—¿Daño? —repitió la voz de Pedro, dulce, cálida y asombrada.
Al momento siguiente, la cintura de Paula fue rodeada por una robusta manaza y la propia Paula se encontró plantada sobre sus pies. Con igual firmeza, la otra mano colocó la de ella en el punto del que se había retirado.
—Sigue haciéndome ese tipo de daño —y apretó la pelvis contra Paula, de modo que sus dos cuerpos sujetaran fuertemente aquella mano.
—¡Qué barbaridad!
Algo se activó dentro de Pedro, algo que no era únicamente deseo físico. Era nada más que emoción, no alcanzaba aún al pensamiento: el pasmo que se reflejaba en la voz de ella, su rubor...
Cuando al fin se formó un pensamiento, lo desechó como inverosímil y besó a Paula.
—Oh, sí —gimió ella cuando sus labios la encontraron.
Sostuvieron un duelo erótico que los dejó medio asfixiados.
—Me parece que no podemos plantearnos más que una cosa —dijo Pedro cuando recuperaron un poco la respiración—: ¿Tu habitación o la mía? —su expresión traicionaba la frivolidad que quería transmitir la pregunta.
Había llegado el momento de que Paula huyera. ¿Acaso merecía la pena acostarse con ese hombre a cambio de perder el empleo y quedarse en la calle? Miró en las profundidades de sus ojos azules... «¡Ya lo creo que merece la pena!»
—Nunca te rindes —«¡A Dios gracias!»
—¿Quieres que me rinda? —había un amago de sonrisa en los labios de Pedro, que se convirtió en risa al verla negar fervientemente con la cabeza.
¿Quién podía pensar en la ética profesional, los informes de referencia o la seguridad en el empleo? Paula no pensaba dejar pasar esa oferta. ¿Cómo cometer tal estupidez, cuando estaba segura de que lo más probable era que no volviera a sentir de ese modo en toda su vida?
—Me parece que la tuya nos viene mejor —no quería que se notara su inexperiencia, así que procuró hablar como si se le plantearan esos dilemas todas las semanas—. Yo estoy en el segundo piso.
—Me encantas cuando te pones así de práctica.
—Pues hazme el favor de tomar tu bastón.
—¿Y para qué quiero yo bastón si te tengo a tí? —y le pasó un brazo por los hombros—. ¿Ves cómo me haces falta?
Ella se quedó un momento con la vista clavada en él, pensando, tratando de discernir cuál era el alcance exacto de esa declaración.
—¿Lista, Paula? —preguntó él, con una pizca de sorpresa.
Y, automáticamente, ella se enderezó, le pasó un brazo por la cintura, respiró hondo y dijo: —¡Ahora o nunca!
Pedro parpadeó. No recordaba que nadie se preparase para irse a la cama con él como si fueran a una endodoncia. Inmediatamente, se rió en silencio de sí mismo. ¿Por qué seguía creyendo que esa chica iba a hacer o decir lo que él suponía?
En cuanto la puerta del dormitorio se cerró tras ellos, Paula le retiró su apoyo. Después del vergonzoso incidente con la señora Nuñez en el pasillo, su disposición para atenderlo se había reducido mucho. En realidad, si Pedro aprovechaba la ocasión para caerse de bruces contra el suelo, ¡tanto mejor!
Naturalmente, él no cometió una falta de etiqueta semejante.
—¿Cómo has podido?
—¿El qué?
—«No se preocupe, señora Nuñez» —repitió ella, con un sonsonete—, «nuestra querida Paula sabe exactamente lo que necesito» —la verdad era que tenía un miedo cerval de no estar a la altura de las circunstancias.
—Primero, mi voz es más bien de barítono que de soprano, y, segundo, la he dejado convencida de que tenía unos dolores tremendos que solo tú podías aliviar. Y únicamente tú y yo sabemos, ángel mío, de qué tipo de dolor hablaba.
—¡Es una falta de respeto con alguien que te conoce desde niño! Te estabas riendo de ella. Su mojigatería irritó a Pedro.
—Lo cierto es que me estaba riendo de ti. Creo que ya ha quedado establecido que soy un egoísta repugnante, Paula. Así que, si buscas un motivo para salir por esa puerta, tienes la excusa perfecta. No hace falta continuar con esta escenita —quitó la llave de la cerradura y se la tendió a ella, procurando disimular, por amor propio, cuánto deseaba que no la aceptase.
—Quiero quedarme —lo miraba casi con miedo—, contigo.
—Bien.
Mientras ella se preguntaba, enfadada, si ese era todo el entusiasmo que le producía su compañía, Pedro empezó a avanzar hacia ella, tomándola por sorpresa. Con un tironcito, Pedro separó la tela de su vestido e insertó la llave exactamente entre sus pechos, donde desapareció entre la firmeza de su carne.
—Así los dos sabremos dónde buscarla, si queremos retirarnos.
La potencia erótica del gesto sacudió a Paula hasta las raíces. Entrecerró un momento los ojos y, cuando volvió a mirarlo, lo descubrió hipnotizado por el contorno de sus pezones, desvergonzadamente dilatados.
Dió unos pasos hacia atrás y sus corvas dieron con la cama... su cama. Con un suspiro, Paula se sentó en el borde.
—No deberías haberle dicho esas cosas —insistió, desazonada.
—Vamos, Paula, alegra esa cara.
Cuanto más despreocupado se mostraba él, más de punta se le ponían a ella los nervios.
—Estarán chismorreando de nosotros. No fuiste nada discreto.
—¿Y qué más da que lo sepan?
Paula se lo quedó mirando de hito en hito. No era una pose: de verdad lo asombraba que ella se preocupara.
—Puede que a tí no te importe la opinión de los demás... —¡Exacto!
—¡Pero a mí sí!
—¿Por qué? Preocuparse de lo que los demás piensen de uno es un desperdicio de energía —le explicó.
—Eso lo podrás decir tú.
—Tú también deberías probarlo.
—Es que los demás simples mortales no tenemos la ventaja de tu gigantesco ego.
—Me está empezando a parecer que te da vergüenza acostarte conmigo.
—Tal vez.
Las consecuencias de lo que iban a hacer eran graves. Aparte de lo que suponía acostarse con un hombre que solo pensaba en el placer y del que ella, por desgracia, estaba locamente enamorada, restaba la cuestión de que iba a quedarse sin empleo y sin dinero.
Sus ojos azules la barrieron con su helado disgusto y Paula se tragó la disculpa que tenía en la punta de la lengua.
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