—Me voy a casa —le dijo, en voz baja, pero desafiante—. Y le sugiero que haga lo mismo.
Tengo entendido que su mujer lo ve bastante poco.
Enfadarse no le prestaba al doctor Perez el menor atractivo.
—¿Qué pasa, Paula? ¿Solo te apuntas cuando hay suficiente dinero de por medio? —preguntó elevando la voz de modo que pudieran oírlo la mitad de los que se encontraban en el aparcamiento, concluido el turno principal.
Paula se crispó, pero no se achicó. No había hecho nada de lo que tuviera que avergonzarse.
—Déjeme pasar.
El médico trató de avergonzarla, pero no lo consiguió. Empezó a apartarse, pero lo hacía lo más lentamente posible, para prolongar la humillación de su víctima, cuando una manaza lo asió del cuello de la camisa y literalmente lo depositó a un lado del paso. Al tomar tierra se dió un golpe con un coche.
—¿Qué mierda..? —con expresión amenazadora, el joven médico se volvió y, al levantar la vista, se encontró con los fríos ojos azules del grandullón que acababa de apartarlo. Su formación científica le decía que es imposible que el tuétano de los huesos se congele, pero sus indicadores internos dictaban otra cosa.
Preocupado, miró furtiva y alternativamente al tipo alto y a Paula.
—No pasa nada —dijo, con nerviosa cordialidad, mientras se sacudía las arrugas que se le habían formado en la manga—. Un pequeño accidente.
—No ha sido ningún accidente.
Tan extremista como aquellas palabras era la indumentaria de Pedro: vaqueros negros, camisa blanca. Paula no pudo apartar los ojos de él, examinando cada detalle de su aspecto, como cualquier adicto que llevara largo tiempo privado de su droga.
Tal vez los vaqueros negros acentuaran su delgadez, pero de lo que no cabía duda es de que hacían juego con sus intenciones: Pedro parecía en ebullición, con rabia apenas reprimida. Con su estatura y la arrogancia de su porte, esa presencia física que no es posible adquirir a ningún precio, era como un arma preciosa, cargada y lista para disparar.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Germán Perez dió un suspiro de alivio cuando los penetrantes ojos azules dejaron de mirarlo. En las revistas, aquel tipo no parecía tan... grande.
—He venido para acompañarte a casa.
Era evidente por qué ese día, y no cualquier otro: las revistas. Probablemente venía a recriminarla por lo que creería su colaboración con la prensa. Paula suspiró también. «¡A casa!» Qué cosa tan magnífica sería, si la frase de Pedro tuviera su pleno significado. Si él hubiera tenido confianza en ella...
Claro que últimamente había empezado a pensar que, con el calor de la discusión, tampoco ella había estado muy reflexiva. Como siempre que la rondaba el arrepentimiento, Paula se recordó que, si ella se había marchado, él era quien había empujado. Pero, como siempre, en momentos de debilidad, se planteaba el punto de vista de Pedro: cómo habría sonado a sus oídos la noticia de que ella tenía grandes deudas de juego. Pedro, como ella, conocía por propia experiencia los subterfugios y mentiras de los jugadores. Lo único que había hecho era ser sincero acerca de sus sentimientos: brutalmente sincero, cierto, pero eso era mejor que engañar.
Germán Perez, viendo lo absorto que estaba el tipo mirando a la enfermera, se dijo que no lo echaría en falta. En cuanto empezó a retirarse despacito, descubrió su error.
—¿No se le olvida algo? —la suavidad de la entonación no engañaba al joven médico, que se quedó clavado donde estaba.
—¿Se me olvida algo?
—¿No quería usted disculparse con la señora?
—Ah, sí, claro. No pretendía ofenderte... ofenderla —dijo a Paula, sin dejar de mirar al tipo aquel y maldiciendo a los periodistas por no avisar de que el lío entre esos dos seguía.
«Pues qué mala maña te das», le habría gustado contestarle, pero se limitó a encogerse casi imperceptiblemente de hombros. En cuanto él se alejó, los hombros, como el resto de su cuerpo, se hundieron, y se le escapó un profundo suspiro.
—Un día tremendo, ¿eh?
La inesperada ternura de la voz y la mirada de Pedro estuvo a punto de arrancarle las lágrimas.
—Los he tenido mejores. ¿Qué tal estás tú? Se te ve bien —dijo, tratando de hablar animadamente.
—¿Te estás haciendo la graciosa? —preguntó él, frunciendo el ceño.
Paula no sabía cómo responderle. Desde luego, era ridículo que tratara de comportarse como si fueran dos conocidos que se hubieran encontrado casualmente.
—No, ¡son los nervios!
Casi se enfadó al ver la cara de sorpresa que él ponía. ¿Pues qué se imaginaba, presentándose por las buenas?
—Siempre hablo de más cuando estoy nerviosa —al ver dónde tenía Pedro clavada la vista, cobró consciencia al fin de que se había metido la coleta en la boca.
—Caray. Bueno, también me muerdo las uñas cuando estoy muy tensa —explicó, tratando de sonreír, sin conseguirlo.
Se quedaron un rato mirándose sin hablar. A Paula le dolía el cuerpo por el ansia que se había despertado en ella al verlo. Cómo lo había extrañado: hasta ese momento no había sabido cuánto. Al fin, los rasgos de Pedro se distendieron y, en ese rostro relajado, ella pudo ver con más facilidad las huellas que probablemente habían dejado varias noches de insomnio. Paula nunca había visto su hermoso rostro tan demacrado.
—Se me ve como estoy, Paula. Fatal.
Verdaderamente, lo de ese hombre era telepatía.
—¡Qué va! —exclamó, impulsivamente.
Por muy ojeroso y flaco que estuviera, Pedro seguía siendo un ejemplar masculino espléndido.
—Eres... —no supo cómo seguir. ¿Qué iba a decirle, que era una preciosidad?
Por suerte, él la sacó del jardín en el que se había metido.
—¿No estás harta de mirones? —preguntó, dirigiendo la mirada hacia una cotilla, que se puso como la grana y se alejó rápidamente.
—A todo se acostumbra una.
Pedro percibió la amargura de su voz.
—No tienes por qué acostumbrarte.
—¿Por qué has venido, Pedro?
—Ya te lo he dicho. Para llevarte a casa.
—Está el transporte público.
—Hoy no, a no ser que quieras que te sigan mirando.
Paula tragó saliva y sacudió la cabeza. No dijo nada, pero en su mirada se leía qué espantosa experiencia había supuesto el escrutinio público de esa tarde.
—Entonces, ven conmigo.
«¡Hasta el fin del mundo!»
Mientras se dejaba tomar del brazo por Pedro y conducir hasta el opulento cupé en el que había llegado, Paula se preguntó cómo habría respondido él, si hubiera pronunciado aquello en voz alta.
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