El gesto fue plenamente inteligible para él.
—¿Me está diciendo que está aquí instalada? ¿Qué demonios está pasando? —rugió.
—Perdone, pero creía que estaba usted informado. Soy su fisioterapeuta, señor Alfonso. —Vaya historia ridícula. No tengo tal cosa.
—No tiene de qué preocuparse. Su madre...
Pedro vió, fascinado, cómo ella echaba un rápido vistazo a Joe; su voz, clara y decidida hasta entonces, se redujo a poco más de un susurro:
—Es ella quien me paga.
—¡Ja! —Pedro no entendía tales precauciones para hablar del salario, pero, si estaba de por medio su madre, entonces empezaba a ver claro en aquel turbio asunto. Su madre proseguía, incansable, su campaña personal para que él conociera a mujeres que a ella le parecieran convenientes. Y todo por la extraviada creencia de que bastaría con un nieto para reconciliarlo a él con su padre.
—Ya, mi madre. Claro.
Procedió a examinarla de arriaba abajo con una insolencia tal que ella reaccionó irguiéndose y prácticamente cuadrándose.
—Impresionante —comentó él, con la misma insolencia, sin despegar la mirada de sus pechos.
¡Lástima que no se pudiera decir lo mismo de los modales de él! Pero Kat no pensaba achicarse por su vulgaridad. Hacía muchos años que había dejado de encorvarse para disimular sus atributos femeninos: por lo menos, desde los quince años. Así que aún levantó más la barbilla, procurando conservar al mismo tiempo la calma.
—Su contrato queda rescindido, rubia.
Hacía tiempo que no le daban una alegría tan grande a Paula, como estuvo a punto de decirle. Pero entonces se acordó de lo que Ana le había hecho prometerle. Y también le convenía acordarse de cuál era el saldo de su cuenta, se dijo de paso.
—Le recuerdo que el nombre es Paula Chaves: me puede usted llamar «señorita Chaves», o, quizá, «Pau». Por «rubia» no atiendo. Y no me voy a marchar hasta que su madre me indique que ya no se requieren mis servicios —dicho lo cual, tanto su postura cuasi militar como su voz se suavizaron—. El orgullo puede ser una virtud, señor Alfonso —le dijo con amabilidad—, pero, aunque no sea plato de gusto para usted, tiene necesidad de mí.
Pedro se quedó momentáneamente pasmado.
—¿Pero es que es usted retrasada...?
No tenía fuerzas para hacer frente a aquella conspiración en ese momento. Sentía dolor, calor, cansancio, y tenía un mechón de pelo metido hacía rato en los ojos, sin posibilidad física de liberar ninguna de sus manos para apartárselo. Como siempre, las mortificaciones acarreadas por sus problemas físicos le enfurecían de tal modo que solo tenía ganas de gritar y maldecir. No era poco el dominio que tenía que ejercer sobre sí mismo para no empezar a hacerlo.
—Probablemente, será el dolor el que le vuelve tan irritable —dijo ella, tratando de mantener la objetividad, y vio cómo él se volvía a encender. Era evidente que cualquier referencia a su inferioridad física suponía una injuria para él: algunos hombres eran así.
—¡A mí no me duele nada! —berreó Pedro, abandonando la vía del dominio de sí mismo.
Y ese fue precisamente el momento en el que los músculos de su pantorrilla izquierda tuvieron a bien contraerse, causándole un espantoso dolor. Soltó un juramento en voz baja y se mordió los labios.
—Ya te dije que no deberías pasar por la oficina.
—Ahórrame los «ya te dije», Hernán —Pedro cerró los ojos y se obligó a sí mismo a aflojarse, a no contraer aún más la musculatura en respuesta al espasmo que sufría. La amarga experiencia le había enseñado que era el método más eficaz de que el dolor fuera desapareciendo.
—¿Pero es que no lo ha traído aquí directamente desde el hospital?
—No me ha dejado.
—Pues, la verdad, no veo qué podría haber hecho para impedírselo —replicó Paula a Hernán y tendió una mano al tipo alto y fuerte que tan evidentemente estaba sufriendo un intenso dolor. Él trató de apartar la mano que ella le puso bajo el codo, pero ella fingió que no lo notaba. —Se ve que no conoce a Pedro—contestó Hernán, sin amargura.
Ella se contuvo para no contestar que tampoco tenía muchas ganas de conocerlo.
—Vamos a llevarlo dentro, ¿de acuerdo? —oyó Pedro decir a la guapita, justo antes de sufrir la indignidad de verse transportado como un niño pequeño entre su amigo y la rubita.
—¿Cuánto hace que tomó la medicación?
Pedro se incorporó en el sofá en el que lo habían tendido.
—¿Por qué le pregunta a él? ¡Yo no soy mudo!
—No, no tenemos esa suerte —apostilló su amigo, en voz baja.
—¿Qué has dicho?
—¿Cuánto hace que tomó la última dosis de analgésicos? —Paula lo miraba, preocupada. Resultaba evidente que no tomaría a bien que le limpiaran el sudor de la cara. Por otra parte, ya tenía mejor aspecto que cuando estaba de pie, afuera.
Paula recorrió lentamente con la mirada la enérgica línea de su garganta, ascendiendo hasta su rostro, delgado y anguloso. Aunque en ese momento estaba bastante pálido, sin duda, una vez fuera del hospital, la piel cetrina de Pedro Alfonso se broncearía con facilidad. De repente, Paula sufrió una alucinación: veía a Pedro Alfonso tendido en una playa, con la piel tostándose lentamente al sol. Tuvo que sacudir ligeramente la cabeza para ahuyentar aquella imagen. Trató después de sonreír: menos mal que la personalidad del paciente no iba a juego de su aspecto físico; de otro modo, le podría haber costado bastante mantener la debida distancia profesional.
—Lo que necesito es una copa, no pastillas. Ponme un whisky, Nan.
Paula se preguntó si Pedro Alfonso pedía alguna vez las cosas, en lugar de ordenarlas. Le puso una mano sobre el antebrazo a Hernán.
—No creo que haya que elegir entre lo uno y lo otro —dijo—, pero depende de cuál sea el tipo de analgésicos que le estén dando.
—No me están dando nada... No necesito... De esas muletas puedo prescindir —declaró él, despectivamente.
Y, con la mandíbula contraída y los labios firmemente apretados, se puso en pie por sí mismo. Haciendo caso omiso tanto de las muletas como de la preocupación reflejada en los rostros de sus interlocutores, se dirigió al mueble de las bebidas y se sirvió él mismo un whisky.
Paula no dudaba de que cada paso que daba le suponía una agonía, pero la única muestra externa era el sudor que volvía a cubrir su rostro y la contracción de sus facciones. Aquel hombre era valiente, no cabía duda. La lástima era que no canalizara su energía hacia algo más constructivo que darle a ella y al mundo en general en las narices.
Pedro alzó su vaso, como si bebiera a la salud de ellos, y lo vació de un trago.
—Una pastillita para dormir, otra para despertarse... No pienso engancharme a ese tiovivo. Creo que el dolor es algo natural, un sistema de alarma que tiene el cuerpo.
Lo que ella no tenía modo de saber era que Pedro había hecho gala de una extraordinaria paciencia hasta hacía poquísimos días. En los peores momentos, cuando aún no se sabía cuan grave era la lesión medular, cuando la posibilidad de pasarse el resto de su vida en una silla de ruedas era aún más que verosímil, había manifestado un extraordinario dominio de sí mismo. Fue la insoportable lentitud del proceso de convalecencia la que había acabado por hacerlo saltar. Estaba acostumbrado a fijarse objetivos y trabajar hasta alcanzarlos; no veía por qué tenía que ser diferente con su recuperación, y los médicos que lo rodeaban, que deberían ayudarlo, no hacían, en su opinión, más que retrasarla.
Leí esta historia y es genial. Buenísimo que la adaptes.
ResponderEliminarMuy buen comienzo! que insoportable es Pedro, pero seguro que Paula lo va a ir amansando! ;)
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