Sin embargo él dudó un momento, decidido a advertirla antes de aceptar lo que le ofrecía.
—Recuerda que sólo es sexo, Paula. Nada más. No pienses que puede haber algo más conmigo.
Los ojos de ella se oscurecieron, pero no apartó la mirada.
—Lo sé, Pedro. No soy una niña.
—No me digas que me quieres. No me digas nunca que me quieres.
—Cállate y bésame —murmuró ella, exasperada.
Pedro lanzó una maldición en voz baja. Y la besó. Y la besó y la besó, asustado de lo que estaba ocurriendo en aquel momento. Hasta que besarla dejó de ser suficiente. Necesitaba sentir todo su cuerpo cubriendo el de Paula. Necesitaba algo más que su lengua dentro de ella. Cuando el deseo lo golpeó, tomó el control, dejando que su experto instinto masculino tomara el lugar de su inexperto corazón. Desnudarla era lo primero. En un instante, ella estuvo desnuda de cintura para arriba, el sujetador en el suelo, sus deliciosos pechos temblando en sus manos, sus pezones erectos entre sus dedos. La llamarada de deseo que provocó el primer gemido hizo que los escrúpulos de Pedro desaparecieran del todo. La cremallera de la falda fue fácil víctima de sus dedos y la prenda cayó a sus pies.
—Quítate los zapatos —la ordenó.
Y Paula lo hizo, quedando frente a él sólo con una braguita blanca. Pedro la tomó en sus brazos y la llevó a la cama. Sobre ella había un montón de trajes, pero eso no lo detuvo. Su pasión lo hacía fuerte y la sujetó con un brazo mientras con el otro tiraba del edredón para deshacerse de la ropa. Y después la tumbó suavemente sobre las sábanas color crema para llevarla a un mundo en el que él había estado tantas veces antes. Pero nunca como aquella…
Paula lanzó un gemido cuando notó los labios del hombre cerrándose sobre uno de sus pezones. Y volvió a gemir, sorprendida, cuando él le quitó las braguitas y empezó a acariciarla entre las piernas. Cuando él la besó allí, un escalofrío de placer la hizo temblar de forma incontrolable. Pedro la abandonó brevemente para ir a su dormitorio a buscar protección y cuando volvió ella no había movido un músculo. La encontró como la había dejado, las piernas separadas, los ojos brillantes… Pero su cuerpo abierto para él no era en absoluto lascivo o lujurioso. Él se sentía conmovido por la intensidad de su excitación y la evidencia de ello ante sus ojos. Incapaz de esperar más se colocó sobre ella para introducir su turgente sexo en la humedad femenina. Paula gritó, gimiendo de placer mientras él embestía con fuerza. Era tan estrecha. Tan deliciosa, exquisitamente estrecha. Sería tan fácil olvidarse de todo, excepto de su propio placer… Pero eso sólo lo haría un monstruo como ese Diego. Aunque podía ser egoísta en la cama, simplemente no podía serlo con Paula. Ella se merecía más. Se merecía lo mejor. De modo que pensó en otra cosa y esperó hasta que ella empezó a clavarle las uñas en la espalda. Entonces y sólo entonces embistió profundamente. Ella le clavaba las uñas con fuerza, pero a él no le importaba el dolor. Le gustaba, cómo le gustaba la fuerza con la que lo sujetaba por dentro. Sintió que ella llegaba al orgasmo, los espasmos literalmente robándole el aliento; y el suyo también, llevándole a un clímax que no parecía terminar nunca.
La cabeza le daba vueltas… Su corazón seguía latiendo salvajemente unos minutos después. Por fin, Paula se dejó caer en sus brazos, quejándose cuando él se levantó para el necesario viaje al cuarto de baño. Pedro no quería dejarla, ni siquiera por un segundo. Cuando volvió, vió que ella había cubierto su desnudez con la sábana. Su corazón se encogió un poco. Se sentía culpable. Aunque era un poco tarde para eso.
—Ven aquí, preciosa —murmuró, tomándola entre sus brazos.
Cuando Paula apoyó la cabeza sobre su pecho, dejó escapar un profundo suspiro de satisfacción. Se sentía culpable, pero también se sentía maravillosamente bien, completamente relajado. No necesitaba un cigarrillo. Lo único que quería era estar tumbado con ella, saboreando la experiencia. Sospechaba que nunca un hombre la había acariciado como él. Sospechaba que había un millón de cosas que nunca había hecho. Agradecía que el monstruo de Diego fuera un patán en la cama.
—¿Todas las mujeres disfrutan tanto contigo?
Pedro sabía de qué estaba hablando. Que las mujeres tuvieran orgasmos durante la penetración no era tan corriente como decían las revistas femeninas. Y tampoco era siempre fallo del hombre que las mujeres no tuvieran orgasmos, aunque podían ayudar a su pareja a llegar con más facilidad. El orgasmo empieza en la cabeza, no en el cuerpo. A él le habría gustado llevarse todo el crédito, pero la verdad era que ella estaba preparada. De nuevo, pensó que debía darle las gracias a Diego.
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