Las lágrimas que se habían formado en los ojos de Paula empezaron a rodar por sus mejillas.
—¡No! —fue lo único que acertó a decir.
Pero a Pedro le bastó.
—¿Qué acabas de decir? —preguntó, con la voz estrangulada, una voz que no parecía la de su Pedro... aunque este también era su Pedro; a este, que tenía dudas y debilidades, como cualquier ser humano, también lo amaba Paula.
—He dicho que para mí no sería mejor estar sin tí—dijo ella, y sintió cómo las manos de Pedro, que se habían posado en sus hombros, se clavaban, impacientes.
—¿Por qué? —insistió.
—Seguramente, porque te quiero —y Paula inclinó ligeramente la cabeza, como si buscara alguna explicación alternativa—. Sí, debe de ser por...
No pudo terminar la frase porque los labios de él se aplastaron antes contra los suyos. El beso fue brusco, torpe, hambriento; a ella la dejó feliz y temblorosa. Pedro temblaba también.
—Te quiero tanto —murmuró, aún con aspereza en la voz, mientras sus labios recorrían la oreja de Paula.
El tacto de los labios la enloquecía, pero sus palabras, paradójicamente, la calmaron. Se desprendió de sus brazos y le tomó la cara como había hecho él antes con la suya.
—¿Y se puede saber por qué no empezaste por decir eso? ¿Decirlo mucho antes de hacer estupideces como...?
Pedro sonrió. Aún temblaba por lo cerca que había estado de perderla. No pensaba volver a escuchar nada que viniera de la boca de su madre, jamás.
—¿Como pedirte que te cases conmigo? —preguntó, en tono de guasa.
Paula soltó un bufido de mortificación y luego le dió un mordisquito en la punta de la naríz.
—Sí, ¡para salvar mi buen nombre!
—Verás, es que estaba desesperado.
—Ah, ¿sí? —estaba encantada de oírlo.
—No he conocido nunca a nadie que fuera como tú, Paula.
—¿De veras? Tenía entendido que ninguna mujer se te había resistido nunca.
—Bueno, las que no se me han resistido eran como yo, perfectas egoístas. Hace mucho que tengo asumido que la gente puede dar cosas, pero no darse a sí mismos. Y entonces llegaste tú —y la miró sin disimular su admiración—. ¡Y me rompiste los esquemas! Nunca había visto a nadie dar sin pedir nada a cambio y tú, amor mío, me diste tu inocencia, tu confianza, tu corazón —su expresión se ensombreció—. ¿Y qué hice yo con esos tesoros?
—No, Pedro —le suplicó ella, que no soportaba verlo flagelarse así.
—Este último mes ha sido un descenso al infierno en toda regla. Me moría por verte, pero creía que me escupirías en la cara, como dijo una amiga común.
—¿Ana?
Él asintió.
La sombra de ese infierno pesaba sobre sus ojos y Paula decidió emplearse a fondo para disiparla. Sus besos tuvieron éxito, pero le llevó bastante tiempo. Cuando hizo una pausa para ver qué avances habían hecho, los dos estaban tumbados en el desvencijado sofá de dos plazas del apartamento. Pedro tenía las corvas apoyadas en uno de los brazos y la cabeza en el otro, mientras ella reclinaba la suya en el hombro de él.
—¡Qué idea más fantástica se me ha ocurrido! —exclamó—. Verás: José...
—No sé yo —rezongó él— si me hace mucha ilusión que te acuerdes de Hernán cuando te estoy besando.
—Ahora no estás besándome.
—Eso tiene fácil arreglo.
Riendo a carcajadas, ella lo rehuyó.
—Hernán y Emma. ¿A que sería maravilloso que..?
—¡No! ¡Ni hablar! —con toda firmeza, Pedro añadió—. Solo me casaré contigo si renuncias a hacer de celestina.
Paula puso un morrito.
—Bueno, en ese caso... —contorsionándose, consiguió darse la vuelta y ponerse boca abajo. Empezó a darle tironcitos del vello del pecho—. Eres un aguafiestas, pero supongo que tendré que conformarme... suponiendo que me quieras, claro. ¿Porque me quieres, verdad?
—Tal vez nos cueste los próximos cincuenta años el conseguirlo, pero llegaré a convencerte. Paula puso cara de susto.
—¿Cómo que cincuenta años? Yo pensaba en algo más inmediato —dijo, insinuante—. No sé si me explico —siguió, deslizando los dedos bajo el cinturón de él.
Pedro respondió con una sonrisa. Paula se alegraba al ver que su robusto ego se había recuperado plenamente.
—Veamos, ¿cuánta demostración necesitas? —preguntó, quitándole el sujetador—. ¡Ah! —suspiró, al derramarse la nívea carne en todo su esplendor.
—Muchísima —susurró ella.
—Creo que podré complacerte.
—Cuánta seguridad —le pinchó ella, inclinándose para rozar apenas la punta de sus senos contra su pecho.
Los ojos de él se velaron y sus dedos se enredaron en el cabello de Paula, obligándola a aproximarse.
—Tú juzgarás si esa seguridad está o no justificada —dijo roncamente.
Paula pensó, divertida, que era un juicio amañado.
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