jueves, 1 de junio de 2017

Peligrosa Atracción: Capítulo 22

Pedro la observó levantar la barbilla de forma desafiante y entrar con confianza en el dúplex, sin saber lo que él podría hacerle si decidía olvidar la promesa que le había hecho a Arturo. Paula no tendría defensa contra su experiencia y su conocimiento de las mujeres. Y no podría hacer nada si decidía seducirla. Su ingenuidad lo frustraba y lo encantaba a la vez. ¡Ni siquiera sabía cómo usar una tarjeta de seguridad! ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había llevado a su casa una mujer que no hubiera probado todo lo que la vida y los hombres podían ofrecer? Y quería decir «todo».

Paula, sin embargo, era relativamente inocente. No era virgen, pero seguía siendo inexperta. ¿Por qué si no se pondría colorada por cualquier cosa? La verdad era que seguramente el monstruo de Diego era el único hombre con el que se había ido a la cama. Y seguro que el tipo no tenía ni idea. Pedro pensaba en todas las cosas que podía enseñarle y… en el placer que podía darle. Una pena que sus pensamientos no pudieran hacerse realidad. Siempre había sido un hombre de palabra. Aunque, técnicamente, acostarse con Paula no sería romper su promesa de llevarla de vuelta a Drybed Creek como la había sacado de allí, porque ella no era virgen. Pero sabía que seducirla no era cuidar de ella. Hubiera sido diferente si fuera un poco mayor y menos vulnerable. El problema con una chica como ella era que se enamoraría de él antes de poder decir: «dame otro preservativo, cariño». De modo que no, no habría seducción aquella noche. Ni ninguna otra noche durante un mes. No iba a caer tan bajo. Pero, desde luego, Paula era una tentación. Mucho más de lo que había imaginado.

—Voy a enseñarte la casa —dijo con cierta brusquedad—. Y después tengo que hacer varias llamadas.

Paula seguía a Pedro con los ojos muy abiertos por todo lo que estaba descubriendo. Esperar que fuera como un palacio era una cosa, pero verlo de cerca, otra muy diferente. No era el lujo de los muebles lo que la asombraba, sino el espacio. Todo era enorme. Los salones, la cocina, los cuartos de baño, las habitaciones. No se podía creer la habitación en la que él le había dicho que iba a dormir. Y la cama tenía un edredón de seda verde bordado en plata absolutamente precioso. El dormitorio principal, decorado en azul y gris con muebles de madera clara, era tan grande como el bar de Drybed Creek. Y la cama era gigante. ¡Nunca había visto una cama tan grande!. El cuarto de baño parecía hecho para un rey, con el suelo y las paredes de mármol, grifos de plata y un candelabro de cristal colgando del techo. Pero fue la terraza lo que la dejó sin habla. La palabra balcón era completamente inadecuada para describir la terraza que rodeaba el dúplex. Y la vista… Estaba transfigurada por la vista del puerto y el horizonte iluminado por la luz del atardecer. El puente estaba a su derecha, el agua oscura y tranquila iluminada por las luces que empezaban a encenderse por todas partes. El edificio de la Ópera frente a ella y los barquitos que surcaban el puerto llenos de gente… Observó un ferry que pasaba frente a la terraza y las caras de la gente apoyadas en la barandilla, que parecían estar mirando hacia arriba, hacia ella. Menuda forma de volver a casa cada noche, pensó. Y decidió allí mismo y en ese mismo instante que no volvería a Broken Hill. Aquella era la vida que quería. Allí, en una hermosa y enorme ciudad como Sidney. Pasara lo que pasara con Femme Fatale, se quedaría allí.

—¿Qué te parece? —preguntó Pedro.

—Tienes mucha suerte de vivir aquí —suspiró ella.

—La suerte no ha tenido mucho que ver —dijo Pedro—. ¿Quieres que llamemos a Arturo para decirle que has llegado bien?

—Ah, sí. Por favor.

Paula lo siguió a través de una puerta de cristal hasta un estudio—biblioteca amueblado con el mismo buen gusto que el resto de la casa. A un lado, un sofá de piel azul y dos sillones de brocado delante de una elegante chimenea. Al otro, un escritorio de caoba frente a una pared llena de estanterías con libros. Las lámparas de pie eran verdes, de estilo clásico, aunque había halógenos en el techo para facilitar la lectura. La mezcla de colores, estilos y texturas no parecía extraña; todo lo contrario. Cuando  le había preguntado a Pedro si había decorado la casa él mismo, su respuesta le había hecho gracia.

—No, por Dios. El dúplex estaba amueblado.

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