—¿Cuántas habitaciones? —preguntó en voz baja.
—Cuatro.
—¿Y el balcón es grande?
—Tiene una vista de trescientos sesenta grados.
Paula lanzó una exclamación.
—¿Quieres decir que eres el propietario de todo el piso?
—Sí.
—¡Dios mío, debes de ser millonario!
—Ya te dije que era rico.
—Pero no sabía cuánto.
—¿Eso importa? Al menos, mi dinero te confirma que no estoy intentando ganar nada con este asunto. No tienes que desconfiar de mis motivos para traerte a Sidney.
—Yo no desconfío de tus motivos. No hubiera venido contigo si desconfiara.
—¿Quieres decir que le habrías dado la espalda a la posibilidad de ganar tanto dinero? —sonrió él, escéptico.
—No. Me habría puesto en contacto con la firma de abogados y habría hecho mis propios arreglos —dijo Paula—. No dejo que nadie tome decisiones por mí a menos que esté de acuerdo con ellas.
—Una chica muy sensata. La verdad es que, desde el primer momento, me di cuenta de que no iba a ser fácil persuadirte. Pero espero que sepas aceptar un consejo.
—¿Qué consejo?
—Sobre la imagen que he planeado para tí.
—¿Qué clase de imagen?
El taxi paró en ese momento y la conversación se vio interrumpida.
—Te lo diré arriba —dijo Pedro, abriendo la puerta.
Paula se quedó mirando el moderno bloque de departamentos. No se veía el mar desde allí, pero imaginaba que estaba al otro lado del edificio. Era una estructura de vidrio y acero de más de doce pisos con un vestíbulo de mármol, mostrador de conserjería y un guardia de seguridad. Una fortaleza. Pedro usó lo que parecía la tarjeta de un banco para entrar por la puerta de cristal. Después de saludar al encargado de seguridad, Eduardo, la presentó como su invitada y pidió para ella una tarjeta de entrada. Eduardo le dió una inmediatamente y, maleta en mano, se dirigieron hacia los ascensores, que también requerían el uso de la tarjeta de seguridad. Paula consiguió aprender a usarla después de dos intentos. Había visto esas cosas en las películas americanas, pero no sabía que también se usaban en Australia.
—No hay nada como esto en Broken Hill. ¿No es un poco excesivo?
—Es uno de los edificios más seguros de Sidney. No hay robos ni visitantes inesperados —explicó Pedro. Las puertas del ascensor se abrieron entonces—. Por favor —sonrió, indicándole que saliera. Los tacones de Tanya repiqueteaban sobre el suelo de mármol.
—¿Y si es un visitante deseado? —preguntó ella cuando Pedro dejaba la maleta frente a una enorme puerta de caoba.
Había dos mesitas a cada lado de la puerta, con dos elegantes espejos dispuestos para un último retoque de las visitantes femeninas… como la envidiada Romina.
—Pueden llamar al portero automático —contestó Pedro, buscando las llaves en el bolsillo de su chaqueta—. El guardia de seguridad lo acompaña al ascensor para que pueda subir.
—¿Y cómo baja?
—Sólo se necesita la tarjeta para subir.
—¿Y si pierdes la tarjeta?
—Los encargados de seguridad conocen a todos los vecinos y a sus invitados. Quien este de guardia te daría otra tarjeta, pero intenta no perderla. Y cuidado con el bolso. Sidney es una ciudad preciosa, pero llena de maleantes, como todas las grandes ciudades.
—Tendré cuidado —dijo ella—. Y no perderé mi tarjeta. Soy una persona muy cuidadosa.
—Me alegro. Tendrás que serlo.
Paula entendió que él la veía como una niña perdida en el bosque de Sidney. Pues si pensaba eso, estaba equivocado. Podría ser una chica de pueblo comparada con él, pero sabía cuidar de sí misma. Llevaba años viviendo sola y manteniéndose sola. Broken Hill podía no ser Sidney, pero tampoco era Drybed Creek. Tanya había tenido que enfrentarse con todo tipo de situaciones como directora del hotel. Y con todo tipo de hombres; borrachos, vendedores canallas, machitos que no aceptaban un no por respuesta… Diego la había convertido en una tonta durante unas semanas con su aspecto y sus mentiras. Pero ella confiaba en sí misma para sobrevivir. No necesitaba un guardián, ni una carabina. «¿Y no es el momento de que lo demuestres?», le dijo una vocecita.
—Puedo cuidar de mí misma. Tengo veintitrés años —dijo, a la defensiva.
—Veintitrés años no son muchos —sonrió Pedro, abriendo la puerta.
—Las chicas maduran antes que los hombres —insistió ella.
Aquel hombre podía ser irritantemente condescendiente.
—No lo dudo. Estoy seguro de que eres una chica muy madura comparada con un chico de tu edad.
—No soy una chica, soy una mujer.
La mirada del hombre era decididamente sardónica, como si su idea de lo que era una mujer no tuviera nada que ver con ella. Paula intentó no ponerse colorada, pero no lo pudo evitar.
—En ese caso —dijo Pedro, haciendo una floritura con la mano— entra en mi casa… mujer.
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