Cuando los labios de Pedro se retiraron de la piratería, ella se quejó débilmente.
—No puedo sostenerme.
—Ahora ya sabes cómo me sentía yo.
Esa alusión a los sufrimientos por los que él había pasado ensombreció un poco la dicha de Paula.
—No bromees con eso... ¿Qué haces? —jadeó al sentirse levantada del suelo.
—El amor contigo. Si no tienes objeción.
Paula le rodeó el cuello con los brazos mientras él la transportaba a la cama.
—Ninguna
«Tengo todo lo que puedo desear», pensó, como si estuviera entrando en un sueño aún despierta. Mientras los labios de Pedro se posaban en su cuello, su garganta, su boca... era imposible creer que el felices para siempre podía cesar.
Ana volvió a sacar la cabeza y los brazos por la ventanilla del coche, enganchó a Pedro por los faldones de la camisa y tiró para hacerle inclinarse hacia ella.
—¿Pero cuántas más veces te vas a despedir? —preguntó su marido, agotado ya—. He perdido la cuenta cuando ibas por la quinta —siguió hablando, prácticamente para sí mismo.
—En cuanto le puse la vista encima me di cuenta de que era la mujer para tí —le estaba diciendo a Pedro su madre, metiéndolo prácticamente en el coche, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas—. Lo único que faltaba era que tú tuvieras inteligencia suficiente para comprenderlo. Cómo me alegro de que hayas sido listo. Ahora todo es perfecto. Ay, pobre Alejandra, con lo preocupada que se fue de este mundo, sin saber cómo podría la pobre chica hacer frente a aquellas deudas de juego —siguió, sintiéndose reconfortada al dar aquellos detalles, enjugándose las lágrimas, sin ver el efecto que sus palabras estaban produciendo en su hijo—. Me temo que debía de ser una cantidad bastante fuerte, porque no me quiso decir cuánto —y entonces miró a Pedro, como si esperase más información de él.
—Bastante fuerte, sí —confirmó él, enderezándose y dándose un buen golpe al hacerlo. Su padre volvió a protestar por la pesadez de la despedida y al fin, con unas cuantas frases más de adiós, partieron.
Paula lo esperaba en pie en el umbral, descalza sobre las frías losas de piedra. Al principio, la sorprendió que Pedro tardara en reunirse con ella. Cuando fueron pasando los minutos, empezó a preocuparse. Llevaba inmóvil todo el tiempo desde que se marchó el coche. Lo llamó un par de veces, pero hacía viento y no debió de oírla, porque tampoco se movió. Preocupada, entró en la casa para calzarse.
Volvió con los pies embutidos en lo primero que encontró, que era un par de zapatillas de tenis viejas de él.
—¿Pedro? —le preguntó, tocándole suavemente en el brazo. Notó la fuerza que hallaba siempre que lo tocaba, pero también una contracción, una negativa, que era la primera vez que percibía. Desalentada, se apartó de él y trató de convencerse de que se trataba de su imaginación, pero, al mirarlo, el frío que había empezado a atenazarle el corazón se acentuó: el rostro de Pedro era como una máscara tallada en piedra.
—¿Qué ha sucedido, Pedro?
Algo tenía que haber pasado. ¿Habrían vuelto a discutir su padre y él?
—¿Es cierto que tus problemas financieros obedecen a deudas de juego?
Paula se quedó muy sorprendida. Era lo último que esperaba oír. Bueno, si no era más que eso lo que lo preocupaba... Seguramente, le habría molestado que no fuera ella quien se lo hubiera contado.
—¿Te lo ha dicho Ana? Pensaba contártelo, pero, la verdad, me daba un poco de vergüenza.
—Menos mal.
Algo iba mal. El ceño de Pedro aún estaba más fruncido. El miedo oprimió a Paula.
—Bueno, ahora ya conoces mis secretos —su reacción fue hablar volublemente, tratando de aliviar la insoportable tensión, pero el rostro de Pedro no mostró cambio alguno.
—Por ahora.
—¿Cómo dices?
—Digo que conozco los antecedentes. Y por eso sé que habrá una recaída —con una insoportable amargura y esbozando una media sonrisa, siguió—. Tengo cierta experiencia con las historias increíbles y, a la vez, verosímiles, que tejen los jugadores compulsivos.
—¡Dios bendito! —exclamó ella—. Tú crees que soy yo... —al fin, el insólito dolor y rabia de Pedro cobraba cierto sentido—. ¡No lo has entendido! —dijo, casi con alivio, tomándolo del brazo.
—¡Ya lo creo que sí! —replicó él, violentamente—. Quizá eso sea lo peor, que lo entiendo perfectamente. Estoy informado: sé que es una enfermedad, que necesitas ayuda... terapia. Quiero ayudarte, pero no me queda más remedio que hablarte con sinceridad, Paula, aunque también sea brutal, no sé si voy a poder. Llevo un buen rato aquí, pensándolo, y no lo sé —su mirada azul, empañada de dolor, se perdió en la distancia—. Lo principal es la confianza, y yo ya no sé si alguna vez voy a poder confiar en tí. Siempre habrá una sospecha en el fondo de mi mente...
Las explicaciones que Paula tenía todo el tiempo en la punta de la lengua, mientras lo escuchaba, se evaporaron de repente al oír sus últimas frases. Confianza. Tuvo que morderse en cambio la lengua, para no romper en carcajadas histéricas... ¿o quizá fuera para no llorar? Sí, él tenía razón: lo principal era la confianza. Paula se sentía aprisionada en un bloque de hielo. La mano que tenía apoyada en el brazo de él cayó.
—Entonces, ¿estás diciendo que, si fuera una jugadora compulsiva, no querrías saber nada de mí?
—¿Si fueras? Ya lo ves: empiezas por no reconocer tu problema.
—¡El único problema que tengo es relacionarme contigo!
—No te estoy dando la espalda, Paula. Aunque quisiera, no podría abandonarte.
—Entonces, ¿quieres?
—Tal vez yo tenga un problema —reconoció Pedro, pasándose la mano por el lustroso pelo negro, en un gesto de enorme cansancio—. Pero también lo tienes tú —sus ojos azules, que parecían opacos, rehuían la mirada de Paula—. Lo único que hago es ser sincero contigo, explicarte lo que siento. Tengo motivos para sentirme así: hubo alguien...
—Ya lo sé: tu socio estuvo a punto de hacerte perder tu maravillosa empresa. ¡Para que luego digan que el rayo no cae dos veces en el mismo sitio! —ante el crudo sarcasmo de ella, un relámpago de ira pasó por el rostro de Pedro—. Bueno, pues no hace falta que te preocupes: por culpa mía no vas a perder ni un céntimo. No pienso casarme con un hombre que antes de pronunciar el «para lo bueno y para lo malo» me dice: «No sé si podré ayudarte». En el fondo, me alegro de haberme enterado a tiempo, antes de que las cosas se complicaran.
Sí, se alegraba, se alegraba mucho. ¡Como se alegraría cualquiera que tuviera un décimo premiado de la lotería y se diera cuenta de que era falso!
—¿Y tú no crees que ya se han complicado bastante?
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