martes, 19 de enero de 2016

Sanaste Mi Corazón: Capítulo 24

—Para que tuvieras alguien con quien hablar, quiero decir.

—¿Para qué otra cosa ibas a invitar a una mujer hermosa a cenar?

Después de oír su cínica respuesta, Pedro procedió a un inventario visual de la voluptuosa figura que tenía frente a él. Llevaba un vestido sencillo, una de esas copias graciosas de las grandes creaciones que se encuentran por tan poco dinero actualmente. Había salido con mujeres que solo llevaban cosas auténticas. Pero la chica que estaba frente a él era lo auténtico...

—¿Verdaderamente, para qué? —repitió.

El pulso de Paula parecía la montaña rusa. Era la primera vez, desde que sellaron aquella especie de tregua, que él revelaba que seguía viéndola como un ser sexuado. Así que procuró manifestar, a su vez, irritación y no debilidad ante su escrutinio. Cosa nada fácil, cuando sentía calambres de deseo.

—Emma lo ha pasado fatal al divorciarse.

—¿Hay otro modo de divorciarse?

—Este  es  un  momento  —Paula ya  no  tenía  que  fingir  irritación  con  él—  de  mucha vulnerabilidad para ella. Ya sé que puede parecer... Pero no es tan... —fue ruborizándose mientras buscaba formas delicadas de explicar el comportamiento de su amiga.

Pedro  la dejó devanarse los sesos unos momentos hasta decidirse a colaborar.

—¿Dispuesta a todo? ¿Lanzada? —hizo una pausa y enarcó una ceja, al dar Paula  un gritito—. No me interpretes mal: me gustan las mujeres que van al grano.

—¡No es verdad! —exclamó ella, ahogadamente—. ¿Cómo te atreves a suponer cosas de Emma? —estaba rabiosa—. Si fuera un hombre...

—No lo es.

Hasta  entonces  Paula no  había  percibido  la  cólera  que,  sin  duda,  llevaba  toda  la  velada creciendo sordamente dentro de él. El cambio emocional la dejó aún más confusa.

—Y tampoco es fisioterapeuta, al parecer.

—¡Oh!

—Eso mismo: oh.

—No he dicho que lo fuera.

—Cierto.  Supongo que me  equivoqué  yo,  al  dar  por descontado  que  la  sustituía  de  mi fisioterapeuta tendría parecidas cualificaciones. Pero es que no era en calidad de fisio como tú querías que te sustituyera, ¿verdad, Paula?

Sus palabras acabaron con los restos de la compostura de Kat. ¿Pero es que ese hombre era telépata?

—¡Eres el hombre más engreído que existe! —aquello sonaba a berrinche.

—Tal vez deberías haber tenido en cuenta la vulnerabilidad de ella y mi vanidad antes de lanzarnos el uno contra el otro.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, en voz baja, empujada por la culpabilidad.

—Piensa, piensa. Mujer joven y atractiva, que necesita superar el golpe que le acaba de dar la vida; varón con graves carencias sexuales; poca ropa... ¿se te va ocurriendo algo?

Por supuesto que sí: Paula veía la escena en la piscina, entre nubecillas de vapor, con tal intensidad, que al principio ni siquiera comprendía todo su alcance. Sin darse cuenta de lo que hacía, se puso en pie.

—Vino  para  hacerme  un  favor  —las  últimas  sílabas  apenas  se  oyeron:  el  desdén  que fulguraba en sus ojos azules la dejó sin voz.

—¿Y cómo se plantea eso? —ya no cabía duda de que Pedro era presa de un monumental enfado—. Oye, que si no tienes nada mejor, ¿te podrías acostar con este por mí?

—¡No lo has hecho! Emma me lo habría...

Pedro la interrumpió, antes de que siguiera traicionándose.
—¿Contado? ¿Qué pasa? ¿Os reunís para intercambiar historias? ¿Qué tal he quedado? —la última pregunta la hizo en un tono de serenidad que contrastaba radicalmente con el resto.

Pero Paula no estaba para responder a sus bufonadas. Su peinado se aflojó, al menear ella una y  otra  vez  la  cabeza,  denegando sin poder  hablar.  ¿Qué había  hecho?  Si  Emma  cometiera  la estupidez de enamorarse de él, sería culpa suya. Y, desde luego, a Paula no podía pedírsele que creyera que no se iba a enamorar de Pedro.

—¿Y si lo hicimos, qué? —preguntó él, tan fresco.

Paula palideció.

—Creo que eres un ser rastrero —contestó, jadeante, en voz baja y llena de desprecio.

—No he dicho que lo hiciéramos. Lo único que quería era que te dieras cuenta de lo que podría suceder.

—¿Y esperas que me crea...? —se interrumpió al ver el desdén glacial de su expresión. No era difícil entender en ese momento que hubiera llegado tan lejos en un mundo despiadado como el de los negocios.

—¿Que tengo escrúpulos? —contraatacó él—. No, no espero que creas tal cosa, Paula . No te interesa creer que yo tenga ni una sola virtud.

—No cambies de tema.

—Oye, no sé de qué te quejas. ¿No se pretendía que fuera seducido por Emma, la esbelta y sexy divorciada?

Estaba dando palos de ciego... bueno, de tuerto.

—Qué ridiculez.

—Perdona, pero encuentro ese tono de superioridad moral una pizca hipócrita. ¿Qué ha pasado? ¿Te has arrepentido?

No, no podían ser palos de ciego.

—No sé de qué me estás hablando.

—Te olvidas, Paula, de que he sido víctima de numerosas conspiraciones maquinadas por una experta, mi madre. Tú no eres más que una aficionada con cierta inspiración, ángel mío.

—Si Emma y tú han conectado, no tiene nada que ver conmigo.

—Pues no lo parece. Parece que esperabas que tu amiga, que, por cierto, da un poco de miedo, me gustase lo suficiente para que me olvidara de besarte —Pedro se puso en pie y ella registró  automáticamente  cuánto  había  mejorado  su  flexibilidad—.  Tengo  noticias  para  tí, Paula—siguió él, suavemente—: ¡No me he olvidado! —su mirada recorrió hambrienta el rostro levemente enrojecido.

Las defensas de ella se volatilizaron al oírlo. Sin considerar las consecuencias, dejó que tanto sus pensamientos como su mirada vagaran en torno al imán de la boca de Pedro. Los pensamientos tenían sabor y textura y despertaban el apetito de su equivalente real.

Sintió que la quemaba una oleada de vergüenza y trató de apartar su mirada del desafío sexual que se leía en los ojos de él. Como no lo consiguió, trató de diluir la tensión.

—¿Que da miedo?

—No me gusta que traten de manipularme —Paula bajó la mirada—. Y, de todos modos, creo que tu amiga Emma tiene motivos propios para jugar a mujer fatal —añadió, en voz baja.

¿Jugar a mujer fatal? Paula levantó la cabeza de nuevo, indignada. Pero, ¿qué había hecho Emma? ¿No eran los chicos de las amigas terreno prohibido?

—Seguro que hay a quienes les atrae el riesgo de que se presente un marido celoso, pero yo no soy uno de ellos.

—Pero si Lucas ha pasado a la historia —Paula estaba muy sorprendida—. Se divorciaron. —Tal vez —dijo él, alzándose de hombros.

—Sí que están divorciados.

—No lo discuto.

—Entonces, ¿qué es lo que discutes?

—Lo de la historia. Me ha dado la impresión... —hizo un gesto de irritación—. Verás, no me interesa Emma, ni su marido.

El nerviosismo volvió más efusiva a Kat de lo que le habría convenido.

—Vale,  pero  con  ella  debes  de  haber  aparentado  más  interés  —observó,  en  un  tono ácido—, para que Emma estuviera tan entusiasmada.

—Debe de ser mi famoso encanto natural.

—¿Por qué te burlas? Esto podría hacerle daño.

—Me parece  que estás  exagerando  mi  impacto.  O  a  lo  mejor  es  que  no  consigues  ser objetiva, tratándose de mí.

Aquello espantó a Paula. En su prisa por escapar de él, se enganchó el tacón en el bajo del vestido.  Para  sostenerse,  se  apoyó  en  la  silla;  duró  unos  instantes  en  pie,  balanceándose precariamente, hasta que finalmente se cayó al suelo, arrastrando la silla, una de cuyas patas de roble sólido, la golpeó en la cabeza.

Allí se llevó inmediatamente la mano y, cuando abrió los ojos, se encontró a Pedro inclinado sobre ella, preocupadísimo.

—Me parece que no se ha roto —murmuró, tontamente.

—¿Qué es lo que no se ha roto? —él le retiró la mano de la sien y examinó el golpe.

—La silla —seguro que era una pieza de anticuario, de un valor incalculable.

Pedro permaneció en silencio, mirándola con incredulidad.

—Por favor —dijo al fin—. Pero si estás hablando en serio —sus altos pómulos se tiñeron de rojo—. ¡Al diablo con la silla!

Paula  lo habría reprendido, si el resto del mobiliario no diera vueltas en torno a ella. Volvió a cerrar los ojos. El mareo seguía, pero al menos no veía el comedor centrifugado. Al notar unos dedos frescos que se apoyaban con delicadeza en su rostro, todo resto de su resolución de huir desapareció. Esa delicadeza le puso un nudo en la garganta.

—¿Cómo es el refrán? ¿Quien mucho corre, pronto para?

Y, desde luego, ella no podía escapar de sus sentimientos hacia Pedro Alfonso.

—Te has dado un buen golpe en la cabeza.

Sin abrir los ojos, sintió cómo le estiraban el vestido para cubrirle las piernas.

—¿Te duele? ¿No? ¡No te muevas! —los sedantes tonos que Pedro estaba utilizando se convirtieron en un bufido de protesta cuando ella intentó sentarse en el suelo.

—Ya estoy bien —le apartó la mano y abrió al fin los ojos.

Pedro estaba junto a ella, con la rodilla derecha en tierra y la pierna izquierda extendida lateralmente. A Paula se le ocurrían pocas posturas más incómodas.

—¡Ten cuidado! ¡No deberías...! —se arrodilló también ella y puso ambas manos sobre la pierna lesionada—. Qué tontería has hecho, Pedro... —reconoció ansiosamente la pierna y, al no encontrar signos de distensión, dió un suspiro de alivio.

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