Paula saltó de la cama y cerró la puerta con llave. Cuando levantó las sábanas se quedó atónita al ver las manchas rojas.
—Oh, no —gimió. Pensaba que habría sangrado un poco, pero no tanto. El dolor había sido mínimo y había gritado más de sorpresa que de agonía.
Pedro no había notado que era virgen porque ella no había actuado como si lo fuera. Tumbada allí con las piernas abiertas, dejando que hiciera lo que quisiera con ella. Pero el placer de sentir la boca del hombre allí abajo… Él había estado en lo cierto. Había sido un orgasmo fantástico. Él era un amante increíble; tierno, experto, imaginativo y apasionado. Pero también era un playboy incorregible, como Arturo le había advertido. Lo que quería de ella era sexo sin ataduras. Sexo sin consecuencias ni compromisos. «No me digas nunca que me quieres», le había advertido. No tenía intención de hacerlo. Y no tenía intención de decirle que había sido virgen hasta aquella noche. Llevó la sábana al baño para lavar la evidencia de su virginidad. Él le había dicho que para conseguir lo que quería tenía que concentrarse y Paula pensaba concentrarse en ser la clase de mujer que Pedro deseaba.
—¿Qué tal estoy?
Pedro hizo lo que pudo para mirarla con frialdad, pero con aquel traje rojo Paula no inspiraba frialdad en absoluto. Como no la había inspirado la noche anterior después del baño, paseando por la casa con un pijama de seda blanco que se pegaba a su piel. Había tenido que darse la ducha fría más larga de su vida, tras la cual había pensado que sus partes nunca volverían a aparecer. Pero se había equivocado.
—¿No te parece que el escote es un poco exagerado?
—¿Tú crees? —murmuró ella, nerviosa.
Le gustaba verla nerviosa. Era más la Paula que había llevado a Sidney. El numerito que había montado la noche anterior después del baño lo había irritado profundamente, aunque no lo engañó ni por un momento. Aunque se hubiera acostado con toda la población masculina de Broken Hill, seguía siendo una niña en lo que a hombres se refería. Sus contactos sexuales debían haber sido torpes y rápidos. Pero, a partir de aquella noche, él pensaba introducirla en los aspectos más finos de la experiencia erótica. No quería que ella aparentase saberlo todo, porque estaba seguro de que no era así. El pensamiento lo excitó. Demasiado.
—Muy exagerado —dijo con firmeza—. No se trata de seducir a nadie, sino de impresionar con una imagen profesional. Así que ve a ponerte algo debajo de la chaqueta. ¡Y quítate esos pendientes, por favor!
Ella lo hizo, un poco desilusionada. Pedro no podía soportar ver su expresión de tristeza, pero era lo mejor. Dejaría que se pusiera los pendientes por la noche, cuando estuviera completamente desnuda.
—¿Una blusa de satén te parece adecuada?
—Cualquier cosa —contestó él.
La blusa escondía el escote, pero no consiguió atemperar su ardor. Pedro sacudió la cabeza. Pobre Hernán, pensaba. Había puesto su futuro en las manos de un loco ofuscado por una mujer. Y no había estado tan obsesionado en años. En realidad, jamás había estado tan obsesionado con ninguna mujer. Suspirando pesadamente, se dirigió a la puerta con una Paula pálida tras él.
Paula estaba sentada en el Porsche negro, odiándose a sí misma por su falta de confianza y su falta de habilidad para despertar el interés del hombre. Si el traje le había parecido tan poco adecuado, ¿Por qué no se lo había dicho antes? ¿Por qué había esperado hasta el último momento? Quizá había decidido que no quería seguir manteniendo relaciones con ella y no se atrevía a decírselo. Permaneció callado durante todo el trayecto y ella intentó disfrutar del paseo admirando las calles de Sidney, pero su angustia se lo impedía. Estaban parados en un semáforo cuando decidió que había aguantado suficiente.
—Si no quieres volver a acostarte conmigo, puedes decirlo. No tienes por qué portarte con esa frialdad.
Pedro se quedó atónito. Estaba tan guapo aquella mañana que a Paula le resultaba increíble pensar que había estado entre sus brazos por la noche. La idea de que su aventura con él hubiera terminado hacía que su corazón se encogiera.
—¿Y por qué crees que quiero eso?
—Es un presentimiento.
—Pues estás equivocada —murmuró él—. ¿Tú quieres que se termine?
—¡No! —exclamó Paula, sin pensar.
Pedro intentó no sonreír. ¿Qué otra mujer sería más abierta e ingenua sobre sus deseos?
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