jueves, 21 de enero de 2016

Sanaste Mi Corazón: Capítulo 25

Pero, en cuanto la abandonó la preocupación por su posible daño, Paula empezó a notar otros síntomas que él presentaba, como una extraordinaria tensión muscular y la respiración acelerada.

—Deberías ser más prudente —ya no tenía ningún motivo legítimo para seguir tocándolo, pero tampoco podía resolverse a romper el contacto—. Has podido hacerte daño.

—Pero no me lo he hecho, y tú sí.

—Ya estoy bien —Paula no estaba segura al cien por cien de lo que decía. Se sentía rarísima, pero no podía ser conmoción, porque la conmoción afecta a la cabeza y ella se sentía rara desde la coronilla hasta la punta de los pies.

Apoyándose exclusivamente en su musculosa pierna derecha, Pedro se puso en pie en un solo movimiento, Paula se quedó así adosada a él.

—¡Cuidado! —exclamó, un poco tarde, cuando ya su cuerpo, arrastrado por el ascenso de Pedro, estaba medio incorporado, con la cara contra el muslo de él. Se podía haber creado la frase «posición comprometida» para ella.

—Si alguien abriera ahora la puerta...

—¿Qué pensarían, Paula? —al preguntar, Pedro le tomó la barbilla y la hizo dirigir la cara hacia él.

Prendida  en  la  red  de  su  mirada,  Paula sacudió  la  cabeza  mudamente  sin  dejar  de contemplarlo.  Nunca  había  sido  tan  consciente  de  la  desmedida  vitalidad  que  esa  mirada encerraba. Era un resplandor como una fuerza de la naturaleza, y ella no podía resistirse.

Lentamente, él desplegó los dedos y, con suma precisión, empezó a seguir el contorno de sus labios entrecerrados. Paula no se dió cuenta de cuándo o cómo los entreabría, invitando a una exploración más profunda.

Pedro deslizó la yema del índice, levantando levemente el labio superior y la sintió dejar de respirar. Al momento siguiente, a él se le escapó una especie de gruñido cuando la lengua de Paula fue al encuentro de su índice.

A partir de ese momento, la exploración se complicó: al cabo de pocos segundos, ella le había tomado la muñeca y alternaba los lametones y los besos entre los dedos, la palma y la muñeca.

Hasta ese punto de su vida, «compulsión» no había sido para Paula más que una palabra de la jerga de los psiquiatras. En ese momento, llenaba toda su existencia.

Dió un gañido de protesta cuando Pedro deslizó la otra mano entre su cabello y le echó la cabeza atrás. Ella se contentó con la contemplación de su absoluta belleza. Quería retener en la memoria hasta el ínfimo detalle de su aspecto en ese preciso instante.

La mirada de fuego de él se apartó con dificultad del pecho de Paula, que parecía a punto de hacer estallar las costuras del vestido. Pero la cara de Paula  no le ofrecía ningún alivio para la inaudita excitación que iba creciendo en él. En su cara había labios hinchados, entreabiertos y temblorosos, ojos enormes de iris grises paralizados de deseo y una expresión salvaje y lasciva que era exactamente lo que un hombre encuentra en sus fantasías. Una expresión de total y absoluta entrega.

—¿Tienes idea de lo que me estás haciendo? —preguntó, con la voz ronca.

Los lentos y clarividentes movimientos circulares de los dedos de ella, siempre hacia arriba, le  sirvieron  de  respuesta.  Ataque  y  retirada:  un  ciclo  que  continuamente  recomenzaba,  para tormento de ambos. Y, mientras los finos dedos de Paula trabajaban, sus ojos, transidos de pasión, no abandonaban ni por un instante los de él.

Sus labios se curvaron en una sonrisa sensual y satisfecha: sentía que se iba quemando de dentro  hacia  fuera,  no  podía  respirar  más  que  en  dosis  pequeñas  y  frenéticas.  Pero  en  ese momento de experimentar con sus propios límites y los de él, había descubierto hasta qué punto era la entrega una experiencia de poder.

Cuando  su  mano,  con  cuidado,  rodeó  el  creciente  relieve,  Paula sintió  una  intensísima excitación al notar los impulsos de la erección contra su mano. Apenas notó, en cambio, el dolor en el cuero cabelludo que le causó la contracción de los dedos de Pedro en su pelo. Empezó a alarmarse al verle echar la cabeza hacia atrás. Todas las venas y tendones de su poderoso cuello resaltaron. Parecía morirse. Por Dios, ¿qué le había hecho ella?

—¡Lo siento! —exclamó, jadeante, apartando la mano— ¿Te he hecho daño? —preguntó, desconsolada.

Empezó a atormentarse por lo que le parecía un comportamiento inexplicable por su parte. Pero, mientras una parte de su mente se fustigaba, el renegado que era su cuerpo le enviaba un mensaje de dolor desesperado. Era una queja a la vez de todo el cuerpo y que se concentraba en los pechos, hinchados, y en el vértice entre los muslos.

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