—Ya veo.
—Estoy muy contenta con mi cuerpo.
¿Y quién no lo estaría? Pedro decidió expresarle su apoyo.
—Me alegro por tí.
—No tengo la menor intención de matarme de hambre para usar la talla treinta y ocho. —No sabes cómo me complace.
¿Es que suponía que a él todo lo que estuviera por encima de la treinta y seis lo repugnaba?
Su respuesta despertó el recelo de Paula, que escudriñó su cara para comprobar si se estaba riendo de ella. Él sostuvo su mirada.
—Se dice que todas las modas vuelven —hablaba con voz perfectamente seria—, así que sin duda también volverá a estar de moda la figura con curvas.
Y, para esperar preparado el chaparrón, dejó los cubiertos sobre la mesa, apartó ligeramente la silla, cruzó las piernas y se reclinó en el asiento.
Ella abrió la boca para replicar airadamente, pero la volvió a cerrar. Había comprendido que era otra de las provocaciones de él. Cuando lo veía sonreír como Pedro sonrió entonces, se le borraba casi por completo de la mente que no estaba interesada en las relaciones fugaces basadas únicamente en el físico. Tuvo que echarse a sí misma una charla sobre sus propios valores morales para hacer desaparecer por completo la sonrisa que empezaba a reflejarse también en su rostro.
—Está bien. A lo mejor sí que soy susceptible —reconoció—. Razón de más para que cene en mi cuarto —toda excusa era buena.
—¿Y dar más trabajo al servicio, que ya está desbordado? ¿Cómo se te ocurre? —¡No pensaba hacerlo!
—Ya lo sé.
—¿Ah, sí?
—Lo que pasa es que preferirías estar en cualquier parte que no fuera aquí, conmigo.
—Ya sé que crees que todo en el mundo gira en torno a tí... —empezó, sarcástica, pero al ver su expresión melancólica, cambió de tono— No es nada personal —añadió, impaciente.
—No dices otra cosa.
—Lo único que pasa es que no me siento muy sociable. Estoy acostumbrada a poder refugiarme en casa, al final de un mal día...
Él tuvo en la punta de la lengua recordarle lo sociable que había estado la víspera, cuando cenaron con Joe y que esa misma tarde no parecía perseguir la soledad, puesto que él se la había encontrado en animada conversación con el más joven de los jardineros. ¡Riéndose! Naturalmente, al verlo a él, cesó de inmediato.
Lo cierto era que esperar a que ella diera el primer paso lo estaba volviendo loco. ¿Y si no lo daba?
Pedro había sido rechazado alguna vez. Menos veces de las que le convendría, quizá. Siempre se lo había tomado con deportividad. Pero no veía el modo de adoptar una actitud deportiva cuando se planteaba la posibilidad de que Paula no estuviera a su alcance... ¿Cómo que no lo estaba? En cualquier momento, él podía...
No, no podía. Había prometido no dar el primer paso. Bueno, ¿y qué? No pensaba pasar otro día, y sobre todo otra noche, reconcomiéndose. No estaba hecho para aquello.
—Así que el día ha sido malo.
—No exactamente malo...
—Pero tampoco bueno —Pedro hizo una brevísima pausa—. ¿No te has alegrado de ver a Emma?
«No tanto como tú».
—Sí, me he alegrado de verla —contestó Paula, en un tono neutro—. ¿Te ha venido a tí bien la sesión?
—Ha sido muy reveladora.
Antes de que pudiera pedirle que se explicara mejor, él cambió de tema.
—¿Y a dónde vas, cuando vuelves a casa?
Lo que en realidad habría querido preguntar era con quién volvía. No podía creer que no hubiera un hombre esperándola. ¿Por qué, si no, se negaba a admitir la atracción que existía entre los dos?
—Ahora mismo, supongo que tengo que decir que donde estén mis maletas.
Paula percibió cómo se suavizaba la expresión de su interrogador.
«¡Estupendo! Ahora, además de reprimida sexual, piensa que soy una sin techo».
—Está muy bien así —dijo, orgullosamente—. Puedo ir y venir a mi antojo. No estoy atada a nada.
—¿Ni a nadie?
—Tengo muchos amigos.
—Como la encantadora Emma.
—Como ella —confirmó Paula, con una voz opaca.
—Así que te gusta relajarte al final del día. Debías habérmelo dicho; podríamos haber cenado en plan picnic, delante de la tele.
—No creo posible, relajarme estando contigo.
Pedro pareció meditar sobre aquella respuesta.
—Nunca digas de este agua no beberé, Paula. La verdad: no creo que estés siendo totalmente sincera. ¿Cuál es el verdadero motivo por el que no quieres cenar conmigo?
Paula permaneció en silencio.
—Venga, suéltalo. ¿Son mis modales a la mesa? ¿O acaso —preguntó, fingiendo preocupación— se trata de mi higiene personal? Vamos, dímelo. No soy susceptible.
—No creo que este sea mi sitio —Paula hizo un gesto amplio con la mano, indicando la elegante decoración, el lujoso servicio de mesa y la magnífica comida.
—Pero no querrás condenarme a mi exclusiva compañía —la pinchó él amablemente.
—No condenaría a tu compañía ni a mi peor enemigo.
—Y, sin embargo, me has mandado a la hermosa Emma...
¡Tercera mención de Emma! La desatada imaginación de Paula veía ya el interior de la iglesia y a sí misma vestida de dama de honor de su amiga.
—Era una forma de hablar —cualquier cosa que dijese sería usada en contra de ella.
—Anoche no te molestaba cenar a mi mesa.
—Es que anoche...
—Estaba aquí Hernán, con lo cual tú podías prescindir de mi presencia.
Paula dejó de fingir que se ocupaba de su plato. La penetración de Pedro le daba sudores fríos.
—Siento no haberte incluido en la conversación, pero es que con Hernán no cuesta hablar —el chico era simpático y, ante todo, no le inspiraba un deseo constante de desnudarlo.
—Y hablaste, hablaste y hablaste —Pedro alzó lánguidamente la mano y se la llevó a la boca, como si estuviera bostezando.
Era cierto. La víspera, Paula sentía la necesidad de rellenar todos los silencios con palabras.
—El contraste es demasiado violento: esta noche apenas has abierto la boca —su mirada se posó, insistente, en tan interesante punto—. Ni siquiera para comer.
—Ya ha quedado claro que no estoy cerca de la inanición. Lo único que pasa es que no tengo hambre.
—Tal vez debería haber invitado a la gentil Emma.
Empezaba a parecer que él quería restregarle algo.
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