martes, 26 de enero de 2016

Sanaste Mi Corazón: Capítulo 34

—No —Paula trataba de hablar con despreocupación—. Nadie sabe mejor que tú que no media ningún compromiso entre nosotros, y, por lo que a mí respecta, doy por rescindido nuestro acuerdo. La verdad, no me gustaría seguir cerca de ti la próxima vez que desapareciera un billete de  tu  cartera...  Por  cierto,  que  estos  también  te  pertenecen  —y  se  descalzó  las  zapatillas, tirándolas hacia él.

—¡No seas idiota! Podemos arreglar esto...

Por un instante, la cólera que la protegía del dolor cedió... Cómo le habría gustado creerle, cómo deseaba que todo volviera a ser como hacía media hora... Dirigió al rostro de Pedro sus ojos cargados de dolor.

—¿De verdad crees que es posible, Pedro? ¿O no dices más que lo que crees que me gustaría oír? —vió la sombra de la duda pasar por sus ojos azules y, con una amarga carcajada, continuó—. Ah, falta algo: esto también es tuyo —y se arrancó del dedo la sortija de compromiso, una alhaja antigua que perteneció a la abuela de Pedro y que había encajado en su anular perfectamente—. Iba a empeñarla mañana —dijo, entregándoselo—, pero bueno, qué se le va a hacer. Lo que no cuesta de ganar, tampoco duele perderlo: esa es la filosofía de un jugador, ya sabes.

—¡Paula! —Pedro arrojó los zapatos y salió corriendo detrás de la figura descalza que corría sobre la gravilla como si fuera la más fina arena.

La alcanzó y, sin decir una palabra, la alzó y la llevó en brazos el resto del accidentado recorrido.

«Por última vez», no pudo por menos de pensar ella. Era la última vez que sucedería algo así. Y eran muchísimas las cosas que ya habían sucedido por última vez. La pérdida que sentía era como el duelo por alguien al que se ha perdido.

Cuando al fin la depositó en tierra, Paula estaba jadeando, por el esfuerzo físico y por la emoción.

—No me dejes.

¿Se lo estaba rogando? Pedro Alfonso no había rogado en su vida. Paula examinó el rostro de él como si le fuera la vida en descifrar su expresión, pero lo único que sacó en claro fue que era el hombre más atractivo que jamás había visto, y eso ya lo sabía sobradamente. Su cara no revelaba nada.

—¿Por qué? —quizá aún pudiera decir algo que la convenciera. Pedro siguió unos instantes en silencio. Ya expresaba algo: combate interior, lucha, agonía...

—¿Porque me quieres? —sugirió ella al fin, en un tono irónico, y vió cómo se endurecía aún más la expresión de él—. No, claro, no iba a ser por eso. Nunca has dicho tal cosa, no la ibas a decir ahora, cuando ha quedado claro que no es cierto.

Para ser sinceros, hasta ese día Paula vivía en una felicidad tan absoluta que no se había atormentado con la falta de toda declaración explícita por parte de él, a diferencia de cómo debía de haberlo aburrido ella repitiéndole una y otra vez que lo amaba. Obras son amores y no buenas razones, se había dicho, pero al fin comprendía que no era sí, que él no había pronunciado esas palabras porque no las sentía.

—Qué tiene que ver el amor con esto, Paula. Tú necesitas ayuda.

—Un taxi es lo que necesito —le replicó, empezando a subir las escaleras.

—Yo te ayudaré a salir de esto...

—Porque eres un hombre legal —se burló ella—. Gracias, y de nada, Pedro. Perdona, pero ahora mismo no soporto tenerte ante mi vista —le dijo fríamente.

No se volvió para ver qué efecto le causaban sus palabras, pero él no la siguió. Eso bastaba.


—Al principio, creía que era yo la que se imaginaba cosas. Luego entré en el cuarto de baño, a ver si se me había descosido un botón de la blusa, o llevaba la falda metida en las medias por detrás, o algo así...

—Ah, sí, como le pasó a la señora Rutherford en aquella fiesta... ¿te acuerdas?

—Sí,  pero  no  estamos  hablando  de  eso,  Zaira  —la  interrumpió  Paula—,  Haz  el  favor  de decirme por qué me mira medio hospital como si tuviera dos cabezas. ¿Por qué cuchichean y se callan cuando aparezco? —preguntó con vehemencia.

Zaira dió un suspiro, la miró con conmiseración y acabó por sacar de su bolso una revista muy sobada. Desviando la mirada de la de Paula, le pasó la revista.

—Yo no me he creído una palabra.

La revista se abrió por sí sola por la hoja más leída.

¡Ya vuelve a las andadas! anunciaba un titular enorme sobre una página desplegable y, justo debajo de la fotografía que ocupaba la mayor parte, se leía el muy ingenioso mensaje: De esto no hay en la Seguridad Social, que funcionaba como pie de una imagen en la que se la veía a ella sentada encima de Pedro, que estaba con el torso desnudo. La camisa de la propia Paula estaba desabrochada, mostrando un sujetador de encaje.

Paula recordaba la ocasión. Se encontraban junto al estanque de la finca y la cosa empezó inocentemente. Ella le daba un masaje en los hombros; entonces, él se puso boca arriba y... La verdad era que, si no se hubiera puesto a llover en ese momento, la fotografía aún habría podido ser más comprometedora.

Pero todavía había más. Paula se quedó sin color al seguir leyendo:

"El  millonario  Pedro Alfonso se  recupera  refugiado  en  la  campiña  con  ayuda  de  su fisioterapeuta particular, la señorita Paula Chaves".

El artículo no llegaba a afirmar que había sido contratada por sus habilidades sensuales, pero le faltaba poco.

—¡Por Dios! —gimió—. Entonces, todo el mundo ha visto esto y... creo que voy a vomitar —se llevó ambas manos al abdomen y se inclinó hacia delante.

—Respira,  respira  hondo  —le  aconsejó  Zaira,  alarmada,  pasándole  el  brazo  por  los hombros—. Así, muy bien. Chica, podría ser peor.

Paula la miró como si su amiga se hubiera vuelto loca.

—Tienes un tipazo que aguanta perfectamente el primer plano —le dijo la otra, con sincera admiración—. Que todo el personal masculino del hospital desee...

Su  compañera  pretendía  aliviarla,  pero  lo  que  estaba  consiguiendo  era  exacerbar  la conmoción de Paula. Pensar que todo el personal masculino del hospital la seguía con la mirada, diciéndose que... ¡aag!

—¡Pues que deseen a otra! —sollozó Paula.

—¿Él también? —preguntó Zaira, con envidia esta vez.

—¡Él más que nadie! —exclamó Paula. Era evidente que su amiga se moría por conocer más detalles, pero no tenía la menor intención de complacerla. «Pero por qué, Dios mío, ¿por qué tiene que suceder ahora esto, cuando ya me voy olvidando de él?» E, inmediatamente tuvo que reconocer: «¿a quién quiero engañar con eso del olvido?»

Pasó el resto de la tarde sumida en una pesadilla. Trataba de seguir adelante con su trabajo, diciéndose  que  su  notoriedad  pronto  pasaría,  si  ella  no  reaccionaba  y  se  comportaba  con normalidad. Pero con cada mirada y cada risita se le hacía más difícil seguir creyéndolo.

Cuando por fin concluyó su jornada y estaba atravesando el estacionamiento para tomar el autobús, fue abordada por el doctor Perez, que no llevaba mucho tiempo como gerente del hospital  y  era  conocido  por  su  afición  a  los  coches  deportivos  y,  pese  a  estar  casado,  a  las enfermeras más jóvenes. A Paula le parecía grotesco.

—Hombre, Paula, la chica que yo buscaba...

—Ha terminado mi turno —le contestó, sin volverse y acelerando el paso.

—Qué feliz coincidencia. El mío también. Qué te parece si aprovechamos...

Paula  tuvo  que  pararse  en  seco,  al  adelantarse  él  para  situarse  en  el  estrecho  paso  que quedaba entre dos coches.

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