Hasta que no estuvieron a dos manzanas de su casa, no cayó en la cuenta de que no habían pronunciado una sola palabra. Pedro no le había preguntado el camino.
—¿Cómo te has enterado de dónde vivo? —le preguntó, una vez aparcado el vehículo, cuando él se acercó a abrirle la puerta— Y, de paso, de dónde trabajo.
—Porque he procurado enterarme.
Hablaba como si fuera cualquier gestión comercial. Paula se sulfuró.
—¡No tienes ningún derecho!
—¿Y qué querías que hiciera? ¿Dejar que desaparecieras de mi vida, sin luchar?
Tal vehemencia la sorprendió. ¿Pero no era él quien...?
—No tengo mucha idea de cómo se hace eso. ¿Se contrata a un detective, o basta con teclear un nombre en un ordenador?
—Depende de cuánto se necesite saber —contestó él, sin mencionar las noches que había pasado parado enfrente de su casa, tratando de reunir valor para llamar a su puerta. Una vez se detuvo un coche de policía y le preguntaron qué hacía allí.
Paula seguía disgustada, así que, tan pronto franquearon la entrada de su casa, volvió a la carga.
—¿Supongo que habrás venido para averiguar si yo me puse de acuerdo con los tipos de la revista? —el hermetismo de Pedro era exasperante—. Has venido por eso, ¿no? —nada: seguía sin reaccionar—. Me llamaron... —Es lo lógico.
A lo mejor el espionaje al que la había sometido ya se lo había revelado. Al pensar en algún hombrecillo gris transcribiendo todas sus conversaciones, Paula estuvo a punto de reírse: pobre hombre, ¡qué trabajo más aburrido!
—Pero no les dije nada, créeme.
Pedro no le contestó y ella se dió cuenta de que llevaba unos minutos examinando todos los rincones de su diminuto departamento, con tal expresión de horror, que casi sintió vergüenza por la mezquindad de la habitación. Habría podido permitirse otra cosa, claro, pero quería pagar todo lo que debía lo antes posible, y para eso su nivel de vida tenía que ser... digamos, espartano.
—Está muy bien comunicado con el hospital —no pudo evitar decirle.
Pedro hizo un gesto con la cabeza que podía haber sido de asentimiento, pero el resto de su cuerpo revelaba la repulsión que le producía aquel entorno. ¡Pensar que ella llevaba un mes viviendo en esas condiciones físicas!
«Dale tiempo para calmarse», era lo que su madre le había aconsejado, y él, estúpido de él, por una vez en su vida le había hecho caso.
«Le has mostrado que no confiabas en ella».
«Pero ella, ¿por qué no me aclaró las cosas?»
«Estoy segura de que trató de hacerlo, pero tú no deseabas escuchar».
«Y, si ahora, al enterarte de la verdad, te presentas inmediatamente, queriendo hacer las paces, te escupirá en la cara», le había dicho su madre, con plena convicción. «Yo lo haría», añadió, en vena de franqueza.
¿Qué se había ganado con dejar pasar ese mes? Que la pobre chiquilla tuviera todavía otro motivo para aborrecerlo: el ver su cara, y una considerable extensión del resto de sus atributos femeninos, reproducidos a todo color y a gran tamaño en el maldito papelucho. Todo porque él no se había dignado dedicar unos minutos de su tiempo a contestar a las preguntas de los periodistas. No, el señor tenía que ser arrogante hasta el fin y retarlos prácticamente a que escribieran lo que les saliera de... Solo pensaba entonces en sí mismo: no se daba cuenta de que aquello podía afectar a las personas que amaba.
—Ya sé que no fuiste tú quien habló con ellos.
Y vió con asombro que Paula daba un enorme suspiro de alivio. Así que debía de contar con que él entraría en su casa como un huracán, acusándola. Claro que no podía culparla, después de lo de la última vez. Las tripas se le encogieron al acordarse de las cosas que le había dicho. ¡Era imposible que no lo odiase!
—En cuanto a la foto... —empezó ella.
Pedro se ponía negro cada vez que recordaba la foto. Él tenía que asumir que era objeto de persecución por parte de la prensa, pero Paula no.
—...Yo no tenía ni idea...
—¿Cómo ibas a tenerla? —la interrumpió, casi con violencia, y ella estaba demasiado nerviosa para notar que lo que le hacía hablar así era la culpabilidad.
—He hablado con mis abogados —siguió él, en aquel tono de cólera contenida—. Lo que a mí me gustaría es que alguien metiera a esos cerdos por el gaznate su maldito teleobjetivo, pero todos me dicen que una demanda ante los tribunales sería mucho peor: retrasaría el que la gente se olvidara del asunto.
—Eres muy amable al venir a decírmelo personalmente.
Pedro hizo entonces un inesperado gesto de dolor.
—Supongo que me merezco que me digas algo así.
Paula lo miró, sin entender nada.
—¿Te apetece una taza de té? —preguntó, al cabo de un momento, sin saber qué decir.
Él dio un profundo suspiro.
—Estás conmocionada.
—¿Sí?
—No puedes seguir aquí —le comunicó, de repente—. Haz el equipaje para pasar la noche fuera.
—¿De qué me estás hablando? —Paula estaba aterrada. ¿No sufría ya bastante por tenerlo junto a ella, en una habitación cuyas dimensiones hacían insoportable el brutal atractivo físico de Pedro?—. Puede que a tí te parezca indigno, pero es donde yo vivo.
—No, ya no.
Asombrada por aquella manera de disponer de su vida, Paula se olvidó de lo que la prudencia le había dictado desde que entraron en el cuartucho y lo miró directamente a la cara.
—Si no puedes soportar estar bajo el mismo techo conmigo, puedes ir a casa de mi madre, o a un hotel, si lo prefieres, hasta que se encuentre algo más adecuado. He arruinado tu reputación —el rostro de Pedro volvía a ser impenetrable—. Te he expuesto a ser insultada por gusanos como el del estacionamiento... —estaba claro que aquel control era férreo precisamente porque Pedro estaba histérico— ¡Y es responsabilidad mía solucionar esto!
Paula estaba asombrada. Lentamente, iba abriéndose paso la extraordinaria idea de que, lejos de venir a acusarla, Pedro la consideraba la víctima de la situación y se consideraba a sí mismo el responsable.
—Pero, ¿es que las mujeres seguimos teniendo una reputación que se pueda arruinar?
—No frivolices, Paula.
—Perdona, pero me cuesta tomarte en serio —exclamó—, cuando lo que estás diciendo es un montón de tonterías machistas. ¿Qué pretendes, que me esconda, para que todo el mundo piense que he hecho algo de lo que deba avergonzarme?
La ebullición interna de Pedro se redujo unos grados.
—Me alegro de que no te avergüences. Yo tengo un recuerdo maravilloso.
—Yo también —respondió ella, sin pensarlo. Se tapó inmediatamente la boca con la mano, y dejó de mirarlo—. Y, en cualquier caso, ¿por qué necesito yo ser protegida, y tú no?
—No seas ingenua.
—No creo serlo.
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