viernes, 8 de enero de 2016

Sanaste Mi Corazón: Capítulo 8

—¡Ay, Dios mío! —gimió—. Me he pasado de lista, ¿verdad?

—Lo siento, señorita Chaves, pero somos los dos puramente hetero... —esta vez, Pedro tuvo un  poco  de  piedad:  si  la  chica  continuaba  enrojeciendo,  no  tardaría  mucho  en  incendiarse espontáneamente—. Tal vez esto sea un truco suyo, para provocarme —musitó Pedro—, pero me inclino a concederle el beneficio de la duda.

—¿De verdad? —Paula apenas podía creer lo que oía—. Oiga, ¿de verdad cree usted que todas las mujeres están empeñadas en pescarlo?

Era, desde luego, un comentario muy falto de tacto, pero la chica ya se estaba hartando. ¡Vaya opinión que tenía el tipo de sí mismo! ¡Qué falta le hacía que le bajaran los humos!

La verdad era que Pedro, sin ser especialmente vanidoso, se había acostumbrado a lo largo de los años a recibir mucha atención femenina. No se hacía ilusiones sobre los motivos. Disponía de riqueza y poder, y eso era lo que andaban buscando muchas mujeres.

Se había vuelto muy cínico y la adulación le estomagaba, pero, ante las palabras y, todavía más, ante el desprecio que se leía en los expresivos ojos de Paula, empezaba a ver que la zalamería también tenía su encanto. Así que empezó a especular con la idea de convertir esa actitud de superioridad moral en adoración babeante.

¡Eso era precisamente el tipo de terapia que le convenía!

—Ya te ibas, ¿verdad, Hernán? —dijo, sin quitar la vista de Paula.

—¿Me iba? —Hernán se dió cuenta de que a la chica de sus sueños no le daba ni frío ni calor su presencia  y  tuvo  que  aceptar  filosóficamente  que  ninguno  de  los  chispazos  de  atracción  que indudablemente saltaban en aquel salón pasaba por él.

—Sí, pero no te preocupes: creo que la señorita Chaves es sobradamente competente para ocuparse de mí.

El comentario lo excitaba. De nuevo volvían a rondar su imaginación las fantasías acerca de la lencería... Quizá al doctor Méndez le interesara estudiar el efecto que varios meses de celibato forzoso tenían sobre la vida mental.

Paula encontraba sospechosísimo semejante cambio de actitud. Los comentarios racionales y exentos de sarcasmo no le parecían propios de él. ¡Si casi parecía amable!

—Entonces, ¿no le importa que me quede? —Paula aún se sentía más confusa respecto a su propia reacción. Siempre podía pasar la noche en casa de amigos... Pero no, más valía tratar de valerse por sí misma.

—Estoy  deseando  librarme  —una  ráfaga  de  sus  iris  azules  pareció  pulverizar  las arrinconadas muletas—de esos trastos para siempre. Si usted puede acelerar el proceso, sería un imbécil al oponerme, ¿no es cierto?

Cada vez más razonable. Qué raro.

—Cierto.

—De acuerdo, entonces.

—Su madre dijo que usted...

Pedro no quería saber nada más de los planes de su madre.

—A ella la tutea, ¿no? —interrumpió. —Pues sí, señor Alfonso. ¿Sucede algo?

—Creo que no hay nadie que me llame «señor Alfonso».

La cara de Paula expresaba toda la inseguridad que sentía.

—No  sé  si  me  sentiría  muy  cómoda  tuteándolo  —era  un  poco  absurdo,  pero  eso  era exactamente lo que sentía.

—Todos deseamos que te sientas cómoda —replicó él, serenamente.

—Bien, sí, bueno... No veo por qué no... Pedro.

—Así está mejor. Y tú te llamas...

—Pau.

—¿Diminutivo de qué? ¿Paulina?

—Paula—hasta confesar su nombre de pila a aquel hombre le producía desazón.

—Paula. ¿Irlandesa?

Cuando  no  bramaba  ni  hablaba  como  un  paranoico,  Pedro Alfonso tenía  una  voz pecaminosamente  atractiva.  Una  de  esas  voces  que  tienen  color  y  textura,  que  en  su  caso correspondían al azul medianoche y al terciopelo. Paula estuvo a punto de cerrar los ojos para disfrutar de la sensación.

—La familia de mi madre —le confirmó.

—Como yo.

—Sí, ya lo sé. Fueron compañeras de colegio, pero llevaban años y años sin verse... hasta muy recientemente.

Pedro notó perfectamente que había algo de lo que ella no deseaba hablar. Siempre se le había dado bien captar justo aquello que los demás no mencionaban, una cualidad sumamente útil en el mundo de los negocios, por cierto. Su curiosidad se había despertado.

Paula  habría preferido que Hernán se quedara más tiempo. Le parecía un aliado en un territorio hostil. Había puesto un pie en el umbral, pero estaba segura de que le faltaba mucho para ser aceptada y no tardó en comprobarlo.

—Muchas gracias, Elisa, pero ocuparé mi habitación de siempre, así que haga el favor de organizar que suban mi equipaje —él huésped de honor se dirigía con cortesía al ama de llaves, pero no cabía duda de que lo había contrariado que lo instalaran en la suite de la primer planta.

En cuanto la señora Nuñez salió, Paula no pudo contenerse.

—Supongo que así es cómo se demuestra... te demuestras a tí mismo y a los demás quién es el que manda. Llegas y ordenas que cambien todo lo que han hecho —dijo, desabrida—. Y, aunque piensen que lo que ordenas es una estupidez, no se atreven a protestar.

¡Era un tipo insufrible! Y lo increíble era que todo el personal de la casa parecían radiantes de felicidad al verlo. El ama de llaves, concretamente, que a Paula le había parecido una señora estupenda y muy sensata, había estado en un tris de echarse a llorar.

Pedro se tomó su tiempo para responder. Se sentó y tomó una rebanada de bizcocho, la miró con desinterés y volvió a dejarla en la bandeja.

—Al parecer —dijo—, tú no vas a sentirte igualmente intimidada.

—¿Te vas a comer eso?

—¿Lo quieres tú? —y le acercó la bandeja.

Ella ya había merendado otras dos rebanadas y un número indeterminado de los finísimos sandwiches de salmón.

—Mira qué gracioso —seguía muy molesta—. Jamás piensas en los demás, ¿verdad?

—¿Qué  ocurre?  ¿No  tener  apetito  me  convierte  en  un  egoísta?  —le  aburría  que  ella atribuyese intenciones siniestras a cualquier cosa que hacía—. A ver, ilumíname —y, entrelazando los dedos, apoyó la barbilla en las manos y se la quedó mirando.

—La merienda —y Paula hizo un gesto amplio, como amplio era el surtido que les habían presentado—. Apuesto a que todo lo que hay aquí son precisamente las cosas que más te gustan.

Pedro  recorrió  con  la  vista  cada  uno  de  los  platos  de  porcelana.  Pues  sí,  ahora  que  lo mencionaba, todo aquello eran cosas que él pedía cuando volvía del colegio por vacaciones. Se alzó de hombros, reconociendo con negligencia el acierto.

—¡Lo sabía!

—Si tienes algo que decir, creo que deberías decirlo de una vez.

—Pero, ¿es que no lo ves? —y Paula sacudió con desaprobación la cabeza—. Son muchas personas las que se han tomado mucho trabajo para prepararte algo que te agradase, porque, por algún motivo, te tienen cariño. ¿Cómo crees que se sentirán si todo esto vuelve intacto a la cocina?

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