Atrapado entre la espada y la pared, el desdichado celador estaba sudando. Había sido portero de discoteca en sus tiempos no hacía tantos años, así que había tenido que enfrentarse a unos cuantos tipos peligrosos. Pero aquel tipo de pelo negro que, incluso inclinado sobre las dos muletas le sacaba casi una cabeza, habría asustado a cualquiera de los matones que en su momento trataron de amedrentarlo. Debía de ser algo que tenía en los ojos, concluyó el celador, renunciando a sostener la mirada de aquellos iris intensamente azules.
Y eso él, que se preciaba de no comportarse con el servilismo de algunos de sus compañeros para con los pacientes ricos y famosos que pasaban por la clínica. Era educado, por supuesto, pero no más de lo que lo sería con cualquiera. En su descargo, cabía decir que el tipo del pelo negro no habría pasado por un cualquiera en ninguna parte, sin que eso dependiera de cuánto dinero tuviese o dejase de tener.
—La enfermera jefe ha dicho... —trató de imponerse, sin convicción.
—Llévese la silla de ruedas.
Sin gritar ni hacer ademanes amenazadores, pero consiguiendo, de todos modos, transmitir algo con la voz que helaba la sangre.
—Ha dicho la enfermera Elsa que debía usted salir en silla de ruedas.
Pedro Alfonso se permitió una ligera sonrisa, sin percatarse de que al antiguo portero de discoteca le parecía francamente siniestra.
—La enfermera Elsa conoce mi opinión sobre las sillas de ruedas.
La inflexible Elsa conocía, en efecto, las opiniones de Pedro en relación con bastantes cosas; no eran precisamente ocasiones de enfrentamiento lo que les había faltado en las últimas semanas.
—Oye, colega —el celador, no sabiendo ya por dónde salir, cambió por completo de táctica—, igual es verdad que no te hace falta la silla de ruedas: no tengo ni idea. Pero lo que sí sé es que tú mañana no vas a estar aquí, pero yo sí, y la Elsa también. Puede amargarme bastante la existencia.
—Gracias, Martín. Ya acompaño yo al señor Alfonso.
El celador se volvió con una inmensa expresión de alivio y comprobó que, en efecto, era Andrés Méndez el que acababa de pronunciar esas palabras.
—¡Fantástico, jefe! —con expresión de profundo agradecimiento, el celador se quitó de en medio.
—Vaya, Pedro, así que buscándoles las cosquillas a mis colaboradores hasta el último minuto,
¿eh?
Pedro Alfonso soltó un exabrupto.
—¡Lo que hay que oír! Si no lo encuentras por debajo de tu dignidad... —y empujó un poco con el pie un portafolios de cuero negro— podrías llevármelo —por mucho que le repugnase pedir ayuda, a veces no quedaba más remedio.
Sus malos modos no produjeron ninguna reacción en el cirujano, que tenía una idea bastante aproximada del grado de exasperación que sentía su paciente.
—Me parece que no entra dentro de mis atribuciones, pero, qué diablos, tratándose de mi paciente favorito... ¿Por qué no?
—¿Y el sarcasmo sí forma parte de tus atribuciones? —rezongó Pedro, poniéndose en marcha tan deprisa como le permitían las muletas.
—Qué prisa tienes —observó el médico, apretando el paso para no rezagarse—. Cualquiera diría que no estabas contento entre nosotros...
—Si alguna vez quiero vivir en un estado policial, no dudes de que pensaré en tí, doc.
—Supongo que sería perder el tiempo decirte que no estás para ser dado de alta, ¿verdad?
Pedro le echó una mirada de las que dejan secos a los arbolitos tiernos. El médico se encogió filosóficamente de hombros.
—Tenía que intentarlo. A fin de cuentas, eres uno de mis casos más exitosos. Me dolería que se echara a perder tanto trabajo por falta de un poco de paciencia.
Pedro le dedicó una sonrisa ácida. En los últimos meses, había gastado la totalidad de sus reservas de paciencia.
—No te preocupes. No haré nada que eche a perder tu reputación de milagrero.
Andrés Méndez inclinó la cabeza, en mudo reconocimiento de aquel cumplido algo venenoso. Y también, en parte, para ocultar su momentánea expresión de melancolía. Era muy consciente de su valía, pero también era objetivo: por trascendental que hubiera sido su contribución a la recuperación de Pedro, la rapidez y el grado que esta había alcanzado obedecían ante todo a la notabilísima determinación y fuerza de voluntad del propio Pedro.
—¿Por la puerta de atrás? Está aquí la prensa... —el médico conocía a la perfección las preferencias de su clientela de ricos y famosos.
—No veo motivo para hacerles la vida más fácil, ¿y tú? Creo que Hernán estará allí con el coche.
—Si te preocupa la seguridad, ¿cómo es que no vas a casa de tus padres? ¿No conservan el puente levadizo?
—Claro que sí, y el foso, y el castillo, y la mayor parte del pueblecito correspondiente —detalló Pedro con indiferencia—. Pero no, gracias... No tengo ganas de estar allí, y menos todavía de ver a mi padre.
El médico escrutó el rostro de su paciente, preguntándose si aquello lo molestaba. Pero era realmente difícil sacar algo en limpio de los rasgos, atractivos y duros, de Pedro.
—Pero... —Méndez se calló, justo a tiempo; iba a soltar una información que Alfonso padre que, a fin de cuentas, era aún más rico e influyente que su hijo, había prohibido a todo el personal de la clínica, comunicarle—. Suponía que, con el accidente… —dijo, en lugar de lo que iba a decir.
—Haría falta algo más que verme al borde de la muerte para que mi padre cambiara de opinión, Andrés. Por lo que a él respecta, dejé de ser hijo suyo el mismo día que dejé de obedecerlo. Ahora soy, ni más ni menos, la competencia. Lo único que le gustaría es verme arrui‐nado.
A Andrés Méndez le pareció una conclusión exagerada.
—Bueno, tiene pocas probabilidades de llegar a verlo, ¿verdad?
—¿Te preocupa el futuro de tus acciones, matasanos?
Andrés sonrió. No le faltaban motivos para hacerlo. La aerolínea Vuelolibre era un valor cuya cotización había subido fuertemente desde su primera salida a bolsa.
—Pues la verdad es que sí que tengo un poquito invertido.
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