jueves, 7 de enero de 2016

Sanaste Mi Corazón: Capítulo 1

Atrapado entre la espada y la pared, el desdichado celador estaba sudando. Había sido portero de discoteca en sus tiempos no hacía tantos años, así que había tenido que enfrentarse a unos cuantos tipos peligrosos. Pero aquel tipo de pelo negro que, incluso inclinado sobre las dos muletas  le  sacaba  casi  una  cabeza,  habría  asustado  a  cualquiera  de  los  matones  que  en  su momento trataron de amedrentarlo. Debía de ser algo que tenía en los ojos, concluyó el celador, renunciando a sostener la mirada de aquellos iris intensamente azules.

Y eso él, que se preciaba de no comportarse con el servilismo de algunos de sus compañeros para con los pacientes ricos y famosos que pasaban por la clínica. Era educado, por supuesto, pero no más de lo que lo sería con cualquiera. En su descargo, cabía decir que el tipo del pelo negro no habría pasado por un cualquiera en ninguna parte, sin que eso dependiera de cuánto dinero tuviese o dejase de tener.

—La enfermera jefe ha dicho... —trató de imponerse, sin convicción.

—Llévese la silla de ruedas.

Sin gritar ni hacer ademanes amenazadores, pero consiguiendo, de todos modos, transmitir algo con la voz que helaba la sangre.

—Ha dicho la enfermera Elsa que debía usted salir en silla de ruedas.

Pedro Alfonso se permitió una ligera sonrisa, sin percatarse de que al antiguo portero de discoteca le parecía francamente siniestra.

—La enfermera Elsa conoce mi opinión sobre las sillas de ruedas.

La inflexible Elsa conocía, en efecto, las opiniones de Pedro en relación con bastantes cosas; no  eran  precisamente  ocasiones  de  enfrentamiento  lo  que  les  había  faltado  en  las  últimas semanas.

—Oye,  colega  —el  celador,  no  sabiendo  ya  por  dónde  salir,  cambió  por  completo  de táctica—, igual es verdad que no te hace falta la silla de ruedas: no tengo ni idea. Pero lo que sí sé es que tú mañana no vas a estar aquí, pero yo sí, y la Elsa también. Puede amargarme bastante la existencia.

—Gracias, Martín. Ya acompaño yo al señor Alfonso.

El celador se volvió con una inmensa expresión de alivio y comprobó que, en efecto, era Andrés Méndez el que acababa de pronunciar esas palabras.

—¡Fantástico, jefe! —con expresión de profundo agradecimiento, el celador se quitó de en medio.

—Vaya, Pedro, así que buscándoles las cosquillas a mis colaboradores hasta el último minuto,
¿eh?

Pedro Alfonso soltó un exabrupto.

—¡Lo que hay que oír! Si no lo encuentras por debajo de tu dignidad... —y empujó un poco con el pie un portafolios de cuero negro— podrías llevármelo —por mucho que le repugnase pedir ayuda, a veces no quedaba más remedio.

Sus  malos  modos  no  produjeron  ninguna  reacción  en  el  cirujano,  que  tenía  una  idea bastante aproximada del grado de exasperación que sentía su paciente.

—Me parece que no entra dentro de mis atribuciones, pero, qué diablos, tratándose de mi paciente favorito... ¿Por qué no?

—¿Y  el  sarcasmo  sí  forma  parte  de  tus  atribuciones?  —rezongó  Pedro,  poniéndose  en marcha tan deprisa como le permitían las muletas.

—Qué prisa tienes —observó el médico, apretando el paso para no rezagarse—. Cualquiera diría que no estabas contento entre nosotros...

—Si alguna vez quiero vivir en un estado policial, no dudes de que pensaré en tí, doc.

—Supongo que sería perder el tiempo decirte que no estás para ser dado de alta, ¿verdad?

Pedro le echó una mirada de las que dejan secos a los arbolitos tiernos. El médico se encogió filosóficamente de hombros.

—Tenía que intentarlo. A fin de cuentas, eres uno de mis casos más exitosos. Me dolería que se echara a perder tanto trabajo por falta de un poco de paciencia.

Pedro le dedicó una sonrisa ácida. En los últimos meses, había gastado la totalidad de sus reservas de paciencia.

—No te preocupes. No haré nada que eche a perder tu reputación de milagrero.

Andrés  Méndez  inclinó  la  cabeza,  en  mudo  reconocimiento  de  aquel  cumplido  algo venenoso. Y también, en parte, para ocultar su momentánea expresión de melancolía. Era muy consciente  de  su  valía,  pero  también  era  objetivo:  por  trascendental  que  hubiera  sido  su contribución a la recuperación de Pedro, la rapidez y el grado que esta había alcanzado obedecían ante todo a la notabilísima determinación y fuerza de voluntad del propio Pedro.

—¿Por la puerta de atrás? Está aquí la prensa... —el médico conocía a la perfección las preferencias de su clientela de ricos y famosos.

—No veo motivo para hacerles la vida más fácil, ¿y tú? Creo que Hernán estará allí con el coche.

—Si te preocupa la seguridad, ¿cómo es que no vas a casa de tus padres? ¿No conservan el puente levadizo?

—Claro que sí, y el foso, y el castillo, y la  mayor  parte del pueblecito correspondiente —detalló Pedro  con indiferencia—. Pero no, gracias... No tengo ganas de estar allí, y menos todavía de ver a mi padre.

El médico escrutó el rostro de su paciente, preguntándose si aquello lo molestaba. Pero era realmente difícil sacar algo en limpio de los rasgos, atractivos y duros, de Pedro.

—Pero... —Méndez se calló, justo a tiempo; iba a soltar una información que Alfonso padre que, a fin de cuentas, era aún más rico e influyente que su hijo, había prohibido a todo el personal de la clínica, comunicarle—. Suponía que, con el accidente… —dijo, en lugar de lo que iba a decir.

—Haría falta algo más que verme al borde de la muerte para que mi padre cambiara de opinión,  Andrés.  Por  lo  que  a  él  respecta,  dejé  de  ser  hijo  suyo  el  mismo  día  que  dejé  de obedecerlo. Ahora soy, ni más ni menos, la competencia. Lo único que le gustaría es verme arrui‐nado.

A Andrés Méndez le pareció una conclusión exagerada.

—Bueno, tiene pocas probabilidades de llegar a verlo, ¿verdad?

—¿Te preocupa el futuro de tus acciones, matasanos?

Andrés sonrió. No le faltaban motivos para hacerlo. La aerolínea Vuelolibre era un valor cuya cotización había subido fuertemente desde su primera salida a bolsa.

—Pues la verdad es que sí que tengo un poquito invertido.

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