sábado, 23 de enero de 2016

Sanaste Mi Corazón: Capítulo 31

—Perdóname —dijo, a su vez, Ana: la camisa azul de Pedro estaba manchada de máscara de pestañas.

—¿Qué  ha  hecho  ahora?  —la  expresión  de  Pedro no  auguraba  nada  bueno  para  su progenitor.

—¡Es el hombre más cabezota, desagradable y desnaturalizado que existe!

Pedro  se tranquilizó al oír esa descripción. Estaba esperando algo con más enjundia: una amante veinteañera, quizás, aunque no era esa una debilidad conocida de su padre. Al alivio se mezcló cierta irritación. ¿Al cabo de treinta y tantos años descubría su madre con qué ceporro se había casado? Y, una vez descubierto, ¿por qué no había tardado cinco minutos más en venir a contárselo a su hijo?

—¿Y eso es una novedad? —contestó, mientras que con el rabillo del ojo veía cómo se aproximaba Paula silenciosamente a la puerta—. Llevas toda la vida aguantándolo así.

—No tienes ni idea de lo que he sufrido —Ana se irritó con la falta de empatia de su hijo.

—Creo que es mejor que me vaya —dijo en ese momento Paula, estratégicamente situada junto a la puerta.

—¡Tú  te  quedas  donde  estás!  —en  cuanto  el  impacto  inicial  de  su  rugido  cedió  y  la expresión de Paula no dejaba lugar a dudas de que iba a indicarle dónde podía meterse sus órdenes, el  joven  Alfonso añadió,  mucho  más  suavemente—.  Por  favor  —esas  dos  palabras  revelaban, seguramente a su pesar, el agobio que la situación le producía. Paula se quedó.

—Paula, cariño, ¿qué tal estás?

La  capacidad  de  Ana para  sobreponerse  dejó  a  Paula maravillada.  Claro  que,  ¿cómo contestar?  «En  el  séptimo  cielo»,  o  «muerta  de  vergüenza».  En  fin,  seguramente  Ana  no notaría la diferencia. Con una sonrisa de inseguridad, Paula propuso:

—Voy a pedir que nos hagan un té, ¿te apetece?

—Ay, sí, qué amable...

—¡No te muevas!

Ana miró con exasperación a su hijo.

—¿Es que no ves que la chica está muerta de vergüenza?

—Puede que sí, pero así se dará cuenta de cómo es su familia política. —No te he dicho que sí.

—¡Todavía!

Esa certeza debería haber espantado a Paula. Pero no hizo nada por hacerle reconsiderar su machismo, su egocentrismo, o el ismo que fuera. Se lo quedó mirando con ojos de corderita enamorada.

Ana estaba muy confundida. Miró a una y a otro, buscando la risa que le confirmaría que estaban de guasa. Ella nunca había llegado a entender el sentido del humor de su hijo. Pero, al mirar a Pedro a los ojos, se dio cuenta de que no era una broma. No tenía ni idea de que su hijo pudiera mirar del modo que estaba mirando a Paula. ¡Y la pobre muchacha lo miraba, a su vez, con adoración!

Ana estaba maravillada.

—Cuando organicé... esto —enrojeció vivamente—no... no esperaba...

—Por fin diste en el clavo, madre —la interrumpió Pedro—. Ya te daré las gracias. Pero aún no entiendo por qué has dejado a mi padre.

—Tú no diste explicaciones.

—Yo no me he casado con él.

—Y yo pronto dejaré de estar casada con él —anunció Ana, sin demasiada convicción; y prosiguió,  más  vigorosamente—.  Tú  deberías  entenderlo.  Esta  vez  ha  ido  demasiado  lejos, escupiendo órdenes y esperando ser obedecido sin una explicación... —se detuvo, demasiado alterada para hablar.

Todo aquello le parecía extraordinariamente familiar a Paula, pero se guardó de comentarlo. —¡Por tí es por quien más me preocupo! ¿Sabes que te ha desheredado? ¡A su único hijo!

—¿Ahora? Creía que lo había hecho hace años.

—Se le ha metido en la cabezota el dejárselo todo a la famosa Fundación Horacio Alfonso—dijo Ana, desdeñosamente—. Pensará que le levanten un monumento. ¡Pero lo peor es que pretende que yo haga lo mismo! Ya le he dicho... —de golpe, dejó de hablar y miró con sorpresa a su hijo— ¿Pero es que estabas enterado? ¿Y no te importa? ¡Pedro, es tu patrimonio familiar!

—Es dinero —corrigió él, secamente—. Dinero de mi padre.

—Bien, ¡pues mi dinero lo vas a heredar tú, incluida esta casa! ¡Me da igual lo que digáis tu padre o tú! Y, si quería obligarme a elegir entre mi único hijo y él, ¡ya he elegido! —Ana hizo su anuncio triunfalmente, pero su sonrisa degeneró rápidamente en un sollozo.

—Pero  mamá  —Pedro apenas  disimulaba  su  impaciencia—,  sabes  de  sobra  que  las  tres cuartas partes de lo que dice cuando se enfada se le olvidan al minuto. ¿Por qué no esperaste a que se le pasara?

—¿Como hiciste tú?

Todo el cuerpo de Pedro se tensó, como un cable, y su rostro se cerró, blindándose.

—Eso no tuvo nada que ver —dijo, formalmente.

Ana miró a su hijo con desesperación.

—No, claro, ¿cómo iba a ser lo mismo? —se volvió hacia Paula—. Espero que te des cuenta de lo que te espera, al casarte con un Alfonso—y, de nuevo a su hijo—. ¡A veces creo que tu padre y tú se han puesto de acuerdo para pelearse! ¡Y yo, como una boba, tratando de complacerlos a los dos! Bien, ya he tenido bastante —y se dejó caer gentilmente en una butaquita.

—¡Mira lo que has hecho! —le reprochó Paula, arrodillándose junto a Ana, que lloraba a lágrima viva.

—¡Mujeres! —gruñó Pedro, acercándose al mueble de las bebidas.

Tomó una copa de coñac y una botella.

—No me gusta el brandy —le recordó su madre.

—No es para tí —replicó el desalmado, sirviéndose un dedo, que procedió a beberse de un trago.

Del exterior llegaban ruidos cada vez más fuertes. Se oía una voz masculina encolerizada.

—¡Ay, Dios mío! ¡Ha llegado tu padre! —por el tono de Ana, más parecía que fuera el ángel del Apocalipsis.

Y Paula, atónita, la vió ponerse en pie de un salto, acercarse al espejo que había sobre la chimenea,  revisar  rápidamente  su  aspecto  y,  una  vez  tranquilizada,  volver  a  situarse graciosamente en su asiento. Estaba claro que Ana estaba encantada de que su marido la hubiera seguido.

Aunque no le hubieran anunciado quién era, Paula pensó que habría reconocido al caballero bien trajeado, casi tan alto como Pedro y más robusto, que entró en el saloncito. No es que fueran como  dos  gotas  de  agua,  pero  había  muchos  rasgos  comunes  y  una  decidida  afinidad  en  su conducta.

Tuvo un momento de vacilación, al encontrarse al otro en pie, esperándolo tranquilamente, pero se rehizo al instante.

—Debía imaginarme que eras tú el que estaba detrás de esto. ¡Llevas años envenenando en contra mía!

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