sábado, 16 de enero de 2016

Sanaste Mi Corazón: Capítulo 17

Ojalá hubiera prestado más atención cuando Ana le hablaba de una novia que le había dejado plantado... por miedo a que quedase desfigurado. Valiente mema. ¿Qué son unas cuantas cicatrices, cuando amas a alguien?

—Solo porque tú hayas tenido una mala experiencia... —en cuanto empezó a hablar, vió cómo se ponía en guardia—. Ana dijo que había una chica... —trató de propiciarlo con una sonrisa y esa explicación—. No parece que fuera muy leal —no pudo evitar el reflejar parte de la indignación que sentía.

—No,  no  muy  leal  —reconoció  Pedro—,  sino  una  picara  de  cuidado  —explicó,  con  una expresión de nostalgia. Nunca había contado con que Ángela se quedara a las duras. La relación entre los dos no era más que para las maduras.

Paula  prefería no pensar en las cosas que cubría eso de «picara». Cierto que Pedro no mostraba ninguno de los síntomas habituales de quienes han sido abandonados, pero, seguramente, su orgullo no le permitiría reconocer que había sido herido. Justo cuando estaba a punto de ofrecerse gentilmente para escuchar sus penas, Pedro rompió el espejismo.

—Si buscara lealtad —dijo, desdeñoso—, me compraría un perro.

—Ya, la lealtad y la bondad no son cosas que valores mucho —comentó, mientras bajaba de espaldas los peldaños, supervisando el descenso de él. ,

¡Menos mal que eso formaba parte de su trabajo!. Porque no habría podido apartar la mirada de él aunque í; su vida dependiera de ello.

—Y supongo que tú sí —con un suspiro de placer, Pedro se hundió en el agua hasta la cintura.

—Bueno, yo no he perdido la esperanza de encontrar a alguien que vea en mí algo más que la talla que gasto, alguien que me ame por algo más que mi cuerpo.

¿A qué venía tanto hablar de su cuerpo? ¿No era bastante difícil ya la situación?

—A ver. Empecemos con esto... —e inició una serie de ejercicios muy suaves, que Pedro imitó a la perfección.

—¿Y tú? ¿Amarás tú a ese dechado —prosiguió Pedro con sus indiscretas preguntas— por algo más que su cuerpo?

A Paula le habría gustado contestarle que no era asunto suyo, pero no veía prudente negarse a contestar, si quería que su «problema» pasara desapercibido.

—¿Te parece que tus cicatrices me han producido repugnancia?

—Es que no es lo mismo. Como no te gusto... —¿eran imaginaciones suyas, o el tono de Pedro era de considerable escepticismo?—. Ni siquiera te gusto, ¿o es que no te acuerdas?

—¡Sí que me acuerdo! —Paula respiraba  aceleradamente, como si hubiera nadado varios largos—. No se me puede olvidar, mientras desperdicies tu energía incordiándome. ¿Hacemos una pausa?

—¿Tan pronto? Me parece que no estás tan en forma como deberías.

—Lo que no quiero es que hagas un esfuerzo excesivo por hoy —lo que más la irritaba era que no tenía forma de controlar la agitación de su respiración.

—¿Cómo puedes estar tan segura? —era como un perro con un hueso— ¿De que no irás a enamorarte de alguien por su físico? Vale —dijo, al verla sulfurada—, tú en un nombre buscas la fuerza interior, pero lo más probable es que lo primero que te llame la atención sea un trasero musculoso.

—Da la casualidad de que no voy mirando el trasero a los hombres, ni musculoso ni sin muscular.

—Salvo en un contexto profesional —matizó él, fingiendo solemnidad.

Si eso era una indirecta sobre su anterior escrutinio de su cuerpo, Paula prefería no darse por enterada.

—De  acuerdo,  supongamos  que  llevas  la  vista  un  poco  más  alta.  Pero,  ¿qué  sucede  si conoces a un tipo que sea tu tipo, tu príncipe azul, lo que soñabas de adolescente?

«Eso. ¿Qué pasa?»

—Tú sabrás la respuesta.

—Pero, ¿qué oigo, señorita Chaves? Me parece entender que me está llamando guapito. No sé qué decir —su parodia de timidez la habría divertido mucho, si no hubiera estado tan tensa. —No perdamos las ilusiones.

—Desde luego, pero insisto...

—Sí, desde luego, eres insistente.

—Insisto en que, llegado el momento, quizás tus elevados principios te fallen.

—En cuanto lo hagan, serás el primero en enterarte. ¿Qué tal si seguimos con los ejercicios? —No, prefiero nadar un rato.

—No creo que estés preparado para eso.

Él sonrió e, inmediatamente, se lanzó sin romper apenas la tersura del agua hacia la parte más profunda de la piscina. A Paula no le quedó más remedio que seguirlo, a pesar de que no era muy buena nadadora y prefería quedarse donde hiciera pie. Él ya había recorrido la mitad de la distancia, sin esfuerzo aparente, cuando ella lo alcanzó.

—Ah, qué maravilla —exclamó Pedro, que flotaba tranquilamente panza arriba. A Paula le suponía mucho más esfuerzo mantenerse a flote.

—¡Vaya estupidez que acabas de hacer!

—Deberías hacer ejercicios de respiración —le recomendó él.

La  última  gracia  fue  la  que  colmó  el  vaso  para  Paula,  que  había  pasado  un  buen  susto, temiendo que él tuviera un calambre en la parte profunda y que ella no pudiera ayudarlo.

—¡No estoy aquí para hacer de guardaespaldas ni de niñera! —gritó—. Si no piensas hacer nada de lo que digo, más vale que me marche —se olvidó de pedalear para sostenerse y tragó un buen buche de agua. El miedo y la descoordinación de sus movimientos mantuvieron su cabeza debajo del agua más tiempo del debido, hasta que un brazo de acero la sacó de nuevo al aire.

Cuando pudo ver su situación, los brazos de Pedro la sostenían por debajo de las axilas.

—Estás bien —le murmuró suavemente al oído, tan persuasivamente que, si no se hubiera sentido la garganta en carne viva, Paula lo habría creído—. Relájate.

Eso era más fácil de decir que de hacer. Paula luchó contra la reacción instintiva de agarrarse a él.

—Buena chica. Yo haré el trabajo.

Su responsabilidad profesional le dictaba justamente lo contrario a Paula, pero el miedo la obligó a apoyar la cabeza en su hombro, como él pretendía. Aguantó hasta notar que hacía pie. Entonces luchó por soltarse y se puso en pie.

—¡Pero si no sabes nadar!

—Claro que sé nadar. Lo que no sé es nadar tan bien como tú —contestó, apartándose el pelo mojado de la cara con manos temblorosas. Desde luego, él se movía con una elegancia inigualable dentro del agua.

—¿A eso lo llamas nadar?

¿Pero es que la experiencia no había supuesto humillación suficiente, sin que él frotara sal en la herida?

—¿Por qué has ido hasta donde no hacías pie, si no podías sostenerte?

—Alguien tenía que estar allí —a pesar de la indignación que sentía, tuvo que dejarse caer en la parte menos profunda de la escalera—, por si te sucedía algo —agotada, inclinó la cabeza hacia delante.

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