—Será algo instintivo —concluyó él.
—¿Y cómo es que la has sacado del moisés? —le preguntó, más o menos tranquila, al ver que el pañal parecía estar perfectamente colocado.
Porque lo que desde luego no esperaba ella era que él se molestara en hacer más de lo estrictamente necesario con la mano.
—Verás —empezó él, e hizo una mueca—. Una de las canciones no le hizo gracia, y empezó a protestar. A gritos. Yo traté de decirle que siguiera escuchando un poco más, pero no me hizo ni caso hasta que la levanté.
—¿Y entonces se quedó dormida encima de tí?
—Quizá me haya puesto demasiado técnico al explicarle las canciones — dijo, con un suspiro de resignación—. O sería demasiado larga la explicación. La verdad es que es pequeñita.
Paula se echó a reír, sin poderlo remediar. Al parecer, Pedro no tenía ni idea de cómo relacionarse con un bebé. Primero, era «la cría», así, sin nombre propio. Luego había llegado por sí mismo a la conclusión de que a lo que más se parecía era a un perrito, y se la podía tranquilizar cuando lloraba, igual que a cualquier cachorro. Pero el colmo era eso de explicarle por qué debía apreciar las canciones de los Beatles, como si fuera un adulto. Pero, ¿cómo se le ocurría que un bebé de una semana le iba a entender?
—¿De qué te ríes? —le preguntó él, auténticamente intrigado.
Ella sacudió la cabeza, atajando las carcajadas.
—Alivio histérico —le dijo, dispuesta a no obstaculizar ninguno de los intentos que él emprendiera para reconciliarse con una situación tan novedosa—. Estaba un poco nerviosa al haberte abandonado en una de las situaciones menos gratas del cuidado de un bebé.
—Ah, eso —contestó él, alzándose de hombros—. No es peor que decapar un mueble.
Y, mientras doblaba el periódico para dejarlo a un lado, Paula volvió a luchar con unas enormes ganas de reír. Vaya parecidos que encontraba Pedro. Claro que, si a él le servían, lejos de ella el burlarse o ponerle objeciones. Libre del periódico, le puso una mano sobre los hombros y la nuca a Olivia, y la otra bajo el trasero, y se echó suavemente hacia delante, desprendiendo a la niña de su camisa.
—Y ahora tú te acuestas, pequeña Oli—le dijo, en un cuchicheo, mientras la depositaba suavemente en el moisés—, porque ahora le toca a tu mamá.
—¿Qué le toca a mamá? —preguntó Paula, fascinada por el comportamiento de él.
Pero si hasta llamaba a la niña por su nombre. Una vez acostada la niña, se había puesto en pie, y estaba ahora mirándola, con una expresión inequívocamente pícara.
—Que la abracen —le aclaró, dando un paso hacia ella con intenciones evidentes. Así que venía a reclamar su recompensa.
Paula se puso automáticamente en guardia y levantó una mano para que él se detuviera.
—Yo no soy un bebé, Pedro. Soy una mujer.
—Ya lo sé —contestó él, ardientemente, tomándole una mano, que puso sobre su propio hombro, mientras deslizaba su brazo por la cintura—. Y está sonando la música. Vamos a bailar.
Una vez el cuerpo de Paula entró en contacto con el de él, ya no quiso apartarse. Y además, trató de racionalizar, bailar no era demasiado peligroso, era una cosa que la gente hacía en público, incluso con desconocidos. Solo que ella sabía perfectamente que Pedro bailaba maravillosamente, sensualmente, y que estaba jugando con fuego. Ya se sentía arder, antes incluso de que él la estrechara más.
—Me hace falta estrecharte —murmuró, con los labios pegados a la oreja de Paula.
Y el rastro del dolor que se percibía en su voz despertó un eco dentro de ella, removió su propia necesidad de ser abrazada, de sentir su peso, su fuerza, su calor, su pura masculinidad.
—Ha pasado tantísimo tiempo —la voz de Pedro era como un gemido mientras sus manos se deslizaban por la espalda de ella, descubriendo de nuevo sus curvas y demorándose en el roce de la seda contra la carne.
Sí, tantísimo tiempo. También ella habría querido quejarse, expresar su añoranza, y, cerrando los ojos al futuro, aprovechar el momento presente, mientras durara. ¿Cómo podía ser eso tan malo, cuando ella se sentía tan bien en los brazos de él? Claro que, si era lo mejor para ambos, seguiría siéndolo al día siguiente, se dijo, y el de después, y así todos los días que les deparase el futuro. Mientras se mecían al compás de la música, sucumbió a la tentación y rodeó el cuello de Pedro con sus brazos, comprimiendo con sus pechos los fuertes pectorales de él, y gozando de la clara respuesta de su musculatura. De inmediato tomó aire y luego lo fue soltando muy poco a poco. Era una provocación por su parte, y se daba cuenta, pero no le importaba. Llevaba demasiado tiempo separada de él, demasiado tiempo sintiéndose viva solo a medias. Cada roce con el cuerpo de Pedro evocaba una nota en el suyo, que se alegraba al apreciar la presión de sus muslos, y agradecía el reconocimiento de sus manos. Al percibir su erección, se despertó en ella una excitación similar, provocándole una flojedad que le recordó que no estaba preparada para eso. Y entonces cruzó por su mente un pensamiento que la hizo detenerse.
—Pedro…
—Es una respuesta natural —trató de tranquilizarla.
—Pedro, ¿Has estado con otras mujeres?
Él buscó directamente sus ojos para contestarle.
—No desde que tú estuviste conmigo, Pau. No estoy interesado en ninguna otra mujer.
—Oh —Paula se ruborizó ante su sinceridad, unida a la claridad del deseo que emanaba de él, trastornándola.
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