—Hasta ahora lo único que he hecho es estar a punto de ahogarme.
Y Pedro la vió echar hacia delante la cabeza, peinarse con los dedos la pesada melena mojada e, inmediatamente, volver a enderezarse y echar el pelo atrás, apartándoselo de la cara. Era evidente que esos movimientos le habían supuesto a Paula el mismo esfuerzo mental que los de lavarse las manos.
Para Pedro, que había asistido a algunas actuaciones memorables en materia de seducción, aquello fue, sin embargo, el gesto más seductor que había visto en su vida. Aunque, bien pensado, tal y como evolucionaban las cosas, probablemente también le habría seducido verla lavarse las manos. Con independencia de cuáles hubieran sido los auténticos propósitos de Ana, que a él en realidad no le importaban gran cosa, esta vez había dado en el clavo.
—Ana querrá saber por qué desprecias su generosidad.
Paula sintió una punzada de culpa.
—Ya no estoy tan segura de que lo de Drusilla haya tenido que ver con la generosidad —gruñó.
—Si lo que te preocupa —explicó él, observando atentamente sus reacciones— es que yo necesite recuperar el tiempo perdido, siempre puedo conseguir algo de compañía femenina —la reacción de Paula era exactamente la que a él le interesaba—. ¿Te sentirías así más cómoda?
Paula no podía creer lo que estaba oyendo.
—Con que es así de sencillo, ¿eh? —y se lo quedó mirando, sin disimular el asombro que aquel prototipo de arrogancia masculina le producía. Sumado, claro está, al convencimiento de que, si Pedro empezaba a pasar las noches con otra mujer, ella las pasaría en desolación.
—Tengo un amplio círculo de amistades y no pocas son femeninas.
—Que, sin duda, soltarían todo, incluidas las bragas, para acudir —el sarcasmo y el desafío de la voz de Paula no tardaron en palidecer, al abrirse paso en su conciencia el miedo. Miedo de que eso sería exactamente lo que sucediera. Matt no era un hombre al que las mujeres se resistieran. Ella podía atestiguarlo.
Pedro apenas pudo contener la risa.
—Qué cosa tan zafia para oírsela decir a una señorita —comentó, juiciosamente.
A Paula no le pareció que él sé sintiera especialmente ofendido por la vulgaridad del comentario. Pero ella sí que estaba horrorizada por el rencor envidioso que revelaba.
«Seguro que de ninguna de las chicas de su agenda dice que es una señorita. Solo le ha faltado decir que yo soy un aburrimiento».
—¿A qué viene lo de decir que soy una señorita?
—Es lo que dirá mi madre, cuando llame. Paula recogió su camiseta.
—Había días en el hospital en los que tenía que ver a docenas de pacientes. Jamás habría creído que ocupándome de un solo...
—Cliente.
Paula rechinó la dentadura.
—Jamás habría creído que ocuparme de un solo cliente I podría suponer más trabajo que una jornada completa allí —en su inconsciencia, había supuesto que sería fantástico no tener que acortar nada para ocuparse del siguiente paciente, poder dedicarse plenamente a uno solo.
—Así que viniste aquí pensando que esto iba a ser I pan comido y yo vine pensando que estaría a solas y tranquilo. Los dos nos equivocamos.
—¡A mí no me da miedo el trabajo duro!
—¡Magnífico! —aprovechó para decir él inmediatamente— Quédate, porque eso es lo que tengo entendido que soy yo.
—¿Es que nunca te rindes? —Paula estaba agotada.
—Cuando quiero algo, no. Y ahora es a tí a quien quiero... pedir que me rehabilites.
Paula había empezado a sudar por todos los poros y, por mucho que comprendiera que la pausa había sido deliberada, no podía controlar la respuesta automática de su cuerpo a la treta de Pedro.
—No creo —dijo, después de aclararse la garganta, que tenía completamente seca— estar cualificada. Para eso, lo mejor es que Ana te traiga una esposa que te pueda atar corto.
—¿No te interesa la misión?
¿Eso era una nueva treta para salirse con la suya, o es que le divertía verla sudar?
Por suerte, la treta no iba a funcionarle. Pedro Alfonso era, desde luego, el hombre más atractivo que había conocido y ella podía estar consumida de deseo por él, pero no se le ocurrían muchos destinos peores para una chica que casarse con él. Para empezar, tendría su infidelidad garantizada. Hizo oídos sordos a la vocecita interna que le decía que también sería un destino apasionante.
—Yo no me opongo a ser atado corto por la mujer adecuada —anunció él—. Lo único que sucede es que prefiero elegirla yo —y allí se quedó, tan ancho, en todos los sentidos, rebosante de virilidad, la viva estampa de los sueños de Paula. Qué ganas le daban de echarse a llorar.
—Sí —acertó a responderle—. Los hombres siempre creen que son ellos los que eligen.
—¡Qué miedo me das!
«Mucho menos que tú a mí».
—No pierdas la esperanza. Seguro que hay algún alma cándida por ahí para tí —lo dijo como si la posibilidad le pareciera sumamente remota.
—Me pareces un poco cínica.
—¿Y qué esperabas? ¿Una romántica incorregible? —le preguntó, desafiante— Si es por eso, conozco a varias...
Cualquiera de las cuales, naturalmente, se chiflaría por él a primera vista.
«Un momento».
¿Cómo no se le había ocurrido antes? ¡Esa era la solución al problema! Tratando de no mirar a los casi dos metros de problema, Paula pensó deprisa. Él tenía razón en una cosa: el trabajo le hacía falta. Lo que no le hacía falta era pasar a engrosar la lista de conquistas de Pedro. Si no llevara algún tiempo fuera de circulación, él ni la habría mirado, y, si ella le presentaba a una de esas chicas a las que sí les gustan los hombres arrogantes, porfiados y engreídos, dejaría de provocarla a ella. ¡Entonces Paula podría hacer su trabajo, cobrar y largarse!
—Me quedaré... con ciertas condiciones.
—Ya te he dicho, rubita...
—¡Nada de «rubita»! —vociferó, plantándose con los brazos en jarras.
La postura subrayaba la esbeltez de su cintura y el espléndido resto de su anatomía. Pedro reprimió un suspiro. Era pura poesía, estática o en movimiento.
—Ha sido un lapsus, Paula —dijo, conciliador—. Mantengo mi oferta de no volverte a besar —su aparente docilidad fue descartada—. A no ser, claro está, que me beses tú primero. Entonces me parece que estaría moralmente obligado a responder, ¿no crees?
Paula se ruborizó. Así que confiaba en la débil voluntad de ella. Y puede que no le faltara razón. ¡Decididamente, había que presentarle a Emma!
Si la mitad de lo que Emma contaba de su ex marido era verdad, estaba claro que a ella le iban los canallas egoístas y con un ego hinchado. Pero si la última vez que habló con Emma no le hubiera anunciado que pensaba recuperar cuanto antes todo el tiempo perdido, al no haberse acostado con nadie más que su ex, a Paula nunca se le habría ocurrido que esos dos deberían conocerse.
—Tengo una amiga que nada mejor que yo —eso era la pura verdad y a Paula le constaba la admiración que la elegancia de la figura de Emma y de sus movimientos en el agua despertaba entre el género masculino.
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