jueves, 29 de junio de 2017

Paternidad Inesperada: Capítulo 26

—Eres la única mujer a la que he amado. La única persona a la que he amado, Pau —le dijo, con la voz ronca.

Y en el corazón de ella se levantó una barrera que no sabía que existía. La vida de Pedro no era muy distinta de la suya. Estaba solo en el mundo, sin familia a la hora de la verdad, y, aunque tuviese buenos amigos, eso no era igual que amar y ser amado. Sin pensar, sin razonar, todo el ser de ella se volcó hacia él, saliendo a su encuentro cuando él se inclinó para besarla. Y sus bocas se unieron. Pero, al estrecharla aún más Pedro, el desbordamiento de los sentidos de Paula  retrocedió al comparecer una elemental prudencia.

—¡Pedro! —exclamó, arrancado su boca de la de él, tratando de apartarle la cabeza—. No puedo —y siguió, a borbotones, a medida que recuperaba el aliento—. El parto. Lo siento. No… Yo no… No quería…

 —No estás recuperada todavía —interpretó él, apartándose desilusionado, pero menos alterado que ella. Le acarició suavemente la mejilla y le sonrió, con una sonrisa en la que la alegría se sobreponía al deseo—. No importa: ya es bastante saber que tú sientes lo mismo que yo, Pau.

—La semana que viene iré a revisión —se le escapó a ella, sin darse cuenta de que se estaba comprometiendo, implícitamente.

—No importa. Da igual cuánto tengamos que esperar. ¿Qué más da que sea una semana más, o un mes más? —la sonrisa era ahora de total felicidad—. Ya estoy loco de contento de pensar que tú me deseas tanto como yo a tí.

Y el corazón de Paula, que llevaba un rato como loco, se paré entonces un momento. ¿Qué era lo que acababa de hacer? Acababa de traicionarse, de hacerle una promesa… Pedro la estaba besando tiernamente en la frente.

—Te prometo que no iremos demasiado lejos hasta que el médico dé el visto bueno. Yo no te haría daño por nada del mundo, Pau.

Muy bien, lo de no ir demasiado lejos. Eso era lo mejor que podían hacer. Ir paso a paso, no precipitarse. Pedro le tomó la cara con las manos. La miraba con inquietud.

—¿Fue muy duro el parto, Pau? —le preguntó, con la voz llena de preocupación y de cariño.

Ella hizo una mueca.

—Había un reloj en la pared, y yo me decía que, si aguantaba un minutito más, estaría mucho más cerca de acabar la faena.

—Sí que lo has pasado mal —dijo Pedro, afectado por la sobria descripción—. Ojalá hubiese estado contigo.

—Ya ha pasado, Pedro. Ya tengo a Olivia, y ella, desde luego, representa para mí bastante más que el dolor de un día —y, deseando transmitirle la importancia que para ella tenía la hija de ambos, siguió—. Ella iba a ser mi mundo, y siempre será una parte fundamental de él. Si le haces daño a ella, me lo estarás haciendo a mí.

—Yo nunca le he hecho daño a un crío, Pau —replicó él, sintiéndose trastornado—. ¿Cómo se te ha podido ocurrir algo así? Ya sé que dije que los críos eran… —y se quedó dudando sobre las palabras.

—Algo aborrecible —concluyó ella, que se acordaba perfectamente.

—Bueno, y lo pueden llegar a ser —y  se apresuró a explicarse—, pero, tal como lo veo ahora, creo que…la culpa es casi siempre de los padres. A los niños hay que darles principios y dejarles ciertas cosas claras, mostrar firmeza con ellos de vez en cuando, o se desorientan y se convierten en salvajes, y eso es malo para ellos y para todo el mundo.

Paula  no iba a discutir eso. Estaba de acuerdo con él, aunque también ella necesitaba tener muy claro qué quería decir exactamente con la palabra «firmeza».

—Y de todos modos —siguió Pedro—, la pequeña Oli y yo nos llevamos muy bien. No pienses más en lo que dije entonces, Pau. Te aseguro que voy a ser mejor padre que la mayoría.

Hablaba con tal convicción, que ella dejó el asunto. Tampoco ella quería vivir esclavizada por los errores del pasado, y, ciertamente, ahora él mostraba una actitud muy distinta.

—Gracias por cuidarla tan bien esta noche, Pedro—le dijo, con una sonrisa.

Y él sonrió a su vez, aliviado de que su esfuerzo paternal sirviera para establecer mayor armonía entre Paula y él.

—He sido bien recompensado —contestó.

 De nuevo la recompensa. Aquello no le sonó bien a ella. A Violeta podía parecerle un sistema muy práctico, pero ella no deseaba que fuera la base de su relación con Pedro. Quería que se ocupara de Charlotte porque era su hija, y porque la amaba, no porque fuera a ser recompensado con una sesión de sexo con la mujer que daba la casualidad que era la madre de Olivia. La cuestión siguió torturandola largo tiempo después de que él se despidiera esa noche. El amor no se basaba en la manipulación. El amor era, para ella, una búsqueda del otro y una expresión abierta y sincera de lo que cada uno sentía. Reducirlo a moneda de intercambio le parecía repugnante. No tenía duda ninguna de que la amaba. Todo lo que decía y hacía lo reflejaba. Pero si no pudiera llegar a querer a Olivia… Solo con planteárselo, era como si el corazón se le llenara de plomo. A su niña, a la hijita de los dos. Tenía que decírselo, tenía que dejarle muy claro lo que aquello significaba para ella. Si él la comprendía, ¿Serviría de algo? ¿Cambiaría en algo las cosas? La invadió un sentimiento de frustración. Era imposible obligar a alguien a que sintiera lo que no sentía. Ni todas las palabras del mundo podían lograr eso. Solo cabía esperar y ver.


—Esta noche es la noche, Spike —le dijo Pedro a su perro, que lo miraba afeitarse desde el pasillo del cuarto de baño. Spike se sentó y después apoyó la peluda cabeza sobre las patas delanteras y cerró los ojos. Llevaba oyendo esas mismas palabras todo el día. Era evidente que a su amo lo entusiasmaban, pero, como quiera que no había sucedido nada nuevo, no parecía haber motivo para responder hasta que algo pasara. Verlo afeitarse como cada tarde tampoco era ninguna novedad.

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