martes, 20 de junio de 2017

Paternidad Inesperada: Capítulo 12

Era una sensación rara ir sentada junto a Pedro en su coche, como si hubieran entrado en un bucle del tiempo, como si los últimos ocho meses no hubiesen existido. Era el mismo espacioso Range Rover, y producía el mismo efecto de dominar al resto de los coches, muy por debajo de ellos, experimentaba la misma sensación de seguridad por hallarse en manos del mismo hombre, con el que sentía restaurarse una curiosa intimidad, al estar juntos y aislados de los demás. Para sacudirse esa sensación de unión tan misteriosa, Paula no hacía más que mirar para asegurarse de que, en efecto, no viajaban solos los dos, sino que Olivia  estaba con ellos, completamente a salvo en su cesta, muy tranquila a pesar del cambio de ambiente. La vida y el tiempo no se habían detenido, y Olivia era la prueba viviente. Pedro se había presentado con el arnés para el moisés ya instalado en su todoterreno, sorprendiendola una vez más por su previsión. Al menos, en ese sentido práctico, sí que había aceptado a Olivia.

—No te preocupes más, Pau, que no hay razón alguna —le dijo con una sonrisa, al verla una vez más mirando al asiento de atrás—. El único sitio en el que es seguro que los bebés se duermen es un vehículo en movimiento.

—¿Y eso de dónde lo sacas?

La sonrisa de Pedro se volvió un poco irónica.

—Un conocido mío tuvo que pasarse una vez la mayor parte de la noche dando vueltas con su niño. Su mujer estaba desesperada por dormir, y la única forma de que el crío dejara de llorar era así.

—A lo mejor le pasaba algo.

—Que le dolía la tripita, nada más.

 Y nada menos, se dijo Paula, que se daba perfecta cuenta de hasta qué punto podía un problema banal como ese afectar a la relación entre ellos. Hasta ahora, Pedro no había visto a Olivia más que dormida, como una muñequita, a la que bastaba con hacer un arrumaco. Por eso, debía de pensar que la situación entre ambos podía continuar casi como era antes. Hasta a ella le había dado esa sensación, al ir sentada a su lado, como antes. Como antes de Olivia. Pero ya no estaban saliendo, y tampoco iban a casa a hacer el amor. En ese momento, empezó a preocuparla lo que Pedro estuviera esperando que sucediera esa noche. La verdad era que no había tratado de besarla todavía. No había tenido más que gestos de cariño y apoyo para con ella. Se quedó mirando sus manos, apoyadas en el volante. Quizá fuera por su oficio, por el tiempo y el cuidado puestos en tratar la madera, sacando a la luz toda su belleza, por lo que las manos de Jack tenían aquella extraordinaria sensibilidad. Pero, por mucho que ansiara volver a sentir la confirmación física de su amor, era demasiado pronto para pensar en reanudar su intimidad. Demasiado pronto para todos, y en todos los sentidos. Su cuerpo necesitaba tiempo para recuperarse del parto, y, aparte de eso, ella necesitaba comprobar la dedicación de Pedro a la niña antes de permitirse regresar a la intimidad de antes. No podía confiar en él sin más, por muy buenas que fueran las intenciones de Pedro. Ya se sabía de qué estaba empedrado el camino hacia el infierno. Estaban ya entrando en el túnel de la bahía. Una vez emergieran del lado norte, llegarían en pocos minutos a Lane Cove, que era donde se había instalado Violeta, con el loable propósito de estar bien situada para atender a la clientela de las urbanizaciones del norte y el oeste de Sidney. Se estaba preguntando si no debería dejarle claro a él antes de que llegasen que las cosas no estaban ni mucho menos solucionadas entre ellos dos, cuando sintió algo que chocaba contra sus tacones, al bajar el Range Rover la cuesta abajo del túnel. Se agachó para ver qué era. Una lata de comida para perros. No había vuelto a acordarse del perrazo de él, pero, al comprobar que seguía teniéndolo, sintió un nuevo desaliento.

—Lo siento —dijo Pedro, al verla con la lata en la mano—; debe de haberse salido de una bolsa del supermercado. Más vale que la guardes en la guantera, para que no esté suelta.

Ella siguió su indicación, sin dejar de lamentar que estuviera tan encariñado con aquel perro que había sacado de la Protectora de Animales, y que era tan enorme como fiero. Pedro había conseguido un magnífico perro guardián, que era lo que le convenía, puesto que en su vivienda-taller guardaba con frecuencia piezas muy valiosas, pero a ella le daba miedo. Nunca había podido decidirse a darle una palmadita, ni mucho menos jugar con él, como hacía su dueño, que insistía en que era inofensivo si no notaba agresión. A lo mejor todo era debido a que ella no hubiera tenido ningún contacto con perros de pequeña. Por cierto…

—¿Cómo es que nunca me has contado nada de cuando eras pequeño, Pedo?

—Pues porque no tiene ninguna gracia recordar los peores años de la vida de uno, Paula. No era agradable, pero era justo. Tampoco ella le había dado muchos detalles de su infancia.

Solo le había contado que sus padres se divorciaron y ella se fue a vivir con su abuela hasta que empezó en la escuela de diseño, y tuvo que ir a Sidney. Como su familia, si así podía llamarla, vivía a centenares de kilómetros hacia el norte, en Port Macquarie, no fue nada difícil descartar el ir a verlos. Por otra parte, al no tener padres ni hermanos, Pedro no estaba precisamente obsesionado con el tema de la familia. Siempre había aceptado su independencia con la misma naturalidad con que consideraba la suya propia. Así que no se había sentido obligada a contarle que había crecido sintiéndose una carga. No le gustaba recordarlo, y, a fin de cuentas, él la aceptaba tal cual era, sin cuestionarse su procedencia o ambiente, que era exactamente lo que ella prefería.

—¿Tenías perro de pequeño? —le preguntó, volviendo al asunto que la preocupaba.

—No. Mis padres no me dejaron. Era una lata —sonrió con amargura—. Ya era bastante lata yo, para encima cargar con un perro.

Así que a él también lo habían considerado una carga, aunque hubiera sido un hijo deseado.

 —El portero del colegio tenía un perro, y me dejaba que jugara con él — siguió Pedro, y, evidentemente, eran recuerdos agradables—. Bueno, con ella. Se llamaba Miel, y era una hembra de Labrador. Un año tuvo nueve cachorros, nada menos. Yo habría dado cualquier cosa por uno de esos cachorros.

Paula ahogó un suspiro. Estaba claro que Pedro no iba a desprenderse de Spike, así que había un problema más. ¿Cómo iba a permitir ella que esa fiera se le acercara a Olivia? Había oído y leído demasiadas historias terroríficas sobre los ataques de perros de presa a niños como para que se pudiera siquiera plantear el arriesgarse.

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