Pedro pareció resignarse.
—Oye, no creo que hayas sido un paciente tan rebelde como cuentas. No has conservado el tono muscular por casualidad. Has tenido que ser bastante constante con los ejercicios.
—Vivo para fortalecer mis cuadriceps —asintió—. Por eso he optado por la hidroterapia, por hoy al menos. La piscina es un poco menos aburrida. A tí no te importar, ¿verdad?
—No, creo que es muy buena idea. Lo que pasa es que no estoy acostumbrada a estas dimensiones —confesó, aunque dudaba que él pudiese comprender que se sintiera intimidada por la opulencia del entorno.
—Te costará creerlo, pero antes de esto estaba en bastante buena forma.
¿Antes? ¿Y cómo creía que era su forma actual? Hombros anchos, brazos y pectorales fuertes, abdomen absolutamente plano, caderas estrechas que se unían a unas piernas inacabables. Su color cetrino resultaba pálido en contraste con el vello del pecho.
—Ya sé que tienes prisa, pero hay que fijar objetivos alcanzables.
«Por cierto, Paula, eso es algo que tú deberías también tener presente». Un hombre como Pedro Alfonso no era un «objetivo alcanzable» por una chica como ella. Con un hombre como él una chica se lo pasaría maravillosamente un breve tiempo, y tendría el resto de su vida para recordarlo.
—¿Los fijas tú o los fijo yo?
Su impaciencia era comprensible, pero ella tenía que mostrar firmeza.
—Te propondría un compromiso, si creyera que conoces el significado de la palabra —replicó ácidamente.
Él le sonrió con toda su magnífica dentadura.
—Qué poco me conoces, nena.
—¿Nena? —repitió ella, con una mueca—. Por favor...
—Huy, se me ha escapado.
—La verdad, me siento ofendida al pensar que eso es lo que piensas de mí. ¿O es que llamas «nena» a todas las mujeres?
¿Qué haría si le decía lo que de verdad pensaba al mirarla? No, más valía ser prudente de momento.
—Pues no, por ahora no —hizo como que estudiaba la cuestión—. Aunque no creo que muchas se sintieran ofendidas... fuera del trabajo, claro. En el trabajo soy políticamente correcto.
—Ya. No me impresionan mucho las mujeres que conoces —su desdén se basaba en lo que había visto de la pelirroja provocativa.
—Vaya. Vuelves a coincidir con Ana.
—Apenas conozco a tu madre —y haberse tragado todo lo que aquella dama prácticamente desconocida le había contado y, sobre todo, lo que no le había contado, era lo que la había metido en el aprieto en el que se encontraba.
—¿Pero no era una vieja amiga de la familia?
Paula suspiró, exasperada. ¿Pero es que la paranoia de ese hombre no descansaba nunca?
—Ya te he dicho que fue al colegio con mi madre, pero tenían perdido el contacto hasta hace muy pocas semanas.
Ana acudió al hospital para la inauguración de una nueva unidad del dolor, en la que una de las primeras personas tratadas fue precisamente la madre de Paula.
—¿Cuándo la esperas? —Paula estaba deseando decirle cuatro cosas a Ana. Cada vez estaba más claro que la había manipulado de un modo vergonzoso. ¡Si hasta podría haberse enamorado del monstruo de su hijo!
—¿De dónde sacas que va a venir? ¿Te lo ha dicho ella?
—No exactamente. Pero me dio la impresión....
—Sí, eso se le da estupendamente.
—Ya me he dado cuenta.
—¡Ah, qué interesante! —y, en efecto, Pedro tenía una expresión muy interesada, mientras contemplada el acaloramiento de Paula al recordar las maniobras de Ana—. Dime: ¿cuánto sabes de las circunstancias familiares?
Se quedó al acecho de la respuesta.
—¿Las circunstancias familiares? —repitió ella, sin demasiado énfasis. La verdad era que imitaba bastante bien el desinterés sumado a la desinformación.
Como él seguía expectante, Paula añadió:
—A no ser que afecte de algún modo al tratamiento, no hace ninguna falta que me...
—¡Hombre, qué falta de curiosidad!
Su ironía era verdaderamente una pesadez.
—¡Naturalmente que siento curiosidad! ¿Cómo no sentirla, si acabas de insinuar que hay algún oscuro secreto?
—Bien observado.
Paula parpadeó. Cada vez que a ella se le disparaba la adrenalina, él hacía una especie de finta y dejaba de comportarse como un paranoico.
—¿Sabes quién es mi padre? —por el tono de la pregunta, estaba claro que daba por descontado que la respuesta sería afirmativa.
—¿Debería?
Primero puso cara de asombro e, inmediatamente, de escepticismo.
—Estás de broma, ¿no?
Hacía apenas unos años que la gente había dejado de referirse a él como el hijo de Horacio Alfonso. Había habido momentos en los que Pedro consideró seriamente el cambiarse de apellido. Le había costado tanto esfuerzo establecer su propia identidad independiente, que encontrar a una persona, aparentemente cuerda, que no había oído hablar del gran hombre, era casi inquietante.
—No, no estoy de broma, ni te tomo el pelo. Ni siquiera me habían dicho que tu padre viviera.
—No te han dado demasiados detalles del puesto, ¿eh?
—Puedes jurar que no —confirmó ella, con amargura—. Tu madre me dijo que eras piloto de helicópteros.
—Y lo soy.
—Naturalmente. Tu madre hace bien las cosas —Paula hablaba distraídamente: no podía apartar la vista de la magnífica musculatura por encima y por debajo de la cintura de Pedro.
—¡Dios mío! —exclamó él, comprendiendo al fin— ¡Estás hablando en serio! Es verdad que no sabías...
Paula hizo un esfuerzo por dirigir la mirada al rostro de Pedro, sin encontrar allí nada que la distrajera de su obsesión.
—Oh, la cosa es aún mejor de lo que crees —le dijo con amargura—. Yo creía que la que me pagaba era ella porque tú no podías hacerlo. ¿A que es para partirse de risa? Creía que por eso te prestaba ella su casa. ¡Y resulta que eres rico, no, riquísimo!
—¿Y tienes algo en contra de eso?
Paula le lanzó una mirada cargada de desprecio.
—¡A mí tu dinero me da igual...! Hasta hacía unos minutos, a Pedro le habría parecido imposible dar fe a una declaración así, pero a Paula la creyó.
—Lo que no me da igual es que me engañen. La ironía se esfumó de la mirada de él: conocía el dolor y la rabia de ser engañado. Pero no pudo apartar la vista del rostro de Paula.
—Tal vez deberíamos darle a la entrometida de mi madre una lección.
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