Él le dió un golpecito en la barbilla.
—Ya me irás conociendo mejor.
—No sé si resistiré hasta entonces —dijo ella en voz baja y, sin mirarlo, se puso en pie.
—Sabrás que no ando muy sobrado de tolerancia. No te quedas aquí porque me sienta caritativo. Me interesa averiguar si eres tan buena como dices... —esperó a que las mejillas de Paula enrojecieran para continuar— en el terreno profesional, naturalmente.
¡Desde luego que estaba deseando demostrarle su competencia profesional a aquel cerdo mordaz! Eso sí, ojalá pudiera hacerlo en un terreno seguro, como el hospital de la zona. Inexplicablemente, le costaba mucho concentrarse estando en la misma habitación que él... ¿Inexplicable? Seguro: lo único que pasaba era que no podía quitarle la vista de encima y se moría de miedo al pensar qué sucedería cuando la relación entre ellos pasara a ser táctil.
—Bien, ¿cuándo quieres que empecemos? —hablaba casi con brusquedad—. Tengo que evaluar tus capacidades y establecer luego una planificación.... Pedro se puso en pie por sus propios medios.
—Ya lo haremos más tarde —miró la hora en su reloj—. De momento estoy esperando visitas. Negocios. Cuando acabemos, me pondré en tus manos.
—Pero tenemos que hablar de varias cosas antes...
—Pues habla. Dispones de tres minutos.
—Cuánta generosidad. Entonces, más vale que vaya deprisa. Lo primero: ¿qué horario quieres que tengamos? ¿Cuándo será mi tiempo libre...?
—¡Todavía no has empezado y ya quieres un día libre! —él sacudió la cabeza con fingida severidad—. ¿Qué ha sido de la ética del trabajo?
—¿Y qué ha sido de unas condiciones de trabajo dignas? —tuvo ella los reflejos de replicarle—. Yo ya me siento como si tuviera una guardia de veinticuatro horas a mis espaldas.
Con razón se reía Ana al decirle que iba a ganarse el dinero que cobrara.
—Bien; entonces te explicaré mis principios. Yo soy flexible, no me gusta someterme a horarios rígidos, así que espero que la gente que trabaje conmigo también sea flexible.
—Y eso, ¿qué significa exactamente?
—Que deberás estar disponible las veinticuatro horas.
—Pregunta por ahí, pero me parece que la esclavitud fue abolida hace algún tiempo. —Te pagaré bien... si eres buena.
—Me paga tu madre.
—Lo triplicaré.
—¡Eso es absurdo! —exclamó Paula.
—¿Pero tentador?
Paula volvía a enfadarse en serio. El tipo hablaba como si de verdad creyera que todo el mundo tenía un precio.
—No es cuestión de dinero.
—¿No estabas arruinada? —le recordó él, sin alterarse—. Para mentir bien, hay que tener buena memoria.
—¡Y no mentía! —chilló ella—. Estoy sin blanca.
—Entonces, soy la respuesta a tus oraciones.
—Esa encantadora modestia debe de conquistarte amigos donde quiera que vayas —no pudo evitar que, además de sarcasmo, hubiera una nota de diversión en su voz—. Tal vez tú no necesites dormir, pero...
—No es cuestión de necesitar, sino de poder.
La sorpresa de Paula ante semejante confesión fue por lo menos tan grande como la de él al oírse hacerla. El insomnio era una debilidad y no parecía que Pedro reconociera ninguna.
—¿Qué ha dicho tu médico?
—Creía haberte dejado claro la opinión que me merecen las pastillas.
—Sí, pero hay otros métodos para tratar el insomnio.
—Yo conozco unos cuantos. Tal vez podríamos intercambiar ideas.
Paula se negó a dejarse alterar por el alcance que se podía dar a su comentario.
—Técnicas de relajación, por ejemplo.
—Cierto: estás muy tensa.
—¡Estoy perfectamente relajada! —aulló.
—Ya lo veo.
—Estoy dispuesta a admitir cierta flexibilidad. Contaba con eso, tratándose de un puesto en el domicilio del paciente; pero no pienso estar disponible las veinticuatro horas.
—¿Por qué? ¿Hay por ahí un novio que se enfurruña si lo descuidas... o responsabilidades familiares?
El rostro de Paula se ensombreció.
—No hay nadie —declaró, tajante.
Él se puso serio. Era evidente que ahí había dolor. ¿Estaba huyendo de algún desastre amoroso?
—Entonces —concluyó—, no hay problema ninguno. Perfecto.
—Yo no he dado mi conformidad a nada.
—Ya la darás, después de un poco más de discusión. Estaba acortando. Por cierto, has dicho que querías evaluar mis capacidades.
Sorprendida, Paula asintió.
—Verás: la mayor parte de la gente me cree capaz de todo —y, con una sonrisa, tomó uno de los bollos que había sobre la mesa y se lo metió entero en la boca. Luego abrió la puerta con una muleta y alzó la voz:
—Por favor, señora Nuñez, envíeme a la señorita Morales y al señor Sosa a la biblioteca.
Se oyó sonar un timbre y casi al instante se presentó el ama de llaves.
—Ah, señora Nuñez: ¿quiere hacer que vuelvan a trasladar mis cosas? La señorita Chaves cree que debo dormir en la planta baja —se volvió hacia Paula—. ¿Satisfecha?
Pero Paula no iba a dejarse embaucar como la señora Nuñez por el encanto de su sonrisa. El recuerdo de cómo la había obligado a arrodillarse junto a él volvía una y otra vez a su mente.
Habló con desaprobación.
—Deberías descansar, no recibir visitas.
—Se trata de negocios, no de una cuestión social.
—¡Eso es aún peor! —exclamó, consternada—. Debes tomarte las cosas con calma. Pedro suspiró teatralmente.
—Paula, tienes que aprender a controlar tus impulsos maternales.
—Te aseguro que no siento ningún impulso maternal hacia tí.
La más perversa de las sonrisas de Pedro destelló.
—Me parecía que no, pero es muy agradable que lo confirmes.
Se marchó, dejando a Paula con los músculos del cuello agarrotados, los nervios destrozados y la cabeza llena de nostalgia por la rutina del hospital y pacientes a los que aún no les hubiera salido bigote.
Mas tarde, estaba Paula leyendo en su habitación, o tratando al menos de leer, cuando llamaron a la puerta. Era el ama de llaves, que la saludó con una sonrisa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario