—¡Pero qué van a ser misteriosas! —al tiempo que protestaba, Paula se dió cuenta de que, en efecto, sus problemas en ese terreno se habían convertido en un asunto tabú entre ellos, quizá el único. Su lealtad a la memoria de su madre la había vuelto muy reticente.
—No estoy tratando de sacarte información. Es solo que me pareció que la cosa podía ser urgente.
Pedro no tenía ninguna costumbre de salir con mujeres que insistían en no dejarse invitar. Lo que al principio le había parecido una encantadora novedad, se estaba convirtiendo rápidamente en irritante. Que a uno le devolvieran un regalo era más bien ofensivo, sobre todo cuando había dedicado no solo dinero, sino atención y cariño, a encontrarlo.
«Precioso. Pero me resulta imposible aceptarlo» fue su fría respuesta ante una gargantilla de perlas.
—No me gusta verte preocupada.
La explicación no era un prodigio de tacto, pero sí sincera y a Pau la alivió enormemente.
—Gracias. Me gusta oírtelo decir —dijo, entre suspiritos.
—La vida será más sencilla si mantenemos la distancia entre nuestras vidas personal y profesional...
Aquella perla de sabiduría estuvo a punto de producirle hipo a Paula.
—¿Qué distancia? ¿Te refieres a cosas como lo de ayer por la tarde? ¿Cuando quise darte el masaje?
—Eso fue diferente.
Paula decidió dejar pasar aquella manipulación de la verdad y giró la cabeza para que su mejilla reposara en la palma de la mano de él. Qué rápido había sucedido todo... Ella se había implicado totalmente y, sin embargo, sabía que todo podía acabarse de un día para otro.
—No trabajo para tí, Pedro.
—¿Quieres decir que me vas a dejar? ¿Por esto? —volvió a zarandearla.
—Quiero decir que, por lo que a mí respecta, dejé de trabajar para tí desde que nos convertimos en amantes —la mirada que posó en su rostro era, en efecto, amante—. No podía ser las dos cosas a la vez y lo segundo le ganaba de calle a lo primero. Ya he empezado a buscar otro trabajo.
—Pero, ¿cómo se te ocurre?
—De todos modos, pronto dejarás de necesitarme.
Pedro podría haberse dado una palmada en la frente. Si la verdad fuera un perro, ya le habría mordido.
—Hay una sustitución en el hospital en el que trabajaba: una baja por maternidad...
—A tí no te hace falta ningún trabajo —anunció él, abruptamente.
—¡Claro que me hace falta!
Ese sí que parecía un momento adecuado para explicarle los problemas heredados de su madre.
—Ya sabes que tengo deudas...
Pero él se encogió de hombros, con magnífica despreocupación, y la interrumpió nuevamente.
—Ya lo arreglaré yo.
Paula se puso rígida.
—¿Me estás diciendo que vas a pagarlas tú?
—Lo mejor es que nos vayamos a vivir juntos. En cuanto deje esta casa.
Paula estaba estupefacta. Jamás se le habría ocurrido que se pudiera proponer algo así con esas prisas y esa falta de sentimiento.
—¿Así, por las buenas? —empezaba a enfadarse.
—No es nada complicado.
Paula dio un chillido de rabia. Atenazada por la presa, que él no había aflojado en ningún momento, luchó por liberarse. Al fin renunció y se limitó a clavarle los ojos, como dos tizones ardientes.
—¿Pero te has creído que yo iba a renunciar a mi independencia, a la libertad, y hasta al respeto de mí misma? —según hablaba, iba elevando la voz— ¿Por un capricho tuyo? Tú jamás escuchas, ¿verdad, Pedro? ¡No quiero que me mantengas!
—De acuerdo. Entonces, cásate conmigo —salió como si fuera un plan alternativo para la tarde, porque les había fallado el cine.
Pedro cerró los ojos. Probablemente, iba a reírse de él en su cara.
El problema era la falta de experiencia en ese terreno. No solo no se había declarado jamás a nadie, sino que nunca había considerado el hacerlo... nunca hasta hacía cinco minutos, claro está, al oírle decir a Paula que pronto dejaría de necesitarla. Entonces había abrazado al perro de la verdad: que necesitaba a esa mujer, y la necesitaba para siempre.
Paula tenía la boca abierta, pero de ella solo escapaba el aire.
—¿Qué acabas de decir?
—Cásate conmigo.
Mareada, trató de descifrar la expresión de sus ojos: encarnizadamente apasionados.
—Puedes trabajar, si quieres. Puedes hacer lo que prefieras. Pero cásate conmigo.
—¿Por qué? —ninguna pregunta le había costado más a Paula en su vida. Todo su ser gritaba «¡Sí!»
—¿Por qué? —repitió.
«Por favor, di que me quieres».
A ella no se le ocurría ninguna otra razón para pedirle a alguien que se case. Y a él, por supuesto, no le hacía falta pedírselo para conseguir acostarse con ella. No, realmente no parecía que hubiera muchas alternativas, aunque a Paula le siguiera pareciendo increíble que él quisiera algo más.
Pedro ya había despegado los labios cuando fueron rudamente interrumpidos. Paula sintió ganas de echarse a llorar al abrirse de golpe la puerta.
Los dos se volvieron con cara de muy pocos amigos, pero su visitante no se dejó amilanar lo más mínimo.
—¡Mamá! ¿Qué haces aquí?
—Si no recuerdo mal, esta es mi casa.
Ana echó un vistazo a su alrededor, pero no reparó en Paula y tampoco Paula le prestaba atención: estaba digiriendo todavía la frustración que sentía. Miró con disimulo a Pedro y vio que él la estaba mirando abiertamente. Su expresión no tenía nada de ambiguo: la miraba con avidez.
—Estoy aquí porque...
Al percibir el tono, Paula retiró con dolor su mirada del rostro de Pedro y la dirigió a Ana, para encontrarse con el extraordinario espectáculo de la descomposición de tan elegante dama.
Asustada, Paula la vió desatarse.
—¡He dejado a tu padre! —clamó, mientras las lágrimas brotaban a raudales. Al momento siguiente, se arrojó en brazos de su hijo.
A Pedro lo tomó completamente por sorpresa. Sus padres jamás habían sido muy efusivos... es decir, nada efusivos con él. Su torpe modo de palmearle la espalda a Ana llenó a Paula de compasión. Por su cara, estaba claro que ella no era la única que sentía que estaba de más en esa habitación.
Paula le vió formar con los labios la palabra «perdóname» y sonrió: por ahora, se contentaría con la esperanza. ¡Le había pedido que se casara con él! Casi sentía que no tenía derecho a tanta felicidad, viendo a Ana sufrir tanto, pero, aunque hubiese querido, no habría podido arrancarse el éxtasis que sentía.
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