Al ver el sobre a su nombre, Paula dejó la bandeja del té, que estaba a punto de llevar de vuelta a la cocina. Se apoyó en el brazo de un sillón y abrió la carta. Sentía curiosidad y le divertía abrir un sobre en el que su nombre figuraba garabateado en la apenas legible pero muy característica escritura de Pedro en presencia del propio Pedro. Si él la hubiera mirado en ese momento, la habría visto palidecer espectacularmente.
Con los dedos temblorosos, Paula dió la vuelta al sobre, del que cayó un buen fajo de billetes. —¿Qué es esto?
Pedro no levantó la vista del informe que estaba repasando.
—Valientes imbéciles —murmuró— ¿Qué es qué? —algo debió de intuir y dijo—. Ah, sí, tu sueldo.
Al ver que al fin la miraba, Paula levantó pausadamente un pie y lo dejó caer sobre uno de los billetes, aplastándolo contra la alfombra. Él reprimió un bufido y apartó el informe.
Ahora bien: Pedro Alfonso no dejaba a un lado el trabajo por una mujer. No lo hacía para afirmar su propia importancia, no era más que su forma de ser. Las chicas con las que salía conocían su escala de valores y, si se cansaban, no tenían más que dejarlo.
Obviamente, Paula nada sabía de todo esto, pero a él no se le escapaba la importancia que su reacción tenía, porque, además, venía a sumarse a una larga serie de cambios de actitud por su parte que se habían producido en los últimos días. Pedro llevaba ya una semana siendo consciente de que lo que sentía por Paula no tenía nada que ver con nada de lo que hasta entonces había experimentado. El sexo era fantástico, por supuesto, el mejor; pero la cosa iba bastante más lejos. Su expresión se dulcificó al ver la actitud combativa de Paula. Le costaba imaginarse su vida sin contar con ella.
—¿Qué pasa? ¿No está correcto?
Paula se encogió como si acabara de abofetearla.
—¿Cómo te atreves?
—Esto es por el dinero, ¿no?
Esa breve pregunta bastó para atizar aún más la cólera de ella.
—¿Por qué me insultas así?
Él sacudió la cabeza, preguntándose si se habría vuelto sordo. De esa escena le faltaba mucho texto.
—Ya sé que parezco tonto, pero, por favor, ¿podrías explicarme qué he hecho para que te pongas así?
—¡Pagarme! —aulló ella.
—Como trabajas, cobras. Creo que es lo normal.
—¡No me hables como si fuera retrasada!
—Por amor de Dios, ¿quieres hablar claro de una vez?
—Aparte de que no me corresponde cobrar hasta final de mes, me gustaría una explicación sobre cuál exactamente de mis funciones es la que estás remunerando.
—¿Y exactamente de qué me estás acusando? —era evidente que la paciencia de Pedro se había evaporado, pero ella no estaba de humor para dejarse intimidar, sino deseando tener una buena bronca.
Había sido lo bastante boba para pensar que la relación entre los dos empezaba a significar algo más que sexo para él. Pedro no hablaba de amor, pero sus actos lo proclamaban... y ahora lo había destrozado todo con aquel horrible gesto.
—Me estoy preguntando qué clase de hombre es el que se acuesta con una mujer y luego paga —Paula rio con amargura—. ¿Cómo es que no lo dejaste sobre la almohada? ¿No es eso lo normal? —se dio perfecta cuenta de que estaba furioso, pero le dio la espalda con desdén.
Pedro la tomó del brazo y la obligó a darse la vuelta.
—No puede decirse que te tases muy alto... ni a mí tampoco.
—¡Suéltame! —las lágrimas empezaban a rodar por sus mejillas, pero, antes que permitir que la viera llorar, Paula se mantuvo obstinadamente mirando al suelo.
—Mírame, Paula.
Tuvo que levantarle él la barbilla. Su furia no podía sobrevivir al espectáculo de la tristeza de la causante. Lo único que deseaba era consolarla.
—Si soy culpable de algo, ángel mío —murmuró— será de no pensar. Y si tú eres culpable de algo...
A pesar de su dolor, Paula casi esbozó una sonrisa.
—¿Te has disculpado alguna vez sin acusar de paso?
Pedro puso cara de avergonzado.
—Ya sé que se suponía que te ingresarían el sueldo en cuenta a finales de mes, pero me ha dado la impresión de que tus misteriosas dificultades financieras...
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