jueves, 15 de junio de 2017

Paternidad Inesperada: Capítulo 3

No debería afectarla tanto, y menos en esos momentos, que resultaba totalmente imposible tener esperanza alguna de poder compartir con él el futuro. Y aquel era precisamente el último lugar donde Pedro debería presentarse. ¿Qué demonios hacía Pedro en una maternidad? Seguramente, alguien lo habría presionado para que acudiera, para que viese a su hijo, sin percatarse de que a Pedro Alfonso los niños le importaban un bledo. Por educación, o por interés profesional, se habría decidido a aceptar la invitación. Aquellas fueron las únicas razones que Paula atinó a darse. Al mismo tiempo, deseaba fervientemente que él no sintiera curiosidad por los motivos de su presencia. Si lo descubría… No podía soportar esa idea. Reproches, discusiones, la insistencia en hacerse cargo de alguna responsabilidad, al menos económica. Pedro atrapado por un hijo, que no quería, pero que se sentiría obligado a mantener, y que sería un amargo lazo que los mantendría unidos indefinidamente. Y ella detestaba esa posibilidad. De hecho, había tomado cuantas medidas estaban en su mano para evitarlo: abandonar su trabajo, mudarse, no figurar en la guía de teléfonos. Con la ayuda de Violeta, se las podía arreglar sin necesitar el dinero de Pedro. Tal vez se estuviese preocupando sin motivo.

La sorpresa que Pedro había manifestado al verla no significaba necesariamente que continuara interesado en ella. Bien podría ser que hubiese conocido a otra mujer en los últimos ocho meses. A un hombre como él no le faltaría compañía femenina. Pero lo que hubo entre ambos había sido especial. Y además él era muy reservado, tampoco se relacionaba con tanta gente. Pero la mirada de sus ojos, tras la inicial sorpresa al reconocerla había mostrado esperanza, emoción… ¿Olvidaría Pedro el asunto y lo dejaría pasar? Con suerte, se diría a sí mismo que ella había acudido a hacer otra visita, que ya se iba al llegar él. ¿Se habría dado cuenta Jack de que ella no llevaba ropa de calle? Paula dejó escapar un lamento al darse cuenta de que no era solamente cuestión de ropa. En contra de que ella estuviera allí de visita estaban también su pelo despeinado, y el no ir maquillada ni llevar bolso. Ojalá a Pedro no le hubiese dado tiempo de reparar n aquellos detalles.

Tiempo… Miró su reloj. Eran las ocho menos veinticinco pasadas. No podía correr el riesgo de tropezarse con él de nuevo. Lo mejor sería permanecer oculta en el excusado hasta después de las ocho, hora en la que terminaba el horario de visitas. Violeta se haría cargo del bebé hasta que ella volviese. No había motivos de pánico. Violeta ya contaba con que ella se entretuviese ojeando y eligiendo las revistas que tuvieran en el quiosco. Paula la había dejado charlando animadamente con las otras dos mamás que había en la habitación y sus respectivos visitantes, que eran los felices padres. Otra vez las lágrimas se agolparon en sus ojos. Era muy triste ser madre soltera cuando se estaba rodeada de familias contentas y alegres de sus recién nacidos retoños. Aunque Violeta era una gran amiga, no era lo mismo. Si Pedro… ¡Maldita sea! ¿Por qué  no había podido ser distinto? ¿Por qué los niños eran algo tan terrible para él?


No era fácil sonreír ni hacer carantoñas. Al revés, Pedro tenía que esforzarse para reprimir el enojo y la frustración que le había causado ver a Paula. Lo que le apetecía era quejarse y gruñir. No soportaba las tonterías que estaba diciendo Rodrigo.

—Pobrecillo, ha sacado mis orejas.

—Bueno, siempre se puede recurrir a la cirugía plástica —le contestó Pedro, con una sonrisa.

Rodrigo rió con indulgencia:

—Tampoco están tan mal. Ya se hará a la idea.

—Seguro que sí —dijo Pedro, a quien le dolía la cara de tanto sonreír.

Rodrigo miró embelesado a su esposa.

—Afortunadamente, ha heredado la nariz de Nadia.

Pedro comparó obedientemente la aristocrática y recta nariz de la exuberante rubia con la que Rodrigo estaba casado, con la de su amigo, más larga, y algo abultada, para después forzar otra sonrisa:

—Sí, es mejor naríz.

¿Por qué sería obligatorio el reparto de los rasgos de un bebe entre uno y otro progenitor? Era un ritual inevitable, que quizá se llevara a cabo para afirmar la herencia del niño, o para asegurarse de que la pequeña réplica se ajustaría a las expectativas de los padres. Para Pedro, no solo era un ejercicio mortalmente aburrido sino que, además, estuvo a punto de escapársele un sentido « ¡Por amor de Dios, dejad que el niño sea él mismo!» Pero eso no era lo que debía hacerse. Y, en su lugar, se puso a pensar a quién habría ido a visitar Paula. No era que en realidad importara, habida cuenta de la expresión de rechazo que tan claramente le había mostrado. Tenía una poderosa alergia a acercarse a quienes no lo recibían de buen grado.

—Dame al bebé, querido, mientras abres el regalo de Pepe—dijo Nadia, estrenando su recién adquirido poder de madre. Aquella era desde luego la ocasión ideal para darle órdenes a Rodrigo.

El orgulloso y agradecido padre le habría lamido sin dudar los pies si se lo hubiera pedido. Pero Pedro sabía, por los muchos casos ya observados, que ese vasallaje no duraría mucho. Lo vio depositar con todo cuidado el preciado paquetito en brazos de su esposa. Era una verdadera lástima que aquella armonía no fuese a durar mucho, una vez que estuvieran de regreso en su hogar, porque los tres, padre, madre y bebé, componían un cuadro idílico. Los largos cabellos rubios de Ingrid se derramaban como madejas de seda sobre sus hombros. Frunció el ceño recordando la melena de Paula, salvajemente cortada. ¿Por qué se habría cortado el pelo? Así parecía un pilluelo, con esos mechones de punta, como, si en lugar de peinarse, se hubiera pasado los dedos por el pelo. Definitivamente, no le quedaba bien el nuevo corte, que le daba un aspecto más delgado a su rostro. ¿O lo tenía de verdad más delgado? ¿Habría estado enferma?

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