—De hombre a hombre —gritó Benítez antes de que Pedro desapareciera—. Yo que tú me alejaría de esa chica.
Cuando escuchó la voz de Pedro en la oficina contigua, el corazón de Paula dió un vuelco. Y cuando abrió la puerta y la miró, supo que él lo sabía. Pedro cerró la puerta firmemente, sin dejar de mirarla a los ojos.
—Benítez me ha contado su versión de la historia, pero quiero oír lo que ocurrió entre los dos de tus propios labios. Y no intentes engañarme como sospecho que hiciste anoche porque ahora tengo la cabeza clara.
Paula saltó de su silla.
—¡Yo nunca he intentado engañarte!
—Eras virgen y no me lo dijiste —la acusó él—. No sólo me hiciste creer que habías tenido una aventura, sino que él no había sido el primero.
—No es verdad —replicó ella—. Te dije que Diego no me había enseñado lo que era el sexo y es verdad, pero tú asumiste que había habido otros.
—Eso es jugar con las palabras.
—Algo que tú nunca has hecho, supongo.
—Yo no miento a las mujeres, Paula. He sido sincero contigo desde el principio.
—¿Sobre qué?
—Sobre la clase de hombre que soy. Te dije que conmigo sólo era sexo, que no puedo soportar la pretensión de que es amor.
—Qué galante por tu parte. Entonces, supongo que te sentirás aliviado al saber que para mí también fue sólo sexo —dijo Paula entonces—. Por eso te dejé pensar que no era virgen. Porque sabía que no lo habríamos hecho de otra forma.
—No te creo. Benítez dice que tú no te acostarías con un hombre a menos que estuvieras enamorada.
Paula se quedó estupefacta. No sabía que Diego la conociera tan bien. Porque, por supuesto, estaba enamorada de Pedro. El día anterior no estaba segura. La intensidad de su deseo por él había enmascarado sus verdaderos sentimientos. No había sabido la verdad hasta que, al ver a Diego, su única preocupación había sido perder a Pedro. Perder su respeto, su admiración, su amistad. ¿Qué podía hacer? «Nunca me digas que me quieres». ¿Qué era lo que él quería de una mujer? Amor no, desde luego. Sospechaba que le gustaban las mujeres independientes y con carácter. A él no le gustaría que le suplicara, que le diera explicaciones.
—¿Es eso lo que te preocupa? ¿Crees que puedo estar enamorada de tí?
—¿Lo estás? —demandó él.
Paula esperaba que su expresión no la delatase.
—¡No seas ridículo! Tú eres demasiado egoísta, demasiado arrogante como para que yo te ame. Pero te deseo, Pedro. Te deseo desde que te ví —dijo ella. Pudo apreciar un ligero temblor en los labios del hombre. Pero la confesión no parecía haberlo molestado—. Puede que fuera virgen cuando te conocí, pero mi supuesta aventura con Diego me había abierto los ojos a una parte de mí misma que no conocía. Nunca antes me había sentido excitada por un hombre y él me excitaba mucho, me hacía sentir deseada…
—Qué bien —murmuró Pedro, irritado.
Paula se dió cuenta del sarcasmo y le gustó. Significaba que estaba un poco celoso. Y eso le daba confianza.
—Pero ni siquiera Diego me había preparado para lo que siento por tí. Una alarma de incendios no me habría parado si hubiera estado contigo en esa habitación de hotel. De modo que no iba a dejar que una barrera tan pequeña como mi virginidad nos separase. Tú mismo me dijiste que debía concentrarme cuando quisiera algo. Pues anoche me concentré en algo que quería y lo conseguí. ¿Es un crimen? —preguntó—. Quizá mentí por omisión, pero tú deberías haberte dado cuenta de que era virgen.
—No acostumbro a desflorar vírgenes —replicó él—. Tú eres la primera, que yo sepa.
—¿En serio? Pues tampoco estuvo tan mal, ¿No?
—¡Por favor, Paula! sé que anoche debió dolerte —murmuró él, pasándose la mano por el pelo—. Yo no me dí cuenta, pero eso hace que me sienta…
—¿Cómo te sientes, Pedro?
—Como un animal. Y no lo soy.
—Claro que no —dijo Paula, pasándole la mano por el pelo—. Yo creo que fuiste maravilloso. Todo lo que yo quería… —susurró.
—No hagas eso —dijo él, tomándola por las muñecas—. Sigue haciéndolo y tendrás lo que quieres otra vez. Aquí mismo. Ahora mismo, sobre esa mesa. Ni siquiera tendremos que desnudamos. Te sorprendería saber lo fácil que es hacerlo sin quitarte las medias. ¿Eso te excita? —preguntó. Paula lo miró y en sus ojos Pedro pudo ver que no se había equivocado. Pero ella no decía nada—. Decídete, cariño — murmuró, deslizando un dedo por su garganta hasta llegar al pecho, acariciándola, jugando con ella hasta que el pezón se puso duro dentro del sujetador.
Paula estaba empezando a perder el control y sólo la idea de que pudiera entrar la secretaria evitó que se rindiera a sus deseos. No podría soportar que nadie más la viera así. El amor había hecho que perdiera la vergüenza, pero no tanto.
—No —gimió, apartándose—. Aquí no.
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