Qué curioso que tuvieran algo así en común: ser víctimas inocentes de la adicción de otros al juego.
—A callar y a dormir —dijo, resuelta a tener por una vez la última palabra.
Era una especie de intromisión el seguir allí de pie, pero su rostro la fascinaba. Murmuró algo ininteligible en sueños, se dio media vuelta y la colcha se deslizó un poco. Tenía la camisa retorcida y apretada en torno a la garganta.
«De acuerdo: no te toca a tí hacer de ayuda de cámara», se dijo. «Pero, ¿podrías mirarte a la cara si se ahoga esta noche porque la señorita es demasiado remilgada para aflojarle los botones?»
Con el corazón desbocado, se sentó al borde de la cama y le desabrochó el botón de arriba, tarea que, con los dedos temblorosos, no es tan simple como pudiera parecer. Y luego le soltó el siguiente. Tenía la piel caliente...
Paula dió un suspiro de disgusto para consigo misma. ¿Pues cómo la iba a tener? Después de todo, era de carne y hueso, aunque a veces pareciera una estatua de mármol.
No: estaba hecho de cosas aún más fascinantes, como el recatado triángulo de piel morena que había dejado al descubierto, el vello sumamente rizado y oscuro y los potentes músculos que subían y bajaban rítmicamente bajo las yemas de Paula.
—Con esto bastará —sintió la necesidad de anunciar en voz no muy alta.
Pero no se apartó de donde estaba.
No tenía más que extender un poco más los dedos y podría tocar... Rompió a sudar y, al darse cuenta de lo que estaba a un par de centímetros de hacer, cayó sobre ella toda la vergüenza de sus intenciones. Horrorizada, se puso en pie de un salto y huyó de la habitación.
Pedro no durmió hasta tarde, como ella habría preferido. Solo que no estaba segura de preferirlo, y eso la preocupaba. ¡Cualquiera diría que le hacía ilusión verlo!
La señora Nuñez le comunicó durante el desayuno que él deseaba verla junto a la piscina dentro de cuarenta y cinco minutos.
Paula llevaba unos minutos esperándolo. Junto a la piscina hacía calor, pero no sentía inclinación por quitarse la amplia y larga camiseta que se había puesto sobre el traje de baño. En lugar de ello, se sentó al borde de la piscina y jugó un rato a levantar olas con los pies. Pedro apareció a los pocos minutos.
Trataba de no engañarse a sí misma, así que ya había admitido que Pedro Alfonso emitía un tipo de vibraciones sexuales a las que no era completamente inmune. Así que contaba con ello. ¡Pero no con semejante «ello»!
A pesar del calor húmedo reinante, se le puso la piel de gallina al salir él por la puerta que comunicaba directamente su suite con la piscina. Con cada paso que daba hacia ella, era como si un nuevo sistema corporal de Paula se desconectara. El sistema nervioso se desintegró bastante pronto.
«Cualquiera diría que no has visto a un hombre con un bañador antes, chica», se dijo. «¡Haz el favor de dominarte!»
Optó por bajar la cabeza y fingir que se arreglaba la coleta, pero ese breve respiro sirvió para que observara en su propio cuerpo ciertas reacciones fisiológicas, sobre las que carecía por completo de control. No podía hacer más que considerar que había pillado una gripe bastante fuerte y esperar fervientemente que su organismo no tardara en desarrollar algunas defensas.
Pedro ya había prescindido de las muletas y venía apoyándose en un bastón. Desde luego, su madre sabía lo que hacía al tratar de poner a alguien junto a él que lo vigilara.
Verlo acercarse tan lentamente, cuando su cuerpo, todo largos músculos, parecía construido para la velocidad, daba un pellizco adicional a las ya bastante alborotadas hormonas de Paula. Justo antes de que él llegara junto a los escalones que permitían entrar en la piscina, ella se puso en pie. Al cruzarse sus miradas, se creó un incómodo silencio.
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