domingo, 18 de junio de 2017

Paternidad Inesperada: Capítulo 8

Las rosas llegaron justo antes de la toma de media mañana. Una de las enfermeras, con una sonrisa de oreja a oreja, entró en la habitación con el ramo que venía con su propio jarrón.

—¡Tres docenas! —exclamó, mirando a Paula con interés. Estaba claro que recibir semejante ramo era todo un acontecimiento.

—¿Para mí? —preguntó.

—El sobre viene a tu nombre.

Solo podían ser de Pedro, lo cual quería decir que volvería ese día, y con él los conflictos que ella había intentado eliminar de la vida que diseñara para sí misma y para Olivia. Llena de aprensión y de deseos en conflicto, quitó las cosas que tenía encima de la mesilla. La enfermera ya había colocado el florero y lo estaba admirando, antes de que reaccionara, preguntándose si no debería rechazar un regalo tan caro. No debería alentarlo. Claro que los capullos de color rojo oscuro eran tan hermosos, que parecía una grosería innecesaria pedir que los llevaran a otra parte. A fin de cuentas, se dijo, no iban a suponer ninguna diferencia. Las rosas no durarían mucho, y tampoco lo haría el interés demostrado por él, una vez tuviera experiencia directa de lo que suponía ocuparse de un bebé.

 Después de pasarse la noche dando vueltas a la brusca reaparición de Pedro en su vida, Paula  no estaba más convencida que la víspera de que existiera esperanza alguna de felicidad futura con él. Lo único que podía vislumbrarse eran disputas interminables, que harían daño a todos, y, más que a nadie, a Olivia. Por desgracia, los recuerdos de su infancia estaban demasiado frescos. Sus padres terminaron por separarse cuando ella tenía diez años, y la mandaron a vivir con su abuela, que se hizo cargo de ella, más por deber, que por verdadero cariño. Aun así, fue un enorme alivio dejar de sentirse la causa de las continuas disputas entre sus padres. La enfermera retiró el sobre del ramo y se lo entregó, sin dejar de sonreír.

—Rosas rojas, pasión. Hay por ahí un chico que quiere impresionarte.

—Ya, ya lo ha hecho —murmuró Paula, entre dientes. No le quedaban a Pedro pocas carantoñas por hacer, antes de convencerla de que podía ejercer como padre—. Gracias por traerlas. —Ha sido un placer.

 Abrió el sobre y sacó la tarjeta. Decía:
"Para la mujer que más me ha dado en el mundo. Con todo mi amor, Pedro".

Se le hizo un nudo en la garganta al leerlo. Pedro era el hombre que más le había dado a ella, pero eso no lo convertía en la persona adecuada para Olivia. Aferrándose a la convicción de que él no iba a querer a la niña como ella debía ser querida, abrió el cajón de la mesilla y dejó caer dentro de él la tarjeta, negándose a recrearse con sus palabras.

—Parece que tu Pedro está tratando de compensarte por el tiempo perdido.

El optimista comentario de Macarena, una de sus compañeras de habitación, le tocó una fibra sensible. Quizá se hubiera equivocado al no decirle a Pedro que estaba embarazada. En su día creyó que él le propondría que abortase. Pero tal vez lo había juzgado mal. Claro que lo evidente era que, la víspera, él se había encontrado con una situación muy diferente. Una criatura que ya había venido al mundo no era tan fácil de descartar como un embrión. Era un ser humano visible, una personita completa, de la que nadie podía prescindir.

 Aunque era posible que Pedro prefiriese prestarle la menor atención posible, Paula no pensaba permitirle que relegara a Olivia a un papel secundario dentro de sus vidas. Seguirla llamando “la cría”, como si no tuviera nombre propio, era ofensivo, y  la enfurecía el despego que traslucía. Sin duda, puestos a tener un crío, él habría preferido un chico.

—Tres docenas de rosas de tallo largo no son precisamente un regalito para salir del paso —comentó, con expresión de entendida la tercera mamá de la habitación, Karen.

—Se lo puede permitir perfectamente. El dinero no es ningún problema para él —contestó, bastante seca, molesta por el abierto favoritismo con el que ambas mujeres trataban a Pedro y hablaban de él desde su teatral aparición de la víspera.

No parecían comprender que las reservas con las que ella veía su súbita conversión a la paternidad estaban justificadas. Eran chicas más jóvenes que ella, y sus vidas habían discurrido sin altibajos por un cauce convencional. Nada las había obligado a revisar sus ilusiones románticas, puesto que la vida no las había puesto a prueba. Su claridad de objetivos la había llevado a interrogarse sobre sus propias metas. No parecía que ninguna se estuviera cumpliendo. Después de pagarse los estudios de diseño con su trabajo, sostenida por la ilusión de triunfar en el mundo de la moda, consiguió entrar en el taller de uno de los grandes, pero precisamente ese contacto con la industria la había convencido de que ella jamás dispondría del capital necesario para lanzar su propia marca. Su asociación con Violeta era lo más próximo a tener su propio negocio que había podido alcanzar. Y, en cuanto a su vida sentimental, no había conocido a nadie que le importase realmente hasta Pedro. Tenía veintiocho años cuando lo conoció, y él treinta y dos, y, por unos meses, fue como si hubiera encontrado al hombre de su vida. Por eso, cuando él reveló hasta qué punto detestaba a los niños, la conmoción fue enorme. Aunque no hubiera estado embarazada entonces, Paula se habría tenido que replantear muy seriamente el seguir con él. Olivia se agitó, soltando uno de sus grititos, y  se inclinó casi al instante hacia ella, deseando tomar en brazos a su niñita. Era un milagro, diminuta y perfecta, y a Paula la llenaba de emoción cada vez que se apoderaba de un pezón y empezaba a mamar, experimentando una profunda satisfacción maternal, que nada de lo sucedido o por suceder con Pedro podría variar.

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