jueves, 15 de junio de 2017

Paternidad Inesperada: Capítulo 1

Pedro Alfonso reflexionaba sombríamente acerca de cómo los bebés minaban cualquier relación normal entre adultos. Ya antes incluso de entrar en el mundo se habían infiltrado en la vida de las personas, y, una vez presentes, tomaban el poder como verdaderos tiranos. Nada ni nadie estaba a salvo de ellos. Reflexionaba sobre esas verdades al volante de su automóvil mientras atravesaba el túnel de la Bahía de Sidney. Había tomado el camino más corto hacia Paddington, camino del Hospital de Maternidad, aunque deseaba de todo corazón que Rodrigo se hubiera conformado con sus sinceras felicitaciones por el nacimiento de su primogénito, en lugar de hacerlo acudir allí para ver a la criaturita. Ante ese despliegue de orgullo paternal,  se preguntaba cuánto le duraría. Uno a uno todos sus amigos habían ido sucumbiendo a la tentación de la paternidad, y uno tras otro se habían ido encontrando destronados en sus propios hogares. Y luego era él el que tenía que escuchar sus quejas, y oír cómo lo envidiaban por estar libre y a salvo del caos que ellos mismos se habían buscado:

—No se puede hacer el amor a gusto.

—Ya te puedes dar por contento con hacerlo alguna vez.

—¿Y quién pide tanto? Yo me conformaría con poder dormir una noche entera sin interrupciones.

—Los bebés tienen que ser siempre los primeros en todo.

—Yo tenía una esposa; ahora se ha transformado en una esclava del bebé.

—Ya nunca tenemos tiempo para nosotros. —

Para salir a cualquier parte es como si se movilizara un ejército, así que prefiero quedarme en casa. Ese trabajo que nos ahorramos… A Pedro no le cabía duda de que los bebés eran pequeños monstruos destructivos que, por lo visto nacían con licencia para matar, como pequeños agentes secretos 007. Varias de las parejas que conocía se habían deshecho bajo la presión de la paternidad, y el resto estaba constantemente luchando para adaptarse a la nueva situación. Pedro ahora sabía por qué sus padres se habían limitado a tenerlo a él solamente, por qué había sido criado por niñeras y despachado al internado al cumplir los siete años. Era evidente que les había desorganizado demasiado la vida. Desde su perspectiva de adulto, comprendía que sus padres habían tomado medidas prácticas para reducir todo lo posible el daño causado a sus derechos como individuos, pero, de pequeño, los remedios aplicados por ellos le habían hecho la vida muy ingrata. De hecho, la sensación de postergamiento de su infancia seguía siendo un recuerdo doloroso, y no habría querido por nada del mundo tratar a su vez a un hijo suyo con el mismo método. Y, por otra parte, estaba seguro de que tampoco deseaba sufrir en su vida las destructivas consecuencias de la paternidad, de modo que, para él, la solución era bien sencilla: no tener hijos.

En cuanto a la curiosidad que pudiera haber sentido por esa experiencia había quedado más que satisfecho observando a sus amigos. Y, además, no sentía especial inclinación por perpetuar su apellido. Disfrutaba de la vida, de su trabajo y de independencia económica para poder hacer lo que quisiera cuando le viniese en gana. ¿Qué más podía desear? A Paula. Hizo una mueca al intentar sacudirse ese pensamiento. Paula lo había expulsado de su lado más a conciencia todavía que sus padres, y ni siquiera había dejado un resquicio para la reconciliación. Todo por una tonta discusión acerca de los niños. O quizá hubiera otras razones. Sacudió la cabeza, frustrado todavía por la forma en que ella se lo había quitado de encima, preguntándose qué era lo que había hecho mal. La noche en cuestión pensaba pedirle que se fuese a vivir con él, seguro de haber encontrado la mujer con la que compartir su vida, y únicamente por hacer unos cuantos comentarios, sobradamente justificados, sobre el bebé que acababa de echar a perder la cena a la que ambos asistían, Paula se había trastornado y lo había dejado plantado, por las buenas. Y no había regresado. Se la había tragado la tierra. Para él no tenía sentido. Seguramente, había salido ganando al librarse de una mujer capaz de comportarse de manera tan irracional. Pero nunca hubo asomo de un comportamiento semejante durante todo el tiempo que pasaron juntos, todos aquellos meses de felicidad. Hubiera jurado que eran compatibles por completo, incluso en el placer que ambos encontraban en su trabajo. Ella era la primera y la única persona con la que había sentido que existía un vínculo. Todavía había momentos en que la echaba tanto de menos que llegaba a sentir malestar físico. La podía imaginar con tanta nitidez como si todavía estuviese junto a él, sentada a su lado, con aquellos ojos oscuros aterciopelados que parecían contener estrellas, y esa sonrisa que hacía que su corazón se pusiera a bailar; con su brillante pelo negro alrededor de los hombros y sus suaves curvas femeninas cual promesa que, a él le constaba, era totalmente cierta. Podía escuchar su risa contagiosa, y los murmullos que tanto lo excitaban mientras hacían el amor. Recuerdos vanos. Deseaba olvidar a Paula Chaves y lo que sentía por ella, cuanto antes. No eran mujeres interesadas en él lo que le faltaba. Era cuestión de tiempo: tarde o temprano encontraría otra mujer capaz de encender aquel fuego. Ocho meses no era tanto tiempo. Dentro de un año o dos, la traición de ella carecería de importancia.

Al llegar a Oxford Street, se concentró en Rodrigo e intentó cambiar su estado de ánimo. Rodrigo  Larosa era un buen amigo y un valioso contacto comercial, que no solo le encargaba siempre la restauración de las antigüedades que entraban en su tienda, sino que, además le enviaba con frecuencia clientes que deseaban muebles nuevos a juego con las piezas que le habían comprado. Esos favores merecían correspondencia, y, si hacía falta sonreírle al niño de Mauro y hacerle carantoñas,  estaba dispuesto a ello. Al menos por esa vez.

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