sábado, 16 de enero de 2016

Sanaste Mi Corazón: Capítulo 18

—¿Así que ella me iba a salvar? —repitió Pedro, con incredulidad, avanzando hacia ella. Cuanta menos agua tenía debajo, sosteniéndolo, más laborioso era el proceso— ¡Ella era quien me iba a salvar a mí! —finalmente, una sonrisa se abrió paso en su rostro— ¿Estás bien?

Paula alzó la cabeza. Estaba pálida, pero, por lo demás, no tenía mal aspecto... Mejor dicho, tenía un aspecto absolutamente deseable. El cuerpo de Pedro se alborotaba. Si alguien hubiera tratado de nacerle reconocer en ese momento que la había considerado sosa, le habría sacudido en la cabeza.

—Sí, ya estoy bien —por suerte, el mareo se le había pasado.

—¿Van a ser tan emocionantes todas nuestras sesiones?

—No va a haber más sesiones. Esto no funciona —no parecía que él lo viera así—. Tienes que darte cuenta.

—¿Por qué?

—Porque no nos llevamos.

—¿Y no tratas más que a los pacientes que te caen bien?

¿No entendía, o no quería entender?

—No se trata de no caer bien. Esto es un choque de personalidades en toda regla. No voy a...

—¿Tirar la toalla? —sugirió él.

—¡No soy ninguna cobarde! Sencillamente, no puedo trabajar con un ambiente así.

—Ah, claro, el ambiente... —con la pierna izquierda rígidamente extendida, Pedro se sentó a su lado.

—¡Ten cuidado!

Paula  no sabía si el que el muslo de él estuviera pegado al suyo respondía a un propósito deliberado o no, pero sí sabía que ya no aguantaba más. Todo su cuerpo parecía licuarse. Pedro observó el débil temblor que recorría sus miembros.

—¿Tienes frío?

¿Tenía frío? ¿Calor? Las dos cosas... Ninguna. Paula no tenía ni idea y nada podía importarle en ese momento menos.

—¿Nos marchamos?

—Ya te he dicho que yo me marcho —en cuanto estuviera segura de sostenerse en pie,

—A ver —la irritación de Pedro asomó en su voz—. Tú necesitas trabajo. Yo necesito un fisio... —si seguía explicándole qué más necesitaba, con cierta urgencia, por cierto, la chica saldría dando gritos y él volvería a salir en los papeles.

La verdad era que la situación era comprometida. Era difícil ocultar su... interés, llevando puesto únicamente un bañador.

—¿Y si prometo ser buen chico y hacer todo lo que me digas?

A Paula se le escapó un gemido. Su imaginación febril ya le había sugerido varios posibles «ejercicios» que le encantaría pedirle. ¿Por qué tenía un paciente que ser tan rotundamente masculino?

—¡No puedo!

—Claro que puedes.

Paula levantó bruscamente la cabeza. Sus ojos echaban fuego.

—No me puedo quedar aquí —dijo, roncamente—. Si fuera mecanógrafa, o algo así, a lo mejor podía —para escribir a máquina no había que poner las manos sobre la piel desnuda del jefe. Y no existía motivo médico alguno para justificar la urgencia que sentía por plantar ambas manos sobre su robusto pecho.

—No veo la diferencia.

Paula enrojeció de vergüenza.

—No puedo... no puedo mirarte como debería mirar a cualquier paciente. Lo único que la cara de Pedro reflejaba era la incomprensión más absoluta.

—¡No sería decente!

Evidentemente, lo contrario de lo decente es lo indecente.

—¡Por Dios! —gimió Paula, tapándose la cara con las manos—. ¡Lo que me has hecho decir!

—A ver si lo entiendo bien —empezó él, cautelosamente. Sabía que un hombre puede oír lo que quiere oír.

Su tono revelaba asombro, como era lógico. Seguramente, las mujeres con las que salía tendrían la prudencia de esperar por lo menos veinticuatro horas antes de anunciarle que no podían controlarse si permanecían en la misma habitación que él.

«¿Por qué habré dicho algo así?»

—No era eso lo que quería decir.

—No creo que quepan muchas interpretaciones.

Paula abrió los ojos. El muy gusano parecía divertirse.

—Veamos: tú albergas pensamientos... ¿Cómo has dicho? Ah, sí, indecentes. Pensamientos indecentes acerca de mí. Creía haberte entendido que no te gustaba y que, desde luego, no me encontrabas atractivo.

—Tampoco hay por qué darle tantas vueltas. Ya sé lo que dije —Paula volvía a estar en pie de guerra—. Y sigues sin gustarme —afirmó, clavándole una mirada que, desde luego, no era la de una enamorada.

—O sea, que esto no es más que pura atracción sexual.

Aun después de una humillación así, Paula estaba dispuesta a conservar el amor propio. Se apartó las manos de la cara, que le ardía. Sostuvo la mirada del depredador que tenía enfrente.

—Tiene gracia oírte pronunciar palabras como «pura» —era difícil imaginar algo menos puro que la sonrisita satisfecha de Pedro, que parecía un gran felino bien alimentado, dispuesto a torturar a aquella pequeña presa.

Paula se preguntaba  por qué no  se había  limitado  a  marcharse  a  su  habitación,  hacer  el equipaje  y  dejar  la  casa  para  siempre.  Podía  haber  mantenido  la boca  cerrada y  su  dignidad intacta. ¡Pero no, tenía que soltarlo!

—No es el fin del mundo. Un poco de tensión sexual entre hombres y mujeres es lo normal y, por si te hace sentir mejor, te diré que no me había pasado completamente desapercibida.

—Ya, claro. Total, te consideras irresistible.

—Y parece que tú compartes mi opinión.

Paula miraba y miraba su rostro de rasgos perfectos, mascando su afrenta. De repente, sintió que había encontrado una salida. No era perfecta, pero era lo mejor que tenía.

—Perdona, pero, ¿de verdad crees que sería tan tonta como para confesártelo, si padeciera la desviación de encontrarte atractivo?

Y se rió de buena gana. Su situación había mejorado un cien por cien y lo que contribuyó mucho a serenar a Paula fue ver que las carcajadas lo molestaban a él.

—Déjame ser franca contigo.

—¿Tengo otra opción?

—La base de todo este lío es que, en el fondo, tú sigues creyendo que Ana tenía motivos ocultos al contratarme.

—¿Y no lo piensas tú?

Paula se mordió los labios.

—Parece posible —reconoció.

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