jueves, 1 de junio de 2017

Peligrosa Atracción: Capítulo 23

Él había adoptado una actitud más profesional desde que llegaron a Sidney. Claramente, estaba de vuelta en su ciudad, en su mundo y había vuelto a ser el hombre de negocios que era. Paula se preguntaba cuándo podría preguntarle sobre el asunto del cambio de imagen del que había hablado en el taxi.

Pedro descolgó el teléfono mientras se sentaba en una esquina del escritorio.

—Antes voy a llamar para reservar mesa en un restaurante.

—Oh, no, por favor. Esta noche, no, Pedro —protestó ella—. Estoy cansada y la verdad es que no quiero ir a ninguna parte hasta que me arregle el pelo —añadió. Había intentado olvidarlo durante todo el día y casi lo había conseguido, pero la elegante casa de Pedro le había recordado lo inadecuada que era—. Tú puedes ir a cenar fuera si quieres. Mira, ya sé que puede parecer una tontería, pero es que no soporto tener el pelo mal.

—De acuerdo —se encogió Pedro de hombros—. Pediremos algo por teléfono. ¿Cuál es el número de Arturo? —preguntó.  Paula se lo dió—. ¿Arturo? Soy Pedro. Sí, hemos llegado… No, el avión no se ha estrellado, aunque me parece que Paula tenía un poco de miedo. Enseguida se pone —sonrió él, ofreciéndole el auricular—. Habla con él todo el tiempo que quieras. Yo tengo que hacer algunas llamadas.

Pedro se alegró de alejarse de Paula y decidió llamar a Romina para asegurarse una noche de sexo y pecado. Aquella chica estaba metiéndose dentro de su piel. Que ella volviera a llamar la atención sobre su pelo decía muchas cosas. La turbadora verdad era que lo había olvidado y solo veía aquellos ojos violetas, aquellos enormes y harinosos ojos violetas. Cerró la puerta del dormitorio de un portazo, murmurando una maldición.

—Haré que le corten el pelo. Eso es lo que haré. Odio el pelo corto. Y me olvidaré de esa estúpida idea de vestirla con ropa que a mí me gusta. ¡Que se ponga la ropa de Marina! —exclamó, sentándose sobre la cama y marcando el número de la oficina de Romina.

—Romina Harley —la escuchó al otro lado del hilo, con aquella voz ronca que siempre le había parecido tan sexy. ¿Por qué entonces, de repente parecía preferir otra, con un ligero acento inglés?

—Hola, soy Pedro.

—¡Pepe! Llevo todo el día llamándote —dijo ella—. Tu secretaria me ha dicho que habías salido de la ciudad.

—Es verdad. Oye, Romi, tengo que verte. ¿Qué tal esta noche? —preguntó Pedro. Pero Romina no contestó—. ¿Romi? ¿estás ahí?

—¿No vas a preguntarme por qué he estado llamándote?

—¿Qué?

—¿Por qué los hombres no pueden pensar más que en una cosa, sobre todo cuando tienen sexo en la cabeza? Las cosas tienen que irte mal cuando quieres verme un día de diario.

—Me conoces muy bien —bromeó él.

La risa de Romina no era agradable.

—No, Pepe. No te conozco en absoluto. No al auténtico Pedro, sólo esa parte que ocasionalmente domina tu proceso mental. Lo siento, cariño, pero no. Esta noche tengo un millón de cosas que hacer. Me marcho a Melbourne mañana a primera hora. Por eso estaba intentando llamarte.

—Maldita sea.

—Volveré el sábado por la tarde.

—Faltan tres días.

—¿Por qué no vienes conmigo? —sugirió ella—. Tengo las noches libres.

—Pero yo no tengo los días libres.

—No vendrías aunque pudieras.

—No, Romi. Es verdad.

—En fin. Lo he intentado. Bueno, nos vemos el sábado por la noche. ¿Cenamos?

—Si insistes.

—Insisto. Y después… ¿tu casa o la mía?

—La mía —contestó él.

Pero después se sintió culpable porque sabía que no estaría pensando en Romina esa noche, sino en la chica que dormía al otro lado del pasillo. Quería pensar en Paula. Por eso había dicho que en su casa. Siempre decía que era sincero con las mujeres, pero aquello no era sincero. Era usar a Romina de la peor forma posible.

—¿Romi?

—¿Sí?

—Nada —murmuró Pedro. La alternativa, después de todo, era mucho más perversa. No podía… no debía hacerlo—. Necesito que me des el nombre de un instituto de belleza en el que puedan cambiar la imagen de una chica completamente. Pelo, uñas, piel, maquillaje. Quiero el mejor. Y lo quiero para mañana.

De nuevo hubo un silencio al otro lado del hilo.

—¿Es algo de trabajo? —preguntó Romina por fin.

—No, es personal.

—Ya veo. ¿Y quién es esa chica tan necesitada?

—Sólo una chica.

—¿Es ella la razón por la que te has ido de la ciudad?

—Sí.

—¿Y la has traído contigo?

—Sí.

—¿Está en tu casa? —preguntó Romina, sorprendida.

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