—Oh, estoy segura de que Pedro te adorará —Ana hablaba con firmeza y despreocupación. Así que Paula no se explicaba de dónde procedía la inquietud que sentía y que las palabras de la otra no conseguían disipar.
—Es posible que Pedro ofrezca... cierta... resistencia —era evidente que Ana elegía sus palabras con sumo cuidado—; pero me tienes que prometer una cosa —la apremió, volviéndole a tomar a Paula una mano—: que no le harás caso si te dice que no te necesita. ¡Prométemelo, Paula!
Paula se sintió un poco violenta y bastante inquieta ante esa vehemencia.
—Tú mandas —le dijo.
Paula ya había tenido amplia ocasión de percatarse de la excelente posición de que gozaba la antigua compañera de colegio de su madre, pero hasta que llegó ante lo que la señora Alfonso denominaba su «casita de campo» no comprendió lo obscenamente rica que era.
La residencia debía de haber sido construida hacia el siglo XVIII como pabellón de caza de algún aristócrata. Todas las habitaciones eran amplias y lujosas, decoradas de tal modo que, desde que puso el pie en ellas, Paula viviría con el temor incesante de romper alguna antigüedad que habría debido estar en un museo. Eso sí, ya desde la puerta de entrada había desaparecido otra aprensión: las vagas dudas que tenía sobre si sus obligaciones laborales incluían algún trabajo doméstico desaparecieron. Quien vino a recibirla fue el ama de llaves, que la condujo a una habitación bastante amplia, en la que la esperaba un gran ramo de flores y una amable nota de Ana, en la que se disculpaba por no estar presente para darle la bienvenida.
Dejó su equipaje y salió a dar un paseo por los jardines.
Llevaba un rato admirando las flores cuando se oyó el ruido de un motor y Paula levantó la cabeza, momento que aprovechó una abeja para picarla en la muñeca. ¡El mejor momento, desde luego! ¡Justo cuando, al parecer, llegaba su paciente! Lo último que quería era dar la sensación de que no se podía contar con ella en una emergencia, así que, aguantando estoicamente el dolor, Paula dió unos pasos hacia el Jaguar negro que acababa de detenerse en la zona cubierta de gravilla, delante de la casa.
—¡Venga, Hernán, no te pares como un pasmarote! ¡Échala!
Si las palabras eran impacientes, la voz era francamente grosera. Paula tuvo que cerrar los ojos un momento, luchando contra las lágrimas de dolor que se le saltaban. Al abrirlos, tenía al lado a un tipo alto y delgado, de unos treinta años, que se inclinaba solícito hacia ella. Su actitud no encajaba para nada con las palabras que había escuchado y, por otra parte, parecía gozar de una salud excelente.
—¿Está usted bien?
—Me acaba de picar una abeja —y Paula extendió el antebrazo, que ya se había inflamado y estaba enrojecido.
—Ay, pobrecita. A ver...
Pedro Alfonso , entretanto, maldecía al personal del hospital. Sin duda eran ellos quienes habían dado el soplo a la prensa. No tardó en cansarse del tiempo que, al parecer, le exigía a Juan librarse de la intrusa. Como pudo, bajó del vehículo. Cuando al fin se enderezó, mal que bien, sobre la gravilla, apoyado en sus muletas, tenía la frente cubierta de sudor. Y entonces vió por qué tardaba tanto Juan. En cuanto echó un vistazo a la chica, la actitud de su amigo dejó de constituir un enigma. Pelo color de miel, recogido en una graciosa cola de caballo; sonrisa radiante, falsa, eso sí, falsísima, de eso no le cabía duda; cara lavada, cutis fresco y mejillas rosas; ojos grandes, de expresión inocente; boca carnosa... Y luego, es decir, ante todo, el cuerpo. A esa no la había alcanzado la moda anoréxica. En resumen, la chica de los sueños de los tarados como Hernán.
El susodicho tarado la miraba con una sonrisa vacua, que daba vergüenza ajena. A Pedro le hizo daño verlo: cualquier oveja tendría una expresión más inteligente que su mejor amigo en ese momento. Sacudió la cabeza: las mujeres que a él le interesaban, desde luego, eran algo más que monadas como aquella.
—Pedro —lo llamó desde lejos el rival de las ovejas—, a Paula le ha picado una avispa.
Pedro fue acercándose, mirándolos atravesadamente, mientras su amigo le mostraba la muñeca de la ninfa.
—Abeja —dijo la chica, con decisión y una voz muy poco adecuada para una ninfa.
Al llegar junto a ellos, Pedro se la encontró mirándolo con una expresión crítica. Mirándolo a él con expresión crítica, ¡no a Hernán! Tenía, efectivamente, los ojos muy grandes, de color gris claro, con largas pestañas oscuras y rizadas, ligerísimamente almendrados. Sobre la marcha, corrigió alguna de sus conclusiones: era un bombón, pero no una descerebrada.
—¿La mandan de la maldita revista femenina esa? ¡Ya le he dicho a su redactora jefe dónde puede meterse el reportaje! —y, al decirlo, Pedro sintió una oleada de placer, viendo cómo se apagaba la resplandeciente sonrisa, falsa, falsísima, de la ninfa.
Como a Paula aquello no le decía nada, pudo negarlo inmediata y vigorosamente.
—No sé de qué me está usted hablando. Él no contestó y tampoco parecía creerla. —¿Es usted Pedro Alfonso? —en la pregunta se translucían las esperanzas que aún albergaba Paula de estarse equivocando de persona.
—Ya sé quién soy yo —contestó él, con la suavidad del papel de lija—. Y usted, ¿quién es?
Paula parpadeó, tratando de disimular que se sentía ligeramente chamuscada por aquel par de faros azules clavados en ella. Era alto, atlético y guapísimo, de una belleza que recordaba a la del poeta Byron: moreno, peligroso... absolutamente irresistible. Estaba furiosa. ¿Cómo era que no la habían prevenido?
Puestos a evaluar la belleza masculina, en una escala del uno al diez, ella le habría dado, como poco, un doce. Desde luego, habría sido una verdadera tragedia que un rostro así quedara desfigurado. Pero el único rastro perceptible era una fina cicatriz, que iba de la mitad del pómulo a la sien izquierda. Seguramente, una vez se deshiciera el malentendido, los dos se reirían juntos. Sin embargo, cuando Paula volvió a mirar esa cara, se dio cuenta de que estaba dejándose arrastrar por su innato optimismo. Independientemente de cómo resultaran las cosas, en ese trabajo iba a haber poca risa y poca complicidad.
Para demostrarle que no se sentía intimidada, tarea ardua, le sonrió serenamente. Aquel rostro de arcángel caído no modificó su expresión, salvo, quizá, para amagar un rictus de sarcasmo. Al experimentar la resistencia de su paciente que, por lo demás, le daba la sensación de que aún se le pondría más en contra si trataba de persuadirlo con buenas palabras, Paula sintió nostalgia del niño de mamá en el que había creído hasta hacía pocos minutos.
El hombre que la miraba con mal disimulada repugnancia no tenía nada de dócil. Podía apoyarse en muletas, pero no tenía nada de vulnerable. Incluso convaleciente, despedía un aura casi tangible de incansable vitalidad.
—Soy Paula Chaves.
—¿Y eso debería decirme a mí algo?
—Tal vez se haya quedado el aguijón dentro —intervino Hernán, que empezaba a sentirse invisible—. ¿Qué se da en las picaduras de abeja? ¿Vinagre...?
La ninfa recuperó el control de su brazo.
—Tengo una pomada con hidrocortisona en mi bolso —y trató de colocar el brazo de modo que no se viera la inflamación.
—¿Y ese bolso, por dónde anda? —preguntó Pedro, buscando con la mirada algún medio de transporte.
—Está en mi habitación —y los ojos grises se dirigieron, inmediata e inocentemente, hacia las ventanas del segundo piso donde Paula creía que la habían instalado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario