Ya habían salido del túnel y rebasado la avenida por la que normalmente se desviaba Pedro, en dirección a su casa. Era preciosa, con vistas al mar, y muy amplia, aunque él había dedicado el garaje, con capacidad para tres coches, y el porche, que normalmente era el área de juegos para otras familias, a taller. La verdad era que tener que hacer sitio para una criatura no dejaría de ser un incordio. Cada vez estaban más cerca de su casa, y Paula se resolvió a dejar las cosas claras. Pedro tenía que comprender que no le bastaba con palabras: tenía que ver pruebas sólidas de su dedicación antes de plantearse compartir la vida con él. Estaba a punto de decírselo, cuando él se le adelantó:
—Todos los niños deberían tener perro —declaró con convicción, y echó un vistazo hacia ella, para comprobar que estaba de acuerdo con él—. Bueno, tal vez uno pequeño para empezar. Me han dicho que los fox terrier enanos son muy buenos compañeros.
Lo de «enanos» le parecía muy bien a Paula.
—Pero me parece que hay unas cuantas cosas que debemos solucionar antes de plantearnos eso —le advirtió.
Pedro daba muchas cosas por sentadas, sin saber los numerosos ajustes que iba a sufrir su forma de vida.
—Claro —dijo, alegremente—, pero no quiero meterte prisa. Violeta me ha dicho que por lo menos le llevará mes y medio organizar una boda bonita. Y quiero que nuestra boda sea para tí un sueño.
—¡Pero Pedro! —exclamó, aterrada—. Yo no quiero una boda por obligación.
—Nadie me está apuntando con una pistola para que me case, Paula.
—Pero no se te habría ocurrido casarte de no ser por la niña —contraatacó ella.
—Eso no es verdad. Yo iba a pedirte que vinieras a vivir conmigo esa misma noche que discutimos. Es lo mismo.
—¡No es lo mismo para nada!
—Lo es para mí —replicó Pedro, y sus ojos verdes brillaban al afirmarlo—. Tú eres la única mujer con la que he querido vivir, Paula.
—Me parece que se te olvida algo. Que vengo con niña incorporada.
—Porque existe la niña es por lo que ahora prefiero el matrimonio — explicó él, esforzándose por ser paciente—. No hay nadie más conservador que un niño: les gusta tener seguros a mamá y papá.
—Todo eso es muy bonito —contestó ella—, pero, en la práctica, no sale igual. Más de la tercera parte de los que se casan terminan divorciándose. ¿Y qué pasa entonces con los niños?
Pedro dió un suspiro y le dirigió una tierna mirada.
—Ya sé que hablas por propia experiencia, Pau, y que debió de dolerte mucho que se divorciaran tus padres…
«Pues no. Lo que dolía era lo de antes de divorciarse».
—Pero eso no es razón para que nosotros no nos casemos. No somos las mismas personas.
—Y yo no estaría sentada a tu lado si no creyera que podemos intentarlo, Pedro—le contestó, muy tensa—pero, te lo ruego, haz el favor de no seguir dando por supuesto que yo ya estoy dispuesta a compartir mi vida y la de Olivia contigo. Porque no lo estoy.
Silencio. Paula sentía a Pedro dándole vueltas a la situación, buscando formas de desmontar las objeciones de ella, de apaciguar sus miedos. Y eso la ponía muy nerviosa. No quería sentirse presionada. No lo podía soportar en ese momento. La confianza no era algo que se pudiera forzar, sino que debía ir creciendo poco a poco. Tan absorta estaba, que la sorprendió dejar de oír el motor del coche. Estaban parados junto al bordillo, delante de la casa de Violeta. ¡Ya estaban en casa! El corazón se le aceleró, en parte de alegría, y en parte por aprensión, temiendo el momento de pedirle que se fuera a su casa. Él se había soltado ya el cinturón de seguridad y se volvía hacia ella, poniéndole una mano dulcemente contra la mejilla, para captar su atención.
—Pau… —le dijo, con la voz estrangulada por la emoción—. Te amo. Necesito que me creas… Y se inclinó hacia ella.
Antes de que pudiera reaccionar, la boca de Pedro estaba solicitando la suya, tratando de persuadirla, de seducirla con una ternura que anulaba cualquier resistencia que hubiera podido despertar otro beso más apasionado. La dulzura, la delicadeza de aquella especie de tanteo despertó en ella la conciencia del vacío de todos esos meses sin él, y con ella una desesperada necesidad de colmarlo, de borrar las dudas y el miedo, de dejar que el amor entrara a raudales. Sus labios respondieron instintivamente a los de él, incitantes, invitadores, respondiendo ciegamente a la memoria de la pasión que habían compartido. Lentamente, a regañadientes, Pedro refrenó el poder de la pasión que los dos empezaban a reconocer, dejando a Paula aún temblorosa al apartarse. También él jadeaba al respirar, pero le acarició la mejilla con extremada suavidad. Paula abrió los ojos, sin aliento, ahogando su deseo de protestar por su separación, de rogar que continuara lo que había comenzado. Pedro tenía una expresión de angustia.
—Podría haber estado junto a tí todo este tiempo…
Pero ella no quería volver sobre el pasado. Lo que quería…
—Yo habría estado junto a tí, Pau, si me lo hubieras dicho.
¿Sería eso cierto?, pensó Paula.
—Te juro que nada habría podido interponerse entre los dos.
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