Paula echó un vistazo al reloj y comprendió que tenía que decidirse. Ya eran casi las siete, y Pedro solía dejar el trabajo a las seis. Aunque no estaba muy segura acerca de lo que él tenía pensado, desde Roseville Chase hasta Lane Cove no había mucha distancia, y quería estar preparada para él. Y también para recibir a Juliana Hardwick esa tarde. Vestía siempre de negro cuando trabajaba, porque era un color clásico que, al mismo tiempo, no llamaba la atención. Era muy importante que las chicas que se probaban los trajes se sintieran deslumbrantes, más elegantes que ninguna otra. Además, su ropa negra era un fondo perfecto para que destacaran los trajes de novia, mientras ella se movía de un lado para otro, frente al espejo, poniendo alfileres aquí y allá y haciendo retoques. Por otra parte, para dar de mamar a Olivia, lo más práctico era una túnica abotonada por delante, pero, finalmente, la vanidad la hizo decidirse por un conjunto de seda, con escote y un cinturón dorado, que era, la verdad, lo que más sexy le quedaba, con el tejido ajustándose a sus curvas, con suave delicadeza, acentuando su feminidad. Durante el embarazo había llevado ropa amplia las más de las veces y ahora que, más o menos, había vuelto a tener su figura de siempre, la tentación de sentirse de nuevo mujer vencía al sentido común. Además, en el hospital, Pedro la había visto hecha un desastre, y no vendría mal recordarle el aspecto que podía lucir, a modo de bienvenida, y como recompensa si de verdad resultaba tan buen padre como decía para Olivia.
En aquel punto, no estaba segura de hasta dónde debería llegar con la recompensa. A Violeta no le faltaba razón. Mostrar su aprecio por el esfuerzo podía consolidar una actitud más positiva y, de todas formas, valía la pena intentarlo. Si Pedro se daba cuenta de que ella hacía por él ese pequeño esfuerzo, bien pudiera ser que él hiciese más de uno por Olivia. Ya tomada la decisión, sacó del armario la percha con el traje. Su cintura no había vuelto del todo a sus medidas habituales, pero, como tenía más grandes los pechos, la figura seguía siendo armónica. Luego se puso unas chinelas doradas y fue en busca del par de pendientes, negros y dorados, que le iban a su corte de pelo, que a mediodía se había lavado y secado, marcando cuidadosamente las mechas delanteras, más largas, que se curvaban ahora con suavidad sobre ambas mejillas. Era un peinado sofisticado, que se adaptaba admirablemente a la forma de su cabeza, más corto por atrás para acentuar la curva del cráneo y el cuello. Un flequillo muy juvenil suavizaba la severidad del corte, y servía para acentuar sus grandes ojos oscuros. De acuerdo con la política de Violeta, que era presentarse siempre de forma impecable, se había tomado su tiempo para maquillarse, aplicándose sombra en los párpados en dos tonos de gris. Sus largas y espesas pestañas resaltaban todavía más con el rimel. Equilibró el oscuro carmín de los labios con un colorete muy discreto, realzando un poco sus pómulos Violeta solía insistir en que las manos también eran importantes, así que se cubrió las bien cuidadas uñas con esmalte rojo.
Ahora que llevaba el pelo corto, le gustaba llevar pendientes. Tenía el cuello largo y le sentaban bien los pendientes que colgaban. Una vez se puso los pendientes que buscaba, se miró al espejo, y su estado de ánimo sufrió una decidida mejoría. No estaba mal. Nada mal. Se sonrió a sí misma y pensó que Jack iba a notar una considerable diferencia respecto al día anterior. No es que deseara animarlo demasiado, sino más bien hacerle una especie de insinuante promesa si era capaz de asumir la convivencia con Olivia. No iba a tener a la madre sin la hija: ambas iban en el mismo lote. Y sobre la niña no cabían concesiones. Se acercó a la cama, que era de matrimonio. Sobre ella descansaba el moisés, rodeado de almohadones para mayor seguridad. Al acercarse a comprobar lo tranquilamente que dormía la niña, aspiró su fresco y dulce olor. Había sido delicioso bañarla aquella tarde y verla chapotear, mirándola con los ojos bien abiertos, como si pidiera explicaciones sobre aquella novedad, sin dejar por ello de disfrutar. Todo era nuevo para ella en el mundo, y esperaba que nada viniera a estropearle el irlo descubriendo durante mucho, mucho tiempo. Salió silenciosamente del dormitorio, y, cuando pasaba frente a la puerta de la cocina, oyó llamar a la puerta. El corazón le dio un vuelco. Tenía que ser Pedro. El destino había decidido que sus caminos volvieran a cruzarse. Se rehizo y, rogando para no verse decepcionada, dio los últimos pasos para abrirle la puerta al padre de su hija. Con una pequeña sonrisa esperanzada, dirigida a todo cuanto hubiera de bueno en él, abrió la puerta. Al otro lado la esperaba una sonrisa muy parecida, pero apenas reparó en ella, porque su corazón se contrajo ante la pura vitalidad masculina que la impactó.
Pedro llevaba pantalones vaqueros y una camiseta de color crema y azul marino. Se había ido a cortar el pelo y su rostro aparecía tan limpia y atractivamente perfilado que Paula no pudo evitar quedárselo mirando, absorbiendo todas sus bellas facciones: la ancha frente que las firmes y arqueadas cejas subrayaban, los ojos verdes como un río profundo que se deslizaban sobre ella con intensidad, la sorprendente escultura de su nariz y los pómulos, así como la burlona sensualidad que la plenitud de los labios daban a su boca. A ella le llegaba el olor de la loción para el afeitado que se había aplicado, con su ligero toque de especias, y se sintió impulsada a probarla, disparatadamente inclinada a deslizarle la lengua sobre el ligero hoyuelo que tenía justo encima de la firme y fuerte línea del mentón.
—Paula —Pedro curvó la boca en una sonrisa turbadora mientras elevaba las manos en un gesto apreciativo del aspecto de la mujer que tenía delante—. Estás fantástica. Me siento como si me hubiera atropellado un camión —se echó a reír—; estás tan hermosa, que me siento aturdido.
Paula también rió. Él le había causado el mismo efecto.
—Si hasta tu pelo… —sacudió maravillado la cabeza.
—¿Te gustaba más largo?
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