sábado, 23 de enero de 2016

Sanaste Mi Corazón: Capítulo 32

Pedro dió unos pasos para situarse entre su padre y las dos mujeres, de las que el otro no había hecho el menor caso por el momento. La forma de moverse, especialmente de Horacio Alfonso, recordaba tanto a la de los pistoleros del Oeste, que, con un poco menos de tensión, Paula se habría reído. Si alguien hubiera podido medir los niveles de testosterona reinantes en esa habitación, les habrían puesto una multa. En cualquier caso, era sumamente incómodo.

—He venido para hablar con tu madre, no contigo.

Pedro se cruzó de brazos. Tal y como estaba colocado, bloqueaba por completo la visión que Alfonso padre pudiera tener de Ana.

—Pues habla. —¡A solas!

—Tengo entendido que mamá no tiene ganas de hablar contigo, ni a solas ni de ningún otro modo.

Paula  miró  rápidamente  a  Ana.  Nada  podía  estar  más  lejos  de  la  verdad  que  lo  que acababa de anunciar ese portavoz que ella no había elegido. Paula se resolvió a actuar, antes de que la situación se pusiera fea de verdad. A falta de un par de baldes de agua fría, se inclinó para decirle unas palabritas al oído a la señora Alfonso.

Indudablemente, Ana se sobresaltó, pero, al cabo de un momento, asintió con la cabeza. Paula sonrió y dió unos pasos.

—En realidad —anunció en voz alta y cristalina—, lo que Ana agradecería es que salieran un momento de la habitación... los dos —añadió, por si acaso.

Los dos grandullones interrumpieron un momento su coreografía de la bravata para mirarla.

—¿Y usted quién es? —exigió saber Horacio Alfonso.

—Tu futura nuera —los ojos azules de Pedro se clavaron en ella con una mezcla explosiva de intimidad, humor, exasperación y orgullo.

—Eso está por verse —contestó ella, muy finamente.

Pedro no dijo nada, pero la confianza que exudaba su sonrisa era respuesta suficiente.

—¿Desde cuándo estás prometido? —el padre de Pedro estaba indignado por no disponer de información sobre el hijo del que había abjurado— ¡Ana, no me habías dicho una palabra!

—¿No me tienes prohibido pronunciar su nombre en tu presencia, Horacio?

—Será que eso te ha impedido hacerlo...

—Vamos, padre —Pedro le dió un toquecito en el hombro.

El contacto hizo que el caballero se tensara, pero Paula vió que su protesta no iba más allá.

—Vamos a dar una vuelta por la rosaleda.

—Mi rosaleda —se apresuró a puntualizar Horacio.

—Cariño —atajó, a su vez, Ana—, no te equivoques: es mía.

Su marido parecía coyunturalmente más furioso con ella mientras su hijo lo acompañaba afuera.

—¿Qué le pasa a tu casa? —se le oyó preguntar.

—Demasiadas escaleras.

—¡Menudo cuento! ¡Qué manera de gorronear...!

—¡Qué hombre! —exclamó su mujer, disgustada—. ¿Sabes que no se movió del hospital hasta que Pedro salió de peligro? Pero, claro, me hizo jurar que no le diría que había estado. ¿Qué puedo hacer?

—Pues no escuchar lo que dice, para empezar —recomendó Paula, espantando a Ana—. Piénsalo un momento. Te dijo que tenías que elegir entre Pedro y él, ¿no? Y tú elegiste. Y él, ¿qué ha hecho? ¿Cumplir su ultimátum? No, señor: venir en pos de tí. ¿No ves que no puede vivir sin tí? Eres tú la que puede lanzar ultimátum... o como se diga.

Tardaron una media hora en reunirse con los caballeros en la rosaleda. No hablaban de jardinería.

—¡Es un caso de imprudencia temeraria!

—¿Te estás ablandando con la edad, papá?

—¡Mocoso insolente!

—¡Basta, Horacio!

Al señor Alfonso se le vió bastante impresionado por el tono de su esposa.

—No digas una palabra más hasta que yo termine. Llevo años aguantando esta tontería. No pienso pasar una Navidad más sin mi hijo —su mirada se dirigió cariñosamente a Paula— y su mujer y, quién sabe, quizá pronto mis nietos.

—Todos los disgustos —continuó— vienen de que él no hizo lo que querías que hiciera, Horacio, cuando tú estás que revientas de orgullo de lo que ha conseguido —hizo caso omiso de los sonidos de protesta que no acababan de salir de la boca de su marido—. Y tú, Pedro, no tienes nada de lo que presumir. Eres exactamente igual de rígido e inflexible que él. Así que daos la mano ahora mismo o no os volveré a dirigir la palabra, a ninguno de los dos.

—Ni yo me casaré contigo si no están tus padres presentes en la ceremonia —añadió Paula, con los dedos cruzados a la espalda.

A Pedro, por lo menos, no lo engañaba. Solo esperaba que no la pusiera en evidencia, por lo menos no antes de que la demostración de independencia de Ana surtiera algún efecto.

—En ese caso, papá —dijo Pedro, sin apartar la vista de ella—, considérate invitado. Se volvió entonces hacia su padre, alargándole la mano y mirándolo directamente a los ojos.

Paula contuvo el aliento, y estaba segura de que no era la única. Pasaron los segundos. No había aconsejado bien a Ana... empezó a decirse, y, justo entonces, Horacio Alfonso tomó la mano de su hijo.

Todavía había asperezas que limar, pero, después de mucha risa y no pocas lágrimas, Paula se sintió segura de que las cosas iban por buen camino.

Cuando al fin se quedaron solos, Pedro la acorraló contra la pared, puso una mano a cada lado de su cabeza y preguntó afectuosamente:

—Bueno, brujita, ¿estás contenta? Supongo que crees que tienes a toda la familia Alfonso en el bolsillo...

—A mí solo me interesa meterme a un Alfonso en el bolsillo... —en sus ojos brillaba una invitación.

—Todavía no me has dado tu respuesta.

Paula se pasó la punta de la lengua por el contorno de los labios. Casi sintió en su cuerpo el estremecimiento que sacudió a Pedro de la cabeza a los pies.

—Recuérdame la pregunta.

—¿Nos casamos?

—Tal vez —él llevaba tanto tiempo huyendo de ese tipo de complicaciones, que Paula pensó que le vendría bien tener que persistir un poco, aunque no pensaba tardar mucho en contestarle.

—¿Cómo tal vez? —su expresión era tensa y grave.

—¿Tal vez en firme? —la picara sonrisa de Paula se desarmó y acabó borrándose bajo el fuego de la mirada de él—. ¡Sí! —gritó—. Sí, claro que sí, casémonos, Pedro.

El triunfo llenaba su mirada cuando se inclinó hacia Paula, que dejó de respirar y de parpadear al tener su cara a unos centímetros.

—¿Y por qué te casarás conmigo, brujita?

—Porque te quiero, Pedro, con toda mi alma.

La contundencia de su respuesta lo tomó evidentemente por sorpresa. Su rostro enrojeció progresivamente, mientras la miraba con una expresión de estupor muy impropia de él. La nuez subió y bajó un par de veces.

—Doy gracias a Dios por eso —dijo, justo antes de lanzarse sobre su boca.

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