—Eso no es decir gran cosa.
—Ha sido campeona de salto. A nivel internacional.
Pedro estaba perplejo ante el interés que mostraba ella por recomendar a su amiga.
—Si en realidad —contestó— no hace falta más que poderse mantener a flote. Hasta tú podrías hacerlo, con tal de que nos quedemos donde hagas pie.
—¡No! —Paula no pudo disimular el pánico. No pensaba volver a quedarse en paños menores en la misma habitación que él—. Si yo le preparo las tablas de ejercicios, ¿Tú estarías dispuesto a que fuera ella quien te supervisara aquí?
—¿Y qué te hace suponer que tu amiga estaría dispuesta?
Paula permitió que por un doloroso momento su mirada se deslizara por la piel húmeda del vigoroso tórax antes de pasar al rostro de Pedro.
—Oh, te aseguro que estará dispuesta —dijo, con una voz opaca.
—No me habías parecido tan retorcida —murmuró él, con preocupación—. Y no creo que dar la espalda al problema vaya a solucionar nada. Deberías afrontar tus miedos.
Bien, ella no pensaba seguir su consejo.
—Estas son mis condiciones. Lo tomas o lo dejas.
—Tú mandas.
Aquella fácil capitulación le pareció digna de toda sospecha. Pero quizá se había contagiado de la paranoia de él.
—Que no se te olvide —remachó.
¡Vaya cuerpo que tiene! —exclamó Emma entusiasmada.
Y a Paula, que hasta ese preciso instante iba sobrellevando el éxito de su plan, se le congeló la sonrisa en la cara.
Era ella quien conocía su cuerpo, no Emma. Lo conocía, si no íntimamente, sí bastante mejor que la mayor parte de sus amistades. Al trabajar con los músculos anquilosados y los huesos recién soldados, conseguía mantener un grado satisfactorio de objetividad. Claro que no podía decirse lo mismo de las ocasiones en las que las manos o las rodillas de uno y otra se rozaban ac‐cidentalmente. Esos minúsculos incidentes la mantenían febril durante horas.
Tampoco tenía la conciencia tranquila. No estaba bien aprovecharse de la fragilidad emocional de su amiga para empujarla a los brazos de Pedro, solo porque ella no se fiaba de sí misma.
«¡Debo de haber perdido la cabeza!»
—Dime la verdad, ¿me estaría metiendo en tu terreno si intimara con él?
No parecía que fuera a hacer falta empujarla mucho.
—Y, si así fuese, ¿te importaría? —preguntó, a su vez. Demasiado tarde, Paula recordó lo disciplinada que podía ser Emma cuando tenía un propósito.
—El chico de la mejor amiga de una es terreno prohibido. Prohibidísimo.
Paula estaba inmersa en una pesadilla y lo peor era que ella la había organizado.
—Bueno, no es mi chico. Lo conozco desde hace cuarenta y ocho horas. No es que sea tiempo suficiente para relacionarse mucho.
—¿Qué tendrá que ver el tiempo?
¿Por qué tendría Emma que ser tan directa? Paula hizo un esfuerzo por sonreír.
—¡Pues a ello! —le dijo, animosamente—. Pero ten presente que está en plena convalecencia.
—Te aseguro que seré muy delicada —prometió Emma.
Paula parpadeó: habría jurado que su amiga se relamía.
—Mira la hora que es. Me tengo que ir —dijo la otra, soplándole un beso a Paula.
—¡Espera! —se puso en pie de un salto, en pos de Emma, sin prestar atención a todas las cosas que derribaba al hacerlo.
—¿Qué ocurre? —Emma se detuvo junto a la puerta.
—¿Crees que es buena idea hacer algo irremediable tan pronto? —ante la expresión de cómica sorpresa de Emma, siguió atropelladamente—. Quiero decir... No quiero decir que no debas, pero es que aún no conoces a Pedro.
—Oh, oh —Emma aún exageró más el gesto de sorpresa—. Ya veo que estaba siendo un poco obtusa. No puedes soportar el que nadie más lo toque, ¿verdad?
—¡No! ¡Claro que no! De ningún modo... —en su ansia por negarlo, Paula no conseguía controlar las palabras que escapaban de su boca.
Emma contempló el arrebato de su amiga con una expresión de cariñoso interés. En sus labios se dibujó la enigmática sonrisa que, una vez más demasiado tarde, Paula pensó que estaría ya volviéndole loco a Pedro.
—Me da igual a quién toque.
Emma se acercó a ella para darle un abrazo.
—No, claro que no —le dijo, en un tono tranquilo—. Perdona lo que he dicho... en fin... yo sé lo que es estar tan enamorada de alguien como lo estás tú... —se interrumpió—. Ten cuidado, por favor.
—Yo no voy a hacer nada...
—Como tú quieras —Emma parecía resuelta a no contradecirla en nada—. Me imagino que mi trabajo de socorrista ha terminado, ¿verdad?
¿Qué podía decirle Paula ? Cruelmente mortificada, vio cerrarse la puerta tras su amiga. Si ella lo había adivinado, ¿cuánto tiempo podía tardar...?
Paula puso especial atención en arreglarse para esa noche. Se maquilló subrayando con discreción ojos y boca. Se recogió el pelo en lo alto de la cabeza, dejando escapar algunos mechones. El vestido era largo y sencillo. Tampoco quería que Pedro pensara que estaba tratando de competir... con nadie.
A la vista de la reacción de Pedro cuando se reunió con él, podía haberse limitado a lavarse la cara y seguir con el chándal puesto. Ella, en cambio, empezó a temblar como un flan al verlo vestido completamente de negro.
—Preferiría cenar en mi cuarto —le dijo. Lo que habría preferido era no cenar, porque tenía el estómago revuelto.
Pero lo cierto era que ya estaban sentados en el comedor, cuya elegancia apenas percibía Kat. En lo único en lo que podía pensar era en la excesiva, exagerada, exorbitante y abusiva atracción que ejercía sobre ella el hombre con el que cenaba y al que no había dirigido más de dos palabras.
Pedro la veía juguetear con la comida.
—No me habías parecido tan melindrosa con la comida.
En circunstancias normales, no lo era. Y, en circunstancias normales, tampoco le habría molestado el comentario. Pero no eran circunstancias normales.
Paula le clavó el tenedor a una soberbia gamba y la miró con odio. No veía la rosada carne del crustáceo, sino la esbelta figura de Emma. Lentamente, alzó su poco amigable mirada hacia él.
—Si lo que quieres decir es que estoy gorda, hazlo directamente. No soy susceptible.
Pedro dejó escapar largamente el aliento, casi como un silbido.
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