sábado, 16 de enero de 2016

Sanaste Mi Corazón: Capítulo 19

—Y eso, ¿qué tiene que ver?

—A eso iba. Al decirte... —fue incapaz de repetir lo que le había dicho—. Mi trabajo es, por su propia naturaleza, muy... táctil. En fin, quiero decir, que no puedo hacer un trabajo decente si, cada vez que te mire, o vaya a... intervenir, tengo que tener presente que no debo alentar tus sospechas.

—O sea, que te preocupa que piense que has decidido pasar por alto mis graves defectos, como el de ser millonario.

—No te olvides de tu arrogancia.

—Resumiendo: que lo que te preocupa es que yo piense que te lo estás pasando demasiado bien mientras trabajas.

—Por ahora, no corremos ningún peligro de que eso suceda —Paula estaba harta de sentirse nerviosa y alterada continuamente. Si esto era el amor, desde luego no entendía la buena prensa de  la  que  goza—.  Bueno,  sí,  eso  es  exactamente  lo  que  quería  decir  —añadió,  sin  que  la preocupara el contradecirse en el espacio de dos frases—. No puedo pasarme la vida preocupada por si crees que me estoy insinuando. Y, la verdad, a la vista de cómo acabas de reaccionar a lo que te ha parecido entender, me temo que eso es exactamente lo que sucedería

Paula exhaló un suspiro de alivio. ¡Al fin lo había dicho! E incluso había sonado plausible.

Pedro   tenía  muy  claro  que  su  argumentación  era  perfectamente  atacable  desde  varios ángulos, pero no tuvo corazón para seguir atormentándola.

—Qué pena... ¡No, tú ahora no te escapas! —exclamó con firmeza, sujetándola cuando se iba a incorporar. Los problemas musculares no afectaban para nada a sus brazos. Paula se resignó a seguir sentada.

—¿Serían las cosas menos... indecentes —cómo le s gustaba pronunciar esa palabra—, si fuera yo quien te despidiese?

¿A qué venía eso?

—Te acabo de decir que no es cuestión de indecencia y no me puedes despedir, porque ya he  renunciado  yo  —y  la  pobre  Paula siguió  sentada  donde  estaba,  tratando  de  simular  que  el contacto de la mano de él sobre su antebrazo no producía efecto alguno en su cuerpo. No, ella no estaba acalorada ni alterada.

—Tal como yo lo veo, tu problema es que, al mirarme, no piensas en mí como paciente...

—¡Ya te lo he explicado!

—Vale, vale, lo había entendido mal.

—Oye, no me des la razón como a los locos. Te estoy hablando en serio.

—¿Y tú te crees que cuando yo te miro, pienso en tí como si fueras, qué sé yo, la boticaria del pueblo, que está a punto de jubilarse?

Tan sorprendente pregunta, se dijo Paula, era seguramente el prólogo de un insulto de calibre más que grueso.

—Creo que prefiero no saber lo que piensas —dijo, en un tono de indudable santurronería.

—Bien, dejemos fuera de la discusión a mi sórdido subconsciente. ¿Me estás diciendo que tus pensamientos son puros cual nieve recién caída?

—Claro que no digo eso.

—De acuerdo: eres normal. ¿Qué es lo que te preocupa? No eres mi médico, ni te estás aprovechando de tu ascendiente sobre mí. ¡Mírame! —y la obligó a hacerlo, tomándola de la barbilla—. ¿Tú crees que se podría abusar sexualmente de mí, en contra de mi voluntad?

Paula trató de mirar a cualquier parte, excepto a sus ojos azules. Sabía que, una vez que se estableciera el contacto, quedaría a su merced y solo la liberaría la graciosa voluntad de él. ¡Cómo odiaba sentirse tan débil e impotente! ¿Esto era estar enamorada? ¿Cómo podía haber gente que buscase ese estado?

—Aquí no se trata de abuso de autoridad, y ni siquiera de falta de profesionalidad, Paula —siguió Pedro, en un tono más suave y persuasivo—. No estamos hablando de nada sucio ni contra natura... —una de sus cejas, oscura y soberbiamente delineada, se alzó, dándole una expresión entre divertida y diabólica—. Al menos, yo no —tuvo la cortesía de esperar hasta que a Paula se le pasó el ataque de tos para continuar—. Se trata, ni más ni menos, que de eso que en las películas americanas llaman «química».

—Nada de lo que dices es... procedente.

Qué cosas más pintorescas decía esa chica.

Paula se armó de calma y firmeza. Iba a apartar la mano de él de su cara. Mientras ejercía esa calma y esa firmeza, de modo inexplicable sus dedos quedaron entrelazados con los de Pedro.

—¿Por qué no me dejas que opine sobre lo que es procedente o no?

Y,  en  ese  preciso  momento,  al  parecer,  lo  que  consideraba  procedente  era  que  ella  lo tocase. El rostro de Pedro llenaba por completo su visión, mientras las pupilas de él funcionaban como imanes inquebrantables. Paula no vió, sino que sintió cómo él le separaba cada uno de los dedos y plantaba su mano abierta contra su propio muslo.

El desasosiego que ardía en el vientre de Paula se convirtió en efervescencia.

—¿No querías librarte de mí? —musitó.

—Eso era antes.

Cuando no se había enterado, por la propia boca de ella, de cuan fácil era como presa sexual. Una conclusión humillante, pero inevitable.

—¿Y no temes que esto sea parte de mi plan para llevarte ante el altar?

Su respuesta fue una sonrisa tolerante, casi amistosa.

—Me parece que esta situación no es algo que pueda premeditarse. Y que es precisamente el no poder controlarla lo que te está consumiendo.

Por una vez, Paula  mantuvo la boca cerrada. No iba a explicarle qué la estaba consumiendo.

—Como trato desde hace un rato de decirte, tu confesión serviría para nivelar las cosas entre nosotros.

—¿Có... cómo?

—¿No me explico?

Paula sacudió la cabeza y la melena empapada soltó agua fría sobre la espalda, que le ardía.

—Esto no debería estar ocurriendo.

La sonrisa del gran felino era una mezcla fascinante de ferocidad y ternura.

—Cosas así suceden continuamente, rubita.

—Pues no, a mí no me suceden —las cosas iban de mal en peor: hasta ahora no le había dado ningún apodo tan denigrante.

—Te sientes violenta —murmuró Pedro, mientras tomaba entre los dedos un mechón rubio y lo acariciaba lentamente.

Paula soltó una carcajada histérica.

—Ya lo creo que sí —contestó—, y más tarde también te sentirás tú, si sigues por este camino.

Como  siempre  que  ella  decía  algo  que  él  no  deseaba  oír,  Pedro hizo  caso  omiso  de  su predicción.

—Violenta porque me has confesado que te sentías excitada. Los hombres muchas veces no nos podemos permitir el lujo de elegir entre confesarlo o no —hizo una pausa, para comprobar, por  la  dilatación  de  las  pupilas  de  Paula,  que  comprendía  el  alcance  de  sus  palabras—.  Y, especialmente, si vamos vestidos como lo estoy yo ahora. Esa es la nivelación de la que hablaba entre nosotros. No me lo he inventado para que no te sientas abochornada. En tu mano está el comprobarlo.

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