martes, 12 de enero de 2016

Sanaste Mi Corazón: Capítulo 9

Hubo  una  chispa  de  interés  en  la  mirada  de  él,  inmediatamente  sustituida  por  la impaciencia.

—A mí me dejaron de gustar los dulces cuando tenía doce años.

—Ya. A tí. A tí esto sí. A tí esto no. ¿Y eso te da derecho a prescindir de los sentimientos de los demás?

—Ya no estamos hablando del bizcocho, ¿verdad? —sus ojos azules parecían perforadoras, pensó Paula.

—Tu madre se ha preocupado de preparar estas habitaciones para que las ocuparas tú.

Pedro sonrió. Este debía de ser el punto de la conversación en el que él se derrumbara, vencido por el remordimiento y la culpabilidad.

—Mi  madre  dormirá  a  pierna  suelta  esta  noche  —contestó,  con  ligereza—, independientemente de dónde duerma yo.

—De acuerdo: los sentimientos de Ana te dan igual...

—Eh, no sigas poniendo palabras en mi boca... —su mirada se demoró largamente en las perfectas curvas de los jugosos labios de ella.

—... Pero tendrás que reconocer que es bastante más práctico que estés en la planta baja. ¿Cómo piensas subir y bajar las escaleras hasta tu habitación del primer piso? ¿A gatas? —bueno estaba lo bueno: el tacto y la consideración no parecían funcionar con Pedro Alfonso. Con él había que llamar a las cosas por su nombre.

Vaya, la rubita quería jugar duro. Muy bien. Pedro sospechaba que él era un jugador bastante más experimentado.

—Yo no puedo llevarte —seguía explicándole—. Siempre puedes busca a algún chico lo bastante fuerte para...

—Creo que había quedado claro que no me van los chicos fuertes.

Paula no se dejó distraer por el chiste.

—...  Me  parece  que  tu  madre  habrá  querido  facilitarte  las  cosas  para  que  fueras  más independiente.

—¿O sea, que soy un desagradecido? —divertido, Pedro la vió luchar y sobreponerse a la tentación de darle alguna opinión más acerca de su catadura moral.

—He visto la suite y es lo más cómodo para ir a la piscina y al gimnasio. Es perfecta.

Esa era la palabra. Paula jamás había visto nada tan bello y lujoso. Dejó de mirar a Pedro un momento, recreándose en el recuerdo, y, de repente, se encontró de rodillas en el suelo. Pedro la había tomado bruscamente de una muñeca y tirado de ella hacia la silla en la que él estaba sentado. Fue visto y no visto.

—¿Tiene algún fundamento el que me recuerdes constantemente que soy un inválido?

Paula tuvo que inhalar profundamente un par de veces para recuperarse, con el resultado de que se empapó del aroma de Pedro y empezó a sentirse mareada por su proximidad. Ese hombre debía de haber comprado feromonas en el mercado negro. Bajó la vista hacia los dedos que sujetaban su muñeca. Eran largos y finos, como el resto de su anatomía, y la presa con que la atenazaba  no  traicionaba  ninguna  debilidad...  Al  revés  que  ella,  que  sentía  su  propio  pulso acelerado e irregular, las palmas sudorosas y el estómago revuelto, amén de un acaloramiento insoportable.

—No eres ningún inválido, pero, te guste o no, estás sujeto a ciertas limitaciones —bueno, al menos había conseguido contestarle.

Al momento siguiente, las miradas de ambos se encontraron y el acelerado corazón de Paula bombeó tal cantidad de adrenalina por todo su cuerpo que sus miembros empezaron a temblar.

—Como yo, en este momento —añadió, débilmente, llevando la mirada hacia los dedos que la tenían aferrada.

—Ya —él también miró reflexivamente—. Y una de esas limitaciones debe de ser que se ve, pero no se toca —pasó suavemente el pulgar por la cara interna de la muñeca cautiva. Nunca se había podido resistir a un desafío y empezaba a fantasear con la imagen de Paula rogándole que la tocase.

Él  la  soltó  y  Paula  sintió  un  alivio  completamente  desproporcionado,  sumado  a  cierta perplejidad. Por muy ridícula que se sintiera sobre la alfombra, no se atrevió de momento a incorporarse. No estaba segura de sostenerse.

—No se puede impedir a nadie que mire —reconoció, en voz baja.

—En cambio, tú podrás poner esas manos tan bonitas en mi cuerpo siempre que quieras. Pero, si yo quisiera devolverte el favor, tú...

¿Qué  haría  ella?  Todo  era  pura  especulación,  claro.  Él  no  pensaba  tocarla...  Bueno,  no pensaba justamente hasta ese instante, porque de repente no podía pensar en otra cosa. Debía de ser la sacudida que había sentido en todo el cuerpo de ella como respuesta al contacto. El que la hermosa Paula no hubiera sido completamente sincera al decir que ni siquiera le gustaba resultaba... interesante.

—Pensaría que habías sucumbido a mis encantos —le contestó, agriamente—. De ilusión también se vive.

La réplica encantó a Pedro, que sonrió y la dejó, a pesar de su oposición, hechizada.

—¿Y qué cosas te hacen ilusión a tí,  Paula? —preguntó, inesperadamente, con una voz tan aterciopelada que ella se puso inmediatamente en guardia.

—Lo mismo que a todo el mundo.

—Es decir, casarte, tener niños, una casita con jardín... —detalló él—. Las cosas a las que aspiran todas las mujeres.

Su tonillo despectivo la irritó.

—Cosas todas ellas que no interesan a ningún macho que se precie, ¿no?

—Ningún muchacho contestaría a la pregunta de qué quiere hacer con su vida que aspira a convertirse en padre de familia —contestó él, como un abogado que cerrase triunfalmente su alegato.

—Menos mal que al menos uno de los sexos siente el impulso de reproducirse, porque, si no, se habría acabado el mundo hace bastante.

—Ah, los hombres tenemos impulsos, ya lo creo que sí. De fecundar a cuantas más mejor, para ser exactos —explicó, crudamente.

Paula se ruborizó hasta las orejas. No podría comprender cómo aquella conversación había llegado a un punto tan incómodo.

—Tal vez a mí me merezca mejor opinión tu sexo que a tí.

—Será porque eres una ingenua sin remedio. La fidelidad es una idea ajena a la inmensa mayoría de los hombres, Paula.

—A lo mejor mide a todos los hombres con arreglo a sus propios defectos, señor Alfonso.

—Soy un hombre, Paula, es decir, arrogante. ¿Qué te hace suponer que tengo defectos? —se rió a carcajadas brevemente, antes de preguntar con desaprobación— ¿A qué viene eso de «señor Alfonso»?

Paula, nerviosa, se pasó la lengua por los labios, que tenía resecos.

—¿Es que te pongo nerviosa, Paula?

—Muy  cómoda  no  puedo  estar  —contestó,  con  toda  la  prudencia  que  pudo—:  me  ha dejado... me has dejado muy claro que solo toleras mi presencia por ahora.

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