ninguna distancia entre los dos. Se movió hasta que las caderas de ambos estuvieron pegadas y aún se retorció un poco más al notar cómo se iba clavando la dureza de él contra su pelvis.
Sus miradas se encontraron y, sin perder el contacto visual, Paula pasó una pierna por encima de la estrecha cintura de él, para apretarlo al máximo contra ella.
La otra consecuencia de ese movimiento fue inmediatamente apreciada por Pedro, que deslizó un dedo sobre el humedal que se había abierto para él, avanzando, retrocediendo, encontrando, abandonando, cortejando el terso botón de carne.
Paula sintió que sus entrañas se fundían.
Él contempló cómo caía hacia atrás su cabeza y se estremeció cuan largo era al oír la agudísima nota que surgió de su boca. Con los ojos como carbones encendidos, Pedro se inclinó para hundirle la lengua profundamente. No la dejó respiro. Mientras lamía, chupaba, mordía, sus dedos seguían frotando el núcleo de su feminidad hasta que ella entregó todo control de sí misma y se sintió morir de puro placer.
Y, justo cuando no podía soportarlo más, él se detuvo.
En ese momento, Paula se encontraba encima de él, con el vestido enrollado a la cintura. Los dos temblaban.
—Dime qué quieres, Paula.
A ella casi la decepcionó la pregunta. Qué fácil era contestar a eso.
—Te quiero a tí Pedro.
Pedro había cerrado los ojos, pero su profundo suspiro de satisfacción fue completamente expresivo. Se incorporó, sentándose en la cama y Paula no tuvo más remedio que seguir el movimiento. Él se aflojó la corbata y la sacó por encima de la cabeza. Luego se desabotonó la camisa, mientras ella aspiraba su aliento, contemplaba como hipnotizada la textura de su piel y se rendía al deseo de tocarlo.
Bajo su mano abierta sobre el vientre de Pedro, notó la contracción de la firme musculatura y sus pechos se rebelaron contra la restricción del vestido. La mano de Pedro fue lentamente hacia su hombro y, con la misma torturante lentitud, fue bajándole primero un tirante y luego el otro. Sin dejar de mirarla a los ojos, localizó la cremallera a la espalda, la bajó y luego añadió el tironcito final para dejar sus senos al descubierto. La llave cayó al suelo. Paula se ruborizó y, sin pensarlo, levantó las manos para cubrirse. Con reconvención en la mirada, él le sujetó las muñecas.
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